En la primera reunión de
Departamento el flamante jefe marcó y enfatizó como objetivo inmediato,
inmediatísimo, elaborar la programación del trabajo de cada cual en clase. Don
Jesús, que lo llevaba previsto, despachó el asunto con un “la mía, la misma del
año pasado”. Objetó el nuevo jefe que los folios de esa ‘misma’ ya
amarilleaban, por lo que convenía que se adaptara… Don Jesús no lo dejó
terminar, repuso que estaba convencido de su validez a pesar de los años, se
levantó y dio por concluida su asistencia, sin más.
Parece que Paco tenía
prevista tal reacción, porque enmudeció paciente hasta que el compañero se
ausentó. Al momento dirigía a Luis una mirada como de cómplice, que éste
recibió carirreactivo. Pero Paco, nada, a lo suyo. Cual si Luis bebiera de sus
fórmulas magistrales docentes (o educativas, a saber), desplegó alegatos,
peroratas a trechos, acerca de las eficacias de una programación acorde con el
futuro de los alumnos, o sea, con su diseño de futuro para ellos. Para el
pedagogo jefe (o jefe pedagogo, según se entienda), don Jesús representaba la
lacra del pasado (no se cortaba un pelo), con la que había que convivir por
imperativo legal hasta su fecha de caducidad (o sea, la jubilación del
susodicho), irrecuperable se mire por donde se mire.
—Sin embargo, nosotros… ¿qué
crees que esperan de nosotros? —interpeló a Luis.
—Ni te imaginas cuánto
detesto las formas de seducción para idiotas —respondió flemático—. Con ese
“esperan de nosotros” me colocas un mensaje demasiado facilón. En realidad te refieres
a lo que tú esperas de mí. No, no me gustan nada los supuestos gratuitos, y
menos a cuenta de un compincheo impostado.
Paco acusó recibo del temple
de la réplica, bien que apenas con un parpadeo furtivo. Pero, inasible al
desaliento, sólo bajó el flujo categórico un par de octavas. Presentía (ya no
dogmatizaba) bondades fantásticas, enormes posibilidades, en las reformas
docentes (o educativas, a saber) que se avecinaban, que ya estaban a la vuelta
del BOE, bastaba con escuchar a los gurús de la cosa y leer sus sesudos
análisis y propuestas, que a su vez radiaban la normativa de tercera y segunda
línea que transmigraba a los centros.
—Así que nosotros —Paco
persistía en su tándem— estamos abocados
a coordinar la puesta en didáctica de las cuantísimas innovaciones
metodológicas que nos llegan de la administración educativa, y que tan
acertadamente estamos asimilando.
Daba
por supuesto Paco que ambos se encontraban en el mismo nivel de digestión. Justo
por ahí retomó el objetivo inicial de la reunión y decididamente, sin
paracaídas, manifestó con retórica humildad su ferviente interés por la programación
de Luis, el acervo reformador que debía de atesorar según su infalible
intuición.
Pero
como tan conmovedoras fijaciones rayaban lo patético, y ya le estaban tocando
las catenarias a Luis, a éste no le quedó otra, de receptivo pusilánime migró a
modo tóxico. Le soltó, así, con aplomo de serio profundo:
—Tu
raciocinio se me antoja paradigmático por actantes onomasiológicos y
proselitistas, vamos, propio de un vulgar semema.
Luego se levantó y se fue,
dejándolo con la mandíbula un tanto desencajada.
Transcurrió algo así como
una semana, quizás dos, cada cual a su clase, sin más intercambio de palabras
que el saludo mínimo en los cruces de pasillo. Hasta que en uno de estos Paco
atajó a Luis, le cortó el paso con semblante turbio y le preguntó si después de
las clases tomaban una cerveza en el bar de enfrente. Luis accedió, aunque con
cierta indolencia, no se fuera a pensar el jefe que…
La cita cervecera tuvo sus
grados, más que de alcohol, de besugos al vapor.
Paco Gámez, la mirada
retraída en la copa de cerveza, lamentaba la vehemencia con que había intentado
implicar a Luis en sus proyectos, aunque añadió enseguida:
—Pero, coño, que me tildes
de proselitista y vulgar, comprenderás que duele.
Ahí levantó un poco el
rostro hacía Luis con un parpadeo vacilante, que éste acogió con una de esas
sonrisas que salen cáusticas por el lateral de la boca, acompañada de una
precisión:
—Date cuenta, de mis
palabras sólo te has fijado en los adjetivos más normalitos. Pero de los
actantes onomasiológicos y del semema, lo sustancial, ni al vuelo. Hombre, uno
no está aquí para simplezas con colegas de talla.
Encajó Paco, sin asomo de
réplica, con ayuda de un sorbito de cerveza, seguido de un jeje, vamos a dejar
eso. Le importaba retomar el asunto de la coordinación didáctica:
—Si yo conociera al menos
las claves de tu programación, adaptaría la mía —concedió con un acentillo de
falsete que le habría costado lo suyo ensayar antes de esta cita.
Entendió Luis que andaba como tanteándolo, que al jefe
le primaba evitar el descalabro del encuentro anterior al precio de… de una
programación. El pobre Paco se equivocaba de v a b. Como muestra del error,
recibió una nueva ráfaga:
—Mira —respondió Luis—, las personas que cambian según
qué, en función de o para que…, no, no es que no las soporte, es que me
fastidia que me consideren tan voluble como ellas. Y no es porque uno no lo sea
a veces, que puede ocurrir, lo admito, sino porque de entrada, sin motivos sólidos,
hala, tú como yo. Pues no.
