DECLARACIÓN DE
INTENCIONES
Y regreso. La integridad. Recargar la identidad. Desde
el olvido. Para volver de nuevo acorazado. Un escaparate de lluvia sin tregua,
de vida sin arco iris.
Llovía como en cada tarde de otoño, como en todas las
tardes de los trescientos sesenta y cinco días del otoño. Nunca hubo vida en
otoño hasta que la playa se desbordó aquel verano. Mejor dicho, el mar se
desbordó a la altura de la playa, justamente en el recodo de la playa nudista,
siete kilómetros de adanes, evas, abeles, caínes y algún que otro infiltrado,
enjambre de presumible raza maldita en posición tendido prono a la parrilla.
Nunca el otoño volvió a ser igual después de aquella espeluznante barrida.
Llovía como
en cualquier rincón del mundo, llovía para abajo, como en Camándula (España):
bien claro me lo dejaron mis padres, mis abuelos y todos los antepasados de los
abuelos de mis abuelos hasta el enésimo grado de consanguinidad. A todos los
quise en vida, los quiero en muerte, los querré en vida de la muerte, seguro.
Porque para eso me educaron, lo demás es anecdótico o puramente racional. Por
eso llovía siempre y para abajo.
Por eso
decidí regresar para irme.
En mitad de
la lluvia del camino hice tres cortes de manga, ¿o fueron cinco?, a los deudos
y allegados que había abandonado atrás en la deriva de sus vanaglorias. Allí
quedaban, reptiles de pisotón, extremidades de rana, alas de mosquito. Luego,
macerado el tuétano de mis reconcomios, encendí una hoguera-maldita-madre
incapaz de diluir la lluvia en gotas de rocío. ¡Ah, Rocío, cómo recuerdo tus
pómulos salientes contra la arena de la playa!
Llovía tanto
que eludí cornisas con nidos de golondrinas, sorteé toldos-grandes-rebajas y
desprecié los más variopintos paraguas que acudían solícitos a mi encuentro
como manos oferentes. ¡Joder!, no, no... demasiado... metaexplícito..., ¡córcholis!, quería mojarme hasta la
extenuación, empaparme del gris natural de tus ojos, del negro amazacotado de
tus pestañas postizas, del rojo cobalto de tus labios africanos, de tus
andares puntiagudos y de tus tetas del mismo tipo.
Sin embargo
me cobijé en un portal, me acurruqué en un portal, me anonadé en un portal,
esperando una ruptura de la solidaridad de las nubes del cielo, eso, del cielo.
Aunque en realidad semejante actitud no podía resultar más esperpéntica,
chocante e hipocondríaca, porque el agua me había llegado ya a la trastienda
del ombligo. Entonces pasaste tú, eras tú, copiosamente tú, ¡jo!
Pero a
aquellos marmotas de playa que arañaron mi vida, relicarios de perogrullo,
funcionarios de capa y espada y demás miserables lindezas, a ésos ni el pan ni
la sal ni los cien duros de los sábados por la tarde para el café en silla de
plástico blanco de la terraza en vía pública cortada al tráfico.
Llovía en el
trópico, en el trópico de cáncer, tanto como en el trópico de capricornio. A
ver, repite, trópico de cáncer, trópico de capricornio. Todavía no has bebido
demasiado. Era una lluvia que daba gusto, indigesta sólo a los postres, cuando
irremediablemente llegaba el momento de irse de casa del amigo que te había
invitado a cenar y manifestaba clarísimamente con descarado disimulo que en
fin, que ya era hora.
Me despedí
con saludos de inefable malversación de sentimientos, con prorrateo de palabras
acartonadas. Trópico de crapicronio, de capricro... capi...capri... Y a la
vuelta de la esquina llovía con la misma intensidad de la meada de un borracho,
con la misma fortaleza.
Con tanta
lluvia el mar ya no cabía dentro de sí. El mar al límite de sus posibilidades.
Por eso se desnudó —¿a qué viene provocación tan ramplona y vulgar?—,
perdón, se desbordó. Se desbordó, se desbordó, por la playa nudista.
Sonaron,
retemblaron, se estremecieron unas campanas duras, recias, serias, mayestáticas.
Los nudistas corrieron, corrieron, corrieron con el pavor del pecado al
abordaje. Las mujeres sujetándose las tetas con una mano, no por taparlas como
Eva; y con la otra bien remaban el aire bien pudorizaban el pubis, o sea, la
emplazaban sobre las ingles, ahora sí como Eva, o sea, se tapaban el chocho
(arriesgada precisión posiblemente innecesaria y seguramente chabacana). Y los
hombres, los hombres... ojú, qué espantoso ridículo: también corrían, claro,
pero uniformemente, como si ejecutaran el paso ligero marcado por un cornetín
de órdenes —ta-ta-ta-ta-TA-ta-TA-ta, ta-ta-ta-TA-ta-ta-TA, y así—, con la
mirada avergonzada mientras intentaban remangarse el pito, y digo bien, el
pito, no pene, no polla, sólo pito.
Cuando
vinieron a llorarme cocodrilo en su jugo, les planché todos los insectos de la
cabeza hasta que quedaron definitivamente descerebrados, y tuvieron que
apuntalar frente, ojos, orejas, nariz, boca y barba con andamios de aluminosis.
Cómo no
regresar, hermano, ante tanta innovación.
En fin, llovía como una tarde de domingo de mogollón
deportivo por la tarde, por la tarde-noche, en el crepúsculo —¡oh poema!: El Crepúsculo (lo escribiré)—, cuando
los gatos son pardos, y los pardos están bajo los canalones refrescando los
bigotes de la semana inmediata.
Y si ponemos
la tenue luz de un farol taciturno, tenemos todo un decorado digno de
concienzudo examen, una introspección analítica de primera instancia, segunda
magnitud, tercera fase y cuarto jinete del Apocalipsis.
Integridad, identidad. Para volver de nuevo acorazado.
Desde el olvido. El arco iris no puede esperar.