Hace tres años
cumplí los cincuenta y murió mi madre. Siempre he vivido con mi madre. Bueno,
con mi padre también, hasta que lo fulminó un infarto cuando aún me debatía en
los quebraderos de la primera madurez.
Pero sí, siempre estuve arrullado
por continuos desvelos maternos. Aunque no como clásico hijo único, ni como
clásico hijo menor. Soy el tercero de cuatro hermanos varones.
Ni qué decir que la explicación
existe, razonada y razonable.
Mi padre tenía un negocio de
desguace de automóviles, considerable y próspero. Contaba con unos ocho o diez
empleados, que incluso a veces no alcanzaban a cubrir eficazmente todo el
trabajo. Pero cuando falleció, el negocio siguió el mismo camino del patrón.
Claro, alguien se preguntará -de
hecho más de uno se lo preguntó entonces- por qué alguno de los hijos, por lo
menos uno de los cuatro, no continuó con el negocio, o la misma la madre, o
ella con el apoyo o en comandita familiar. Sobre todo, con réditos tan
halagüeños.
Los motivos son los que son, por más
que mentes cabalísticas y crematísticas se empeñen en hurgar.
Mi madre era la reina de la casa.
Pero no por arcano tópico o eufemismo machista. No. Me admiraba el trato que le
profesaba mi padre, sus sentimientos, su proceder, el compromiso, la ternura,
el respeto, la veneración y hasta lo poco que yo acertaba a intuir de pulsión
sexual. Superaban cualquier otra historia de amor que me llegara por la vida o
por la literatura. Conste que soy un gran lector, puedo demostrarlo, y lo voy a
hacer.
Así pues, mi madre solo conocía del
negocio los suculentos beneficios que reportaba a la hacienda familiar, que
ella administraba con equilibrio,
solvencia y sus gotitas de dispendio y creatividad. Pero poco más.
Mis
hermanos. El mayor, Francisco José, de mente despierta y proactiva, se deslomó
curso a curso, machaque a machaque, para alcanzar el rango de ingeniero
industrial, y al poco, ejecutivo de una multinacional de reciclaje de residuos
sólidos urbanos. El segundo, Juan Manuel, cartesiano y oportunista, picoteó más
por las relaciones sociales que por los estudios; pero, cuando esgrimió
currículo empresarial paterno y carnet de partido, se encumbró en la dirección
de una empresa pública de infraestructuras. El menor, Antonio Ángel, avispado y
subterráneo, dosificó iniciativas, moldeó expectativas, hasta que a finales de
adolescencia, dos meses después de la muerte del padre, en la mismísima cola
para matricularse en Veterinaria lo deslumbró el amor en forma de braguetazo,
un bellezón de su edad heredera de nosecuántos establos de cuadra caballar.
De
modo que mis tres hermanos, aun conscientes y profundamente agradecidos -de
verdad, profundamente- a la trascendencia en sus vidas de la empresa paterna,
cada cual con sus razones, declinaron asumir el negocio tras el luctuoso
evento. Principalmente coincidían en que un desguace, por lucrativo que fuera,
no se adecuaba a su status, sus status.
En
cuanto a mí, siempre fui un negado para la industria en general y la
consiguiente administración de empresas, y en este particular, para sopesar el
valor de un capó arrugado, una llanta medio enmohecida, un retrovisor arañado,
un chasis reutilizable, un carburante de quizás-quizás, una válvula en
condiciones aceptables, una caja de cambios para cambiarla entera, cables de
circuitos y tantísimas oportunidades como le escuchaba a mi padre cuando le
llegaba un comprador de regate o un vendedor lloroso. Todo lo tocante a aquella
técnica o tecnología, sus productos, aplicaciones y posibilidades de rehabilitación
me repelía. Incluso a veces me causaba algún que otro recelo de orden moral, un
indeterminado escozor de espíritu sobre el que nunca me atreví a indagar. El
negocio era de mi padre, y mi padre siempre fue mi padre. Pero la panorámica de
aquel inmenso cercado de coches desvencijados, o verlos llegar derrotados,
humillosos, desalmados, inútiles sobre la grúa patibularia me producía
pesadumbre, lástima, grima, no sé, como si reflejaran las miserias de la
condición humana.
Seguramente
esta sensibilidad mía ya me venía integrada en algunos cromosomas de estos que
dicen, aunque desde luego fue educada y potenciada desde mi nacimiento.