Pero el colega respondón no se quedó ahí, allá que le
endilgó una teoría que le cuscurreaba por la base de datos de sus ironías:
—El buen docente debe ser capaz de llevar a la hilaridad
la seriedad de sus enseñanzas; eso sí, siempre y cuando los alumnos no participen
en la hipérbole, ni siquiera la presencien.
¿Volvió
a encajar Paco Gámez? Sí. ¿Recurrió a la cerveza? También. Pero esta vez no con
un sorbito, sino con un largo trago. Tras el cual cambió de registro. Se ve
que, en previsión de tal coyuntura, traía ahormada toda una
batería de reproches. Los menosprecios y tal de Luis al cargo de jefe del
Departamento, sus faltas de colaboración con la autoridad administrativa, más un
sinfín de tisquismiqueos que podrían conducir al interpelado a la cloaca
máxima:
—Qué te has creído.
Compréndelo, tómalo como obligación normativa. Toma esto —sacó un folio impreso—,
he pensado que esta encuesta nos puede servir para acercar posturas.
Rellénamela y ya vemos.
Luis se amuralló en la mirada
cejiforme y en la gramática en plan zumba:
—Compréndelo, tómalo,
rellénamela, ¿eres adicto al enclítico?
Paco atemperó su presión de
hombros de hombreras y preguntó con sonrisa medio acalambrada:
—¿Cómo?
—Sí, hombre, una adicción
manifiesta, diagnóstico meridiano. Algún impulso incontrolado te lleva a
soldar pronombres al verbo. Comprénde-looo, tóma-looo. ‘Lo’ enclítico, ¿no?
Pero es que en reee-lléna-meee-laaa, dos enclíticos y además el prefijo.
Jo, por poco dejas al verbo sin
respiración. Hala, ya tienes para indagar con tu singular método de
psicolingüística aplicada.
Paco Gámez, entre el
berrinche embridado y la turbación manifiesta, volvió a la copa y saboreó los
restos de cerveza, despacio, al tiempo que parecía degustar también su réplica:
—Ya veo lo tuyo, frivolizar.
Pues, vale, olvida la encuesta, pero quiero tu programación antes de una
semana, si no, atente a las consecuencias.
El rostro de Paco, su
postura, su hipertensión gestual, pundonor y épica.
Mientras, la sangre fría de
Luis volvía a fluir calentita por las arterias de las razones y su rima
genital:
—Tú te dedicas a explorar
distancias y consistencias, unidad de peso, medida y dimensión. Eso para un
rato puede servir, pero hasta que la báscula marca el veredicto. Nunca fue mi
fuerte lo banal, aunque reconozco que a veces me pierde; pero tú me lo pones
tan fácil. Siembras en asfalto, así me parece, lo siento. Eres incapaz de conjugar
en clase teoría científica y práctica comunicativa, llevar de la mano al
alumno desde la arbitrariedad del signo lingüístico a la eficacia expresiva
del epíteto. Con ese programar tuyo, o ‘curriculizar’ cuando se te dispara el
ego intelectual, con ese aprendizaje lúdico con el que tanto pavoneas, ¿qué
obtienes de los alumnos?, como mucho, unos fraseos léxicos preciosamente desgramaticalizados,
qué nivel; aunque no sé, igual los asimilas a la escritura automática de los
surrealistas. Pura farsa, lo tuyo, no lo de los surrealistas. Y lo peor de
todo, que me lo llevo reprimiendo casi desde el primer trimestre del curso
pasado, tu heroico argumento de aprobado para todos por aquello de que tiempo
tienen estos chicos para recibir golpes de la vida. No sólo es una falacia,
sino una trampa para ellos, y, si me apuras, un pretexto para no trabajar en
condiciones. Con esos presupuestos, tú y los que piensan como tú, les estáis
preparando el camino para que efectivamente la vida los golpee sin
misericordia, los dejáis inermes, sin fortaleza intelectual ni cultural para
superarlo.
Ahí se detuvo Luis, pero no
para observar los efectos de su descarga de ortigas, sino para apurar también él
su cerveza, y para contrarreplicar al folio de la encuesta con otro propio que entregó
a Paco, abracadabra, a la vez que ya de pie bruñía una voz imponente y
sardónico:
—Me voy, pero como alivio
para tu agónico escozor por mis enigmas, aquí tienes. Observa que, puestos a
fantasear, yo también... Con ello espero, impongo mejor, que no vuelvas a
hurgar en los lares de mis responsabilidades. Así que, cual vasallo de tu
jerarquía administrativa y converso mayúsculo y falaz a tus didácticas
conspicuas y silvestres, en este papel rindo como anticipo las líneas
conductuales de mi programación:
“Fumaremos esencias de sándalo entre las estructuras
del lenguaje. Escanciaremos néctar de pócimas en el cubil de Celestina.
Brindaremos con ella por la pasiones del Arcipreste, de doña Inés, de Ana
Ozores, de Pepe el Romano. Así rendiremos tributo a la oración copulativa.
Luego rociaremos las paredes del aula con rimas de poetas furtivos y relatos de
rosa y tormenta. Apagaremos la luz para observar en la oscuridad cómo
preposiciones y conjunciones zigzaguean luminiscentes tras los silbos de sustantivos,
verbos y adjetivos. Después volveremos al claror con la lluvia mansa, sutil y
fecunda de adverbiales sobre nuestros ingenios. Y el último día de curso,
cuando ya termine la larga noche de los boletines de notas, danzaremos su
aliento en torno a una gran hoguera de libros y apuntes, hasta el opio del
amanecer”.