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miércoles, 23 de mayo de 2012


DECLARACIÓN DE INTENCIONES

Y regreso. La integridad. Recargar la identidad. Desde el olvido. Para volver de nuevo acorazado. Un escaparate de lluvia sin tregua, de vida sin arco iris.
Llovía como en cada tarde de otoño, como en todas las tardes de los trescientos sesenta y cinco días del otoño. Nunca hubo vida en otoño hasta que la playa se desbordó aquel verano. Mejor dicho, el mar se desbordó a la altura de la playa, justamente en el recodo de la playa nudista, siete kilómetros de adanes, evas, abeles, caínes y algún que otro infiltrado, enjam­bre de presumible raza maldita en posición tendido prono a la parri­lla. Nunca el otoño volvió a ser igual después de aquella espe­luznante ba­rrida.
      Llovía como en cualquier rincón del mundo, llovía para abajo, como en Camándula (España): bien claro me lo dejaron mis padres, mis abuelos y todos los antepasados de los abuelos de mis abuelos hasta el enésimo grado de consanguinidad. A todos los quise en vida, los quiero en muerte, los querré en vida de la muerte, seguro. Porque para eso me educaron, lo demás es anecdótico o puramente racional. Por eso llovía siempre y para abajo.
      Por eso decidí regresar para irme.
      En mitad de la lluvia del camino hice tres cortes de manga, ¿o fueron cinco?, a los deudos y allegados que había abandonado atrás en la deriva de sus vanaglorias. Allí quedaban, reptiles de pisotón, extremida­des de rana, alas de mosquito. Luego, macerado el tuétano de mis reconco­mios, encendí una hoguera-maldita-madre incapaz de diluir la lluvia en gotas de rocío. ¡Ah, Rocío, cómo recuerdo tus pómulos salientes contra la arena de la playa!
      Llovía tanto que eludí cornisas con nidos de golondrinas, sorteé toldos-grandes-rebajas y desprecié los más variopintos paraguas que acudían solícitos a mi encuen­tro como manos oferentes. ¡Joder!, no, no... de­masia­do... metaexplícito..., ¡córcholis!, quería mojar­me hasta la extenua­ción, empaparme del gris natural de tus ojos, del negro amazacotado de tus pestañas posti­zas, del rojo cobalto de tus labios africanos, de tus andares puntiagudos y de tus tetas del mismo tipo.
      Sin embargo me cobijé en un portal, me acurruqué en un portal, me anonadé en un portal, esperando una ruptura de la solidaridad de las nubes del cielo, eso, del cielo. Aunque en realidad semejante actitud no podía resultar más esperpéntica, chocante e hipocondríaca, porque el agua me había llegado ya a la tras­tienda del ombligo. Entonces pasaste tú, eras tú, copiosa­mente tú, ¡jo!
      Pero a aquellos marmotas de playa que arañaron mi vida, relicarios de perogrullo, funcio­narios de capa y espada y demás miserables lindezas, a ésos ni el pan ni la sal ni los cien duros de los sábados por la tarde para el café en silla de plástico blanco de la terraza en vía pública cortada al tráfico.
      Llovía en el trópico, en el trópico de cáncer, tanto como en el trópico de capricornio. A ver, repite, trópico de cáncer, trópico de capricornio. Todavía no has bebido demasiado. Era una lluvia que daba gusto, indigesta sólo a los postres, cuando irremediablemente llegaba el momento de irse de casa del amigo que te había invitado a cenar y mani­festaba clarísimamente con descarado disimulo que en fin, que ya era hora.
      Me despedí con saludos de inefable malversación de sentimientos, con prorrateo de palabras acartonadas. Trópico de crapicronio, de capri­cro... capi...capri... Y a la vuelta de la esquina llovía con la misma intensi­dad de la meada de un borra­cho, con la misma fortaleza.
      Con tanta lluvia el mar ya no cabía dentro de sí. El mar al límite de sus posibilidades. Por eso se desnu­dó —¿a qué viene provocación tan ramplo­na y vul­gar?—, perdón, se desbordó. Se desbordó, se desbordó, por la playa nudista.
      Sonaron, retemblaron, se estremecieron unas campanas duras, recias, serias, mayestá­ticas. Los nudistas corrieron, corrieron, corrieron con el pavor del pecado al abordaje. Las mujeres sujetándose las tetas con una mano, no por taparlas como Eva; y con la otra bien remaban el aire bien pudorizaban el pubis, o sea, la emplazaban sobre las ingles, ahora sí como Eva, o sea, se tapaban el chocho (arriesgada precisión posiblemente innecesaria y seguramente chabacana). Y los hombres, los hombres... ojú, qué espantoso ridículo: también corrían, claro, pero uniformemente, como si ejecutaran el paso ligero marcado por un cornetín de órdenes —ta-ta-ta-ta-TA-ta-TA-ta, ta-ta-ta-TA-ta-ta-TA, y así—, con la mirada aver­gonzada mientras intentaban remangarse el pito, y digo bien, el pito, no pene, no polla, sólo pito.
      Cuando vinieron a llorarme cocodrilo en su jugo, les planché todos los insectos de la cabeza hasta que quedaron definitivamente descerebra­dos, y tuvieron que apuntalar frente, ojos, orejas, nariz, boca y barba con andamios de aluminosis.
      Cómo no regresar, hermano, ante tanta innovación.
En fin, llovía como una tarde de domingo de mogollón deportivo por la tarde, por la tarde-noche, en el crepúsculo —¡oh poema!: El Crepúscu­lo (lo escribiré)—, cuando los gatos son pardos, y los pardos están bajo los canalones refrescando los bigotes de la semana inmediata.
      Y si ponemos la tenue luz de un farol taciturno, tenemos todo un decorado digno de concienzudo examen, una introspección analítica de primera instan­cia, segunda magnitud, tercera fase y cuarto jinete del Apocalipsis.
Integridad, identidad. Para volver de nuevo acorazado. Desde el olvido. El arco iris no puede esperar.