La
conversación con el señor de edad curtida había atemperado mis obsesiones
interactivas, me sentía un poco regalado de mí mismo. Así que durante las
semanas siguientes me limité a mi personaje, mendibundo por la mañana, burgués por la tarde. Mientras, iba
llenando de libros una habitación y otra del chalet. Tarea nada engorrosa; al
contrario, me daba cierto regusto llegar a casa con la carga diaria y disponer
su acomodo. Casi me divertía: organización, clasificación, por géneros y
subgéneros, por épocas, por autores, los de poesía en la antesala, los de
narrativa en el salón, los de ensayo en el dormitorio para invitados, la
farfolla en el trastero (también aquí por géneros, subgéneros, épocas y
autores), más o