MIS HORAS CANÓNICAS (II)
LAUDES
(Al
amanecer)
Si canta el gallo y un eco kikirikero
se multiplica y expande por granjas de cafés
y souvenirs desde la cresta de la torre Eiffel hasta las quimeras de
Notre-Dame, despierto en París. Si relampaguea una moto bramando adrenalina, en
mi barrio.
Del contraste me nacieron ideas
luminosas que diluyeron legañas y espabilaron recuerdos de blanco satén que me
adormecían, argucias de la paradoja.
Salta el despertador de la radio y una
voz dodecafónica (así me lo parecía) impele, acusa, tironea: huye de la
almohada, es de día. Pero los ojos culebrean y sólo un hilillo mortecino se
cuela por la persiana. Reniego, cabezadas hacia izquierda y derecha, una y otra
vez. Claudico inmóvil, párpados boca arriba, mirada en la oscuridad del tiempo.
Aoristo, Élisa, desaté. Griego clásico,
siempre viene a soliviantar mis plácidos nirvanas, menudos recursos
proporcionaba. Élisa… Sus mejillas
chispeaban cuando le cambiaba el aumento por la reduplicación y la trasladaba de
tema. Lélika, perfecto, he desatado. Pero sobre todo, si la despojaba del
aumento, la dejaba Lisa y llanamente…
No, no, evocar devociones pretéritas es
síntoma de debilidad. Además, la voz de caligrafía radiofónica irrumpe de
nuevo.
Me levanto, enciendo el espejo del baño
y me foguean rostros intemporales, deshilvanados. Un bigote negro para sonrisa
de tahúr, una ceja levadiza, una barba tempestuosa de lobo marino, el alabeo de
una cabellera cobriza, párpados titilando, una sonrisa al óleo y una cara de…
¡coño, ese soy yo!
- ¿Te hago una pregunta imprudente?, de
hermano.
- Ya estamos, la clásica preguntita
cobardona al espejo. Ni hablar. ¡Joder con la escuela que ha creado la
madrastra de Blancanieves! Se me eriza el mercurio cada vez que me venís con
vuestros egos traumatizados.
- Pero si es como hermano.
- ¡Venga ya! La sinceridad absoluta es
una burda grosería, y yo no sé disimular. ¿Qué esperas?
Odio los espejos respondones. Y huyo hacia
el primer café en la cocina. Lo tomo con ansias de olvido. No sé por qué tengo
prisa, pero la tengo. Al balcón, me digo, al balcón. Corro a por la bata de
seda, de percal, de poliéster, de poliuretano, de qué sé yo. Levanto la
persiana, las manos en trance nervioso, y salgo, estampida de dos pasos dos
segundos. Me agarro trémulo a la baranda y levanto la mirada. Los ojos, con
mesura y prevención, trazan un barrido panorámico.
Un claror azulea por encima de tejados y terrazas y acaricia los gallos
de viento de los campanarios. Todavía la luna se resiste a languidecer y aún quedan
minúsculas estrellas renuentes. La soledad se despereza y va encendiendo
lucecitas por ventanas y balcones. El silencio brujulea entre pasos apresurados
y alguna que otra salmodia de motor prudente. Emoción de pulmones henchidos.
Prodigio de equilibrio y armonía. El alma urbana en remanso, pero comienza
a despertar. Oremos.