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lunes, 20 de marzo de 2017

LIBROS, DINERO (2)



Hasta que una mañana de estas en que te levantas sobrado fui al encuentro de la ficción, sentí que me cortejaba, que seducía mi realidad, que la acariciaba para trasplantarla a sus mundos literarios y hacer de mi uno de sus personajes, o varios. Transformarme en protagonista de distintos contextos y situaciones. Encubrir mi yo real bajo los guarismos de otra personalidad, a la carta, según me apeteciera, conforme reclamaran mis linfas y musas de la transgresión.

Tan necesitado me encontraba de aferrarme a un velamen con visos de mar abierta. Y vinculado como fuera a la literatura, tanto mejor. Unas semanas de introspección, pocas: tanteo, contraste, aventura, límites. No tardé en convencerme.

Me zureaba la idea de salir de mi identidad e interpretar en la vida real un rol novelesco. En principio, y por contrariar mi natural optimista, me incliné por embozarme bajo la piel de algún tipo de desahuciado. Se me ocurrieron imposturas con pinceladas de originalidad, pero bastante elementales para mi gusto, no acababan de satisfacerme. Así, he actuado de comercial misántropo, inversionista obtuso, engreído con cascos-orejeras, hipocondríaco recalcitrante, solicitante de afiliación a partidos políticos, cornudo penitente, gregario cum laude de la cola del paro, echador de currículos, figurante de televisión… Y sí, los pronósticos no defraudaban, conseguía recibir el trato propio de un apestado. Pero, digamos que trazaba cada simulación desde un pesimismo pasivo, de ahí mi insatisfacción, cercana ya a la renuncia.

Bueno, en lo de cornudo penitente, ni eso; apenas coló. Parece que se me notaba enseguida mi nivel cero en relaciones de pareja. A las preguntas que me hacían, por supuesto morbosas todas ellas, mis respuestas se acogían principalmente a Bocaccio y a Alberto Moravia, y no, no convencían.

Pero, con el aguijón de una última tentativa, decidí cambiar de carril, probar con un pesimismo netamente activo, e interactivo según la coyuntura, incluso hiperactivo si el guión lo exigía. Nada mejor se me ocurrió que mimetizarme en mendigo peculiar.

Aunque no fue inmediato. Hube de aguardar un tiempo, hasta conseguir una barba rala y zarrapastrosa (ya había ensayado lo de la barba postiza en incursiones anteriores, y se me había hecho insufrible). También me sirvió el impasse para urdir tácticas, plan A, plan B, y en este plan.

La realización del boceto no sólo cubrió con creces aspiraciones, sino que las superaron y hasta desbordaron.

            Como en ocasiones anteriores, me trasladé a otra ciudad. Esta vez unos trescientos kilómetros más allá. Fui en tren, con el neceser, la visa y las gafas de presbicia por todo equipaje. Busqué un mercadillo, compré ropa adecuada al personaje, los útiles de vagabundo con posibles -mochila, manta a cuadros deshilachada, etc.- y cuatro libros habituales de estos tenderetes, Madame Bovary, Cuidados de jardinería, El amante de Lady Chatterley y España invertebrada. Luego me alojé en una pensión céntrica (nada raro por lo demás, la mayoría de las pensiones suelen estar tan céntricas como los hoteles de cinco estrellas).

Al día siguiente, tras disfrazarme, salí con mis aperos, desayuné en una tasca, compré un rotulador y una botella de agua de litro y medio, sustraje dos cartones de un contenedor y me instalé a las puertas de un supermercado sentado en una alfombrilla de arpillera. En un cartón escribí “dinero”; y en otro, “libros”. Los apoyé en el suelo sobre la pared, enmarcándome, uno a cada lado, cuales ladrón bueno y ladrón malo. Junto al de “dinero” puse un trapito con calderilla; bajo el de “libros”, los cuatro que tenía. Y ensayé la mirada perdida hacia el adoquín de la acera. Al poco, aburrido del pasar de piernas anónimas y sinónimas, me engatillé las gafas de presbicia, cogí la España invertebrada y me dediqué a leer aislándome del tránsito ambiente.

A intervalos dispersos iban cayendo alguna que otra moneda, torpes, desganadas, que apenas distraían mi lectura. Hasta mediodía, que hice recuento, poco más de un euro en monedillas y ningún libro. Di por concluida la jornada, me parecía un exceso de celo profesional repetir por la tarde. Tras dejar en la pensión las herramientas de trabajo, almorcé en un restaurante de “menú del día 6 euros, 3 platos a elegir, pan y postre”. Luego dediqué la tarde a deambular y analizar este primer día de mi nueva celada. Un pequeño fracaso, pensaba, el señuelo de los libros no había funcionado. Pero claro, cabía una razón lógica, nadie va a la compra con un libro en el bolsillo igual que lleva la cartera. Cené un frugal bocadillo al paso y me acosté sin trastear más en las conclusiones provisionales.

La mañana siguiente -mismo sitio, mismo montaje- ya fue tomando otro cariz, más acorde con mis propósitos. Apenas hubo cambios en la prodigalidad limosnero-pecuniaria; en cambio, en la sección de libros, tres. Esto sí que distrajo mi lectura de la España invertebrada. Los dos primeros, casi seguidos a primeras horas. Los abandonaron junto a los míos dos hombres, no puedo precisar mucho porque se alejaron rápido. Por la forma de vestir, uno debía de ser mayor; y el segundo, bastante más joven. Un logro, me felicité. “Estos dos vinieron ayer a comprar y esperaban encontrarme aquí hoy también”, pensé. No se explica de otra manera, uno no sale de su casa con libros de tales proporciones si no es para llevarlos al pobrecito ese de la puerta del supermercado. Lástima que con sus prisas no pudiera siquiera darles las gracias. Me apresuré a valorar sendas limosnas.

La del hombre mayor, Estudios de alfarería -un tochaco con pastas duras y páginas satinadas sembradas de fotografías a todo color-. Supuse que era o había sido aficionado al barro cocido, o quién sabe si empleado en un tejar. Y a lo mejor después, con la jubilación, probara la creatividad alfarera durante un tiempo, hasta la mella del aburrimiento, la decepción o la incapacidad. Y enseguida, el abandono, la renuncia y desprenderse del manual que alguna vez habría comprado resuelto.

La del joven, La colmena en edición de bolsillo -cuyo grosor, a pesar de todo, no desmerece-. Nada extraño, sospeché: un clásico de lectura obligada, impuesta, hacia el final del bachillerato, y esa forma de abandonar el libro a mis pies como quien se libera de una carga. Revela que quien debió hacerlo no introdujo mínimamente al chico en esa bruma social que desprende la novela, ni lo encandiló con la asimetría de los personajes y sus afanes, ni le sugirió las estructuras temporales que despliega el autor. Sin todo eso y más, al sufrido alumno se le antojaría una plasta insufrible, lista para relegar al último rincón de su cuarto; sólo que, si me vio ayer, decidiría en un acto de clemencia confiarla a mi suerte.

Bastante después, cuando ya había vuelto a mi lectura invertebrada, noté que caía discreto junto a los otros un nuevo libro. Reaccioné inmediatamente, no al libro recién arriado, sino a quien lo abandonaba a su suerte, una señora de edad elegante que se alejaba sin premura pero con sigilo. Como no era yo pordiosero al uso, apenas mascullé un agradecimiento, se me escapaba la mujer, se me escapó. Frustrado, volví a su libro, Memorias de mis putas tristes.

Me creó más dudas de interpretación. ¿Tendría la novela algo que ver con su vida? Nadie se desprende de libro tan polémico y relevante si no es por motivos muy concretos, algo que le afecte personalmente, y menos con esa actitud anónima y digna a un tiempo.

Mis conjeturas bandoneaban por tramas folletinescas. Por un lado, vinculaba la decisión de esta señora a un despecho amoroso, quizás la lectura de la novela la había llevado por insondables caminos a  sospechar de su marido trabado con una jovencita, o quizás había descubierto la novela entre los libros de su marido y, tras leerla, habría llegado a conclusiones similares, o quizás compró el libro por la categoría literaria del autor pensando regalarlo a alguien pero cayó en la tentación de leerlo antes y luego no se atrevió porque el destinatario, o la destinataria, pudiera sentirse ofendido con el título mismo, y con la historia no digamos, o, lo más morboso de todo, quizás la trama le reverdeciera algún episodio clandestino de su vida anterior o, peor y más inconfesable, de su vida reciente, porque ella con un chico, o con una chica, quién sabe.

Pues puede que haya algo de razón: dime qué lees y te diré quién eres, pensé; pero aproximadamente, corregí.

Suficiente por hoy -decidí como conclusión-, más que suficiente. Faltaba poco más de una hora para el final de mi jornada, pero me urgía abundar en mi quehacer analítico. También reprocharme torpezas, esta aventura de suplantación no se limitaba a hipótesis, aspiraba a un pesimismo netamente activo e interactivo, inoperante hasta el momento.

El tercer día volví a mi puesto de trabajo con mayor grado de resolución, salvar el honor de mis presupuestos iniciales. Siempre y cuando el destino soplara a favor -condicionante o coletilla que punzaba mi natural `por si acaso´.

El monedeo mantuvo sus insustanciales constantes. Pero “libros”, en auge. Junto a los cuatro míos puse los tres del día anterior. No pasó desapercibido. Uno que me obsequiaba con cinco céntimos, comentó, no sé si animoso o irónico, señalando hacia el montoncito culto:

-Parece que tiene éxito también al otro lado, ¿eh?

Casualidad, justo al tiempo que se enrolaban para la causa Lázaro de Tormes y 1984. Obligado a la cortesía de un je-je al limosnero que me hablaba, no tuve tiempo de agradecer los libros. 

El pensamiento me vino a vuelapluma: los del dinero, la mayoría, mimbrean con alguna razón egotista; pero los de los libros, vaya usted a saber. Los primeros, lentos y regalados; los segundos, medio furtivos.

Sin más ánimo deductivo, me recluí en la España invertebrada con mis gafas de presbicia, que era como esquivar inclemencias de nuevo. Pero recurso vano. Los párpados se me emocionaban pendientes del goteo de libros a lo largo de la mañana. Borrasca pasajera, pensaba todavía, novedosa y pintoresca para el común.

A la hora del recuento diez libros más se sumaban a los del día anterior, y aún no había conseguido intercambiar un mínimo comentario con sus ex-dueños, lo que no dejaba de ser frustrante.

Además me surgió otro imprevisto: cómo cargar con diecisiete libros hasta la pensión, y lo más engorroso, cómo volver con todos ellos al día siguiente, había que dar fe de la creciente prodigalidad del vecindario ante los transeúntes habituales. Entre mis útiles mendicantes no figuraba carretón-artesanal-arrastra-enseres. Y el taxi era prohibitivo para un pordiosero que se precie, se me antojaba una traición al gremio.

Así que se me ocurrió probar fortuna con el guardia de seguridad del supermercado. Le pregunté, con la humildad y mansedumbre propia  de mi condición, si podría encomendar los libros a algún rincón que él conociera del supermercado, donde no estorbaran, y recogerlos a la apertura el día siguiente. Tan agobiado, sumiso y solícito me vería que su negativa primera amainó pronto, no terminaba por dejar zanjado el asunto. Al cabo, la conmiseración le afectaba claramente, y lidiaba con ajustarla a sus deberes profesionales. Hasta que alumbró una solución de compromiso: meter los libros en una de las taquillas de la entrada donde los clientes dejan sus compras de fuera, y recuperarlos a la mañana siguiente. Ahora bien, siempre y cuando la operación corriera de mi cuenta y con la discreción adecuada, porque, claro, él se jugaba una sanción, sobre todo si algún jefe lo sorprendía haciendo favores al mendigo de la puerta.

Buena idea, celebré al instante. Pero enseguida otro inconveniente: entre mi escuálido puñado de monedas no disponía de la exigida para el cierre de la taquilla; sumaba más de un euro, pero necesitaba cambiar la chatarra. Como no quería poner a mi uniformado benefactor en más apuros, pedí el favor de la gestión a una señora piadosa que acababa de darme cinco céntimos: yo le daba calderilla por valor de un euro, y ella la canjeaba por una moneda con una cajera del supermercado. Negocio redondo: lo hizo, pero además me obsequió con otros cinco céntimos, pródiga ella. 

Así pues, cuando el guardia me avisó del momento apropiado, allá que metí los libros. Ya podía irme, no sin antes reduplicar mil gracias al entrañable vigilante y jurarle retirar los libros en cuanto abriera el supermercado a la mañana siguiente.

Aquella tarde anduve planteándome y replanteándome deseos, isobaras y logística. No conseguía poner en marcha mi aspiración de pesimismo netamente activo e interactivo, por bisoñez o indecisión, y eso que no me faltaron oportunidades, porque la caridad había sido generosa en libros. Y de tal inacción, los inconvenientes resultantes, problemas de transporte, etc.

  Se imponía, pues, vigorizar el empeño de recuperar el compromiso inicial. Conseguiría así no sólo satisfacer la realización personal perseguida, sino también evitar el aluvión  de libros que me temía.

Pero lo más inmediato, solventar contingencias, recursos para afrontar el día siguiente si se repetía hacia mi regazo la misma afluencia de libros (por supuesto, con el sector dinerario ni contaba). Debía prever dos riesgos derivados, inevitables y simultáneos: transporte y almacenamiento.

Por ese orden, primero lo del transporte. Daba por hecho que el guardia de seguridad no me iba a renovar el favor, y menos si al final de la jornada necesitaba dos cajetines en vez de uno. Tampoco mi dignidad vagabundera permitiría ponerlo en un brete. Irremediablemente tendría que cargar con el peso impreso de la largueza caritativa. Necesitaba medio mecánico para su traslado del supermercado a la pensión. Tuve suerte. Rebuscando por las tiendas de segunda, mano conseguí un carrito de compra de dimensiones idóneas. Aunque me lo pudiera permitir, no cuadraba a mi farsa un artilugio de última generación.

Lo del almacenamiento resultó más problemático. Me tuve que emplear a fondo con el consejero delegado de la pensión, un chico de treinta años que gestionaba el local por encargo de su abuelo, dueño del negocio, con modos de jefe de servicio de administración autonómica. Al final lo convencí de que los pocos libros (pocos, aseguré) que llevara cabrían perfectamente en mi habitación debajo de la cama, y tapados por la caída de la colcha quedarían a salvo de todas las miradas, incluida las de la señora de la limpieza, porque ésta…, en fin. Accedió pero con una condición; bueno, con dos: ante todo debía pagar una sobretasa diaria en concepto de sobreocupación, y además, si el hacinamiento editorial llegaba a sobrepasar los límites de la colcha, daría por suspendido mi hospedaje y tendría que abandonarlo con libros y bagajes.