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martes, 19 de mayo de 2015

EL POETA ATRIBULADO

   Como cada mañana, el poeta ha emergido de las sábanas albas al alba, pero hoy un tanto lacerado. Desde días atrás, viene padeciendo un cierto calvario atrabiliario que le lastima los paladares. Siente lábil su inspiración. Pero no le coartan los ritos, no, nunca. Los ritos son la savia del sabio, antídoto contra la pesadumbre. Desayuno americano, aunque avive el fragor de sus desconsuelos. Y luego, los consuelos y abluciones en el fiel y hospitalario cubil de los aseos.
   Calzoncillos de nailon, calcetines de nailon y diez minutos ante el armario de par en par, para decidirse finalmente, en la liturgia de sus afanes, por pantalones vaqueros y camisa de cuadros con poemas y poemas a sus espaldas. Zapatos negros de charol, extravagancia para los mortales, pero imponderable tributo al rito.
   Abandona el hogar, la mochila de piel lánguida sobre el hombro izquierdo, con el cuaderno, el bolígrafo de su lira y otros accesorios irrelevantes, como el dni, el monedero y tal.
   El sol ya clarea tenue por las aceras. Y el poeta retoma el cotidiano itinerario de su estro. La mirada vigilosa y cálida, aunque pálida y remisa por el pesar adventicio. Andares calmos y espigados, con un ligero balanceo de hombros como esquivando vientos adversos.
   Llegado al parquecillo de sus albores, toma asiento pausado en el resignado banco de hierro que diariamente acoge sus recias espaldas y enjutas posaderas. Enfrente, sobre la fronda primaveral de las acacias, un pajarillo indefinido y eréctil indaga, nervio en el pico, los puntos cardinales de la mañana. Es el comienzo, un tintineo íntimo enciende la pupila del poeta, que espabila dúctil. Los sentidos evocan el frescor cálido de un lejano amanecer con jilguerillos melodiando abrazos obscenos bajo el enramado de las madreselvas de un jardín acotado al común de los mortales por arrogantes verjas de cheques en hierro fundido. Y el recuerdo vivaquea vívido y bífido hasta que irrumpe una nueva punzada del desabrido alfiler de su turbación.
   El poeta retira la mirada, abre la mochila, coge el cuaderno y el bolígrafo de su lira y anota a pesar del pesar adventicio.
   Bajo de plaquetas hipnóticas, se levanta y abandona el remanso entre compungido, indeciso y cónico. Condensa el entrecejo, otea destinos donde enjugar las tribulaciones que el pesar adventicio le embarga los últimos días, la última vigilia, las primeras horas de este día opaco. Aun cariherido, un numen tironea hacia la senda bucólica. Aviva el andar, como si lo aguardara el oasis catártico. Sobrepasa el limes de la ciudad, zigzaguea por veredas ascendentes de musgo lozano y meloso, sortea pedregales cetrinos, hasta la sombra de un nogal, su nogal, el nogal de su último laurel. A su sombra se sienta. Peregrino de la musa, alivio de la adversidad. Eco de efemérides, juegos florales, el poema premiado, aplausos y diploma sin par. En lontananza, colmena de hormigones y rayajos de alquitrán moteados de manchurrones móviles, la civilización. Promisor y nocivo espejismo de contrastes, deshilachado por efecto de una conspiración pulposa y contrasensorial.
   El poeta retira la mirada, abre la mochila, coge el cuaderno y el bolígrafo de su lira y anota a pesar del pesar adventicio.
   El ánimo cuarteado, atiende, sin embargo, al caracoleo de una intuición y cede. Se yergue, un barrido de perspectiva hacia las brumas de la ciudad, y decisión, vacilante pero con destino preciso y tentador. Retoma el sendero de vuelta, cuerpo ligero, pisadas firmes, recias. Vadea por los aledaños de la urbe vanidosa, regalada de diseños y arquitecturas, hasta el lugar escueto y agreste donde acude en sus días aciagos, el extremo brusco y enigmático de la muralla romana. Vestigios milenarios decrépitos, desahuciados, en las afueras de las pesquisas arqueológicas, de las urnas conserveras de metacrilato y de los folletos turísticos. Se acoda como en otras ocasiones sobre el último escalón de los despojos, las manos sujetando las mandíbulas de sus desafueros, los párpados entornados hacia la civilización de allá y la congoja de acá. Rumía enlaces quiméricos con su Ovidio de cabecera, pero lo siente distante, mudo.
   El poeta retira la mirada, abre la mochila, coge el cuaderno y el bolígrafo de su lira y anota a pesar del pesar adventicio.
   La evidencia, el desasosiego le socava el venero de su poesía. Traviesos duendecillos sugieren probar cobijo más propicio al soplo del plectro. Renuente, la esperanza dispersa, encamina la búsqueda hacia los pilares de la ciudad. Los pasos avanzan entre un rumor de titubeos, cual reflejo de la emoción que lo conturba. Al poco un pensamiento lo detiene, activa la mirada hacia algún señuelo de la memoria. Traza una diagonal con los ojos avizor y por ella desvía el rumbo. Transita por calles y alguna avenida sin ponderar bullicios o silencios, más pendiente de sus anhelos heridos por el pesar adventicio, que no solo no cesa sino que parece incrementar su odiosa punzada. Hasta alcanzar el pretil de su dilecto y mítico puente. Catalizador de su primera y más reputada oda, A las olas del alma. Metáforas, sinestesias, anástrofes, hipotiposis…, aurífera mixtura de figuras retóricas ahormadas en metro vibrante. Apoyado ahora el cuerpo sobre la misma piedra, la mente en el recuerdo, pugna un vaho estancado y seco.
   El poeta retira la mirada, abre la mochila, coge el cuaderno y el bolígrafo de su lira y anota a pesar del pesar adventicio.
   Pero no desfallece. Un delirio piloso replica ante la ingratitud. El ánimo desbocado arracima razones y levanta la compuerta del nervio urbano. Premuras arcanas lo impelen. Bullen las furias. Minutos alados lo transportan al bulevar, allí donde todo ocio, comercio e impostura tienen su asiento. Y se sienta, en una terraza-cafetería para desocupados, comisionistas, provincianos y contemplativos. Una cerveza, confía en que le amortigüe el pesar adventicio, o al menos que paralice su avance dañino. Espera desesperante. Dique atascado, imágenes bruñidas que el dolor enquistado troca en inanes. Ni las musas, ni los hados, ni lares ni penates reverberan en su auxilio. Sólo un cosmos de perplejidad, que lo sume en dilemas y vagos hedonismos.
   El poeta retira la mirada, abre la mochila, coge el cuaderno y el bolígrafo de su lira y anota a pesar del pesar adventicio.
   Alanceado, decadente, metamorfoseado, desnutrido, o algo así o a la vez, marcha con andares derrengados hacia el hogar. Llega y se refugia desolado en su caro reducto, allí donde transcribe su pasión lírica a versos infusos y certeros. Sus retinas alean por las estanterías donde reposan los libros de su semilla, Jorge, Garcilaso, Francisco, Luis, Rosalía, Gustavo Adolfo, Antonio, Federico, Miguel, Dámaso, Pere, Leopoldo María, Luis Antonio… De la visión escapa una súplica de clemencia, la cerviz reclina bochornos ante los vates de su ingenio, y un rubor creciente aflora por sus mejillas, donde irradia persistente el origen de su mal.
   El poeta retira la mirada, abre la mochila, coge el cuaderno y el bolígrafo de su lira y anota por enésima vez a pesar del pesar adventicio:
   ¡Puta caries!