Mi madre, de carácter proclive a la
ensoñación, propuso, y mi padre aceptó con devoción, orientar mi dinámica vital
hacia las ciencias del espíritu. Pero como aquello quedaba algo etéreo, pronto
resolvieron la vía de la literatura como la más adecuada y honorable.
Así pues, desde el mismísimo
ma-me-mi-mo-mu pusieron toda la carne en el asador, quiero decir, libros…,
bueno, en el asador no…, me estoy liando… O sea, en cuanto mi capacidad lectora
tomó asiento, fueron llegando a mi cuarto Los tres cerditos, Cenicienta, El
gato con botas, Caperucita y su lobo, Pulgarcito, Blancanieves con sus
enanitos, Alí Babá con cuarenta ladrones, la gallina de los huevos de oro, Juan
Sinmiedo, la lechera y tantos cuantos cuentos. Y llegaron para quedarse y, lo
más traumático para mí entonces, para sumirme en un mundo mágico pero
controvertido. Oscuros resortes de la paradoja que siempre desembocan en magia,
perplejidad o frustración.
No
sabría precisar en qué vector situarme. Buena parte de aquellos relatos
suscitaba una especie de medrosa carcoma en alguna franja de mi entendimiento,
resultado del permanente contraste ficción-realidad. Lo que más, me tiré un mes
con los cinco sentidos pendientes de los huevos que ponían las gallinas, con la
ansiedad de descubrir el de oro, uno, por lo menos uno, reporfavor. Y nada. Con
la ilusión hirviendo no me quedó otra que recurrir a mi madre. Ella, avisada,
prudente y culta, fue desbrozando coordenadas, paralelismos y alegorías hasta
la disección final indolora y sentenciosa. Tan docta intervención me relajó el
espíritu y avivó las entendederas. Hasta el punto de que con ocho años
descubrir que los Reyes son los padres, bah, era de cajón.
También
aquella conversación materno-filial de huevos, sus proteínas y sus símbolos
produjo en mí un efecto colateral, me inoculó la predisposición a relativizar.
Lo he descifrado al cabo de los años, un día de estos que te levantas
meditabundo y te preguntas ¿de dónde me viene? Analizas hacia atrás, más atrás,
mucho más atrás, y de pronto, ah, desde entonces, desde aquella gallina
psicomaleable.
Bien
es verdad que semejante huevo de fantasía no mermó mi interés, inquietud,
curiosidad o vaya usted a saber qué por la ficción, por las otras realidades
que me ofrecía la literatura. Un canto de sirena -¿de gallina?- brujo, con el
que he convivido felizmente hasta ahora.
La
literatura me ha dado todo, medio, sostén, inteligencia, fantasía, cercanía y
distancia, panorámica y esencia, amor y desdén, humor, crítica, ocio, muchísimo
ocio, y últimamente algún que otro sobresalto emocional personalísimo; en
resumidas cuentas, la práctica totalidad del poliedro humano.
Lo
primero que recibí de ella fue independencia económica; como lector, no como
escritor. Desde los primeros momentos
hasta el día de hoy. Un efecto sobrevenido, pero determinante para mi peripecia
vital. Gracias a aquel empeño de mis padres por iniciarme en el conocimiento y
gozo de la literatura.
Parece
extraño y hasta increíble, vivir de leer, o de haber leído. Cuando menos, se te
dispara la cara de escéptico. Pero en mi caso tiene su lógica.
Como
queda dicho, el negocio paterno presentaba tal cuadro macroeconómico que
proporcionaba una microeconomía familiar más que saneada. Razón por la cual me
exoneraron de plantearme futuro laboral alguno. Algo así como no te preocupes
de un trabajo para el día de mañana y céntrate en disfrutar de la literatura,
¿para toda la vida?, que sí, que sí, que no te preocupes, ya lo entenderás.
No me
libraron de la escuela y el instituto, imprescindibles colaboradores necesarios
de apoyo al camino emprendido. Pero no cabía duda de sus intenciones: ya
durante esta etapa de aulas me encomendaron a un preceptor. ¿Un preceptor?,
pregunté sorprendido cuando me lo anunciaron. Solo había tropezado con esta
figura docente en mis lecturas de clásicos. ¿Cómo de pronto saltaba a la
actualidad desde siglos atrás, y de la ficción a la realidad, a mi realidad? Me
sonaba a trasnochado, claro. Pero mis padres se empeñaron. Mi madre había leído
mucho de eso.
Así
que me pusieron al cuidado dialéctico de don Fermín, un profesor de universidad
jubilado, amigo de la familia por circunstancias que se me escapan. No se
trataba de clases particulares al uso, sino de un auténtico preceptor, en el
sentido más decimonónico del término, aunque con exclusiva dedicación al mundo
literario. Nuestros encuentros no se sucedían con periodicidad metódica ni
reglada. Al principio, cada mes o mes y medio. Después se fueron espaciando, a
medida que él ponderaba mis avances y decidía ir soltando hilo. Yo me aficioné
enseguida, y aguardaba cada cita con entusiasmo y expectación. No eran clases, ya digo, sino charlas que se prolongaban
a lo largo de toda una tarde, donde yo contrastaba las conclusiones sobre mis
lecturas con sus criterios, y él me orientaba, sugería, proponía, con esa
bonanza inteligente y maestra que sólo se alcanza con la edad.
Hacia
el final del bachillerato, consideró que poco más podía aportar a mi inmersión
en la literatura, y dejó de acudir a casa.
-Necesitas
volar solo y ligero, y aunque mucho te he ayudado, posiblemente me convierta en
rémora para ti desde ahora -me dijo con su voz templada y magnánima.
Pero yo, en cuanto acertaba con el pretexto,
dos meses, tres meses, acudía a visitarlo. Conversaciones ágiles, sutiles,
livianas o densas, agudas o circunflejas, temáticas o de partida de ajedrez.
Don Fermín desplegaba tal lucidez que mi admiración apenas reparaba en incisos,
esporádicos lamentos sobre las penurias -así lo llamaba- de su cuerpo. Hasta
que esas penurias le apagaron también la mente; y su hijo, con cuya familia
vivía y lo cuidaba, me negó cariñosamente la entrada. Durante el funeral, poco después,
fue cuando asumí su dictado y verdaderamente comencé a volar solo y ligero.
Para
entonces mis padres y don Fermín habían materializado sus ilusiones. Heme aquí
lector empedernido de todo tipo de literatura, sin más oficio ni beneficio, ni
menos. Ni otra preocupación para el futuro inmediato ni remoto, por lo menos en
cuanto a cuestiones económicas. Mis padres, con la justificación de ser el
único hijo al que no habían sufragado gastos de estudios, habían abierto dos
cuentas a mi nombre de forma un tanto discrecional, es decir, con el
desconocimiento de mis hermanos. Una para mis gastos corrientes, y otra de
plazo fijo con vistas al largo plazo, de la cual no tuve conocimiento hasta que
murió mi padre. Para entonces sólo quedaba yo bajo el techo de la casa
familiar, y a mi madre, seguramente temerosa de la soledad, le faltó tiempo
para ponerme al tanto. La cantidad era más que sustanciosa, porque, según me
confesó, además de los ingresos periódicos que hacía mi padre, ella también me
allegaba lo suyo en cuanto arracimaba una buena masita de su administración
doméstica.
Por
si fuera poco -que era muchísimo- también me correspondió un buen pico de la
herencia paterna, procedente principalmente del traspaso y venta del negocio de
desguace. Aquí sí, aquí hubo que repartir de acuerdo con la ley, porque mis
hermanos habían renunciado a continuar con el negocio paterno, como he dicho,
pero, claro, no a los beneficios de su liquidación. Encima, mi madre, una vez
cobrada su parte -la mitad, ya se sabe-, también la ingresó completa en mi
cuenta. Me aseguraba que ella tenía de sobra con la pensión de viudedad y con
un plan de pensiones que tenía suscrito con mi padre.
Y
más. Mientras vivió mi madre, como permanecí a su lado, no consintió que mis gastos corrientes corrieran
de mi cuenta.
Mi
madre era lo que se suele llamar una mujer de carácter, sólida y desenvuelta,
pero también de una sensibilidad intelectual exquisita, permeable y mesurada, a
pesar de carecer de estudios titulados. El maniobreo empresarial del marido, de
dudosa ética en algún caso, no lo desconocía, porqué él nunca escatimó
sinceridades. Pero ella eludía pronunciarse y enjugaba sus zozobras con
acendradas incursiones en la ficción literaria. El mismo camino en el que ella
me había iniciado y que nutrió nuestra relación más allá de la habitual
materno-filial.
Así pues, cuando me abandonó su último
suspiro, me encontré con una afortunada fortuna y una desolada soledad.
Anduve
unos meses un tanto noqueado, cerebriagarrotado, entre cábalas y esbozos de futuro.
El dinero me daba seguridad, la literatura profundidad, pero había más horas y
días, todos los días por delante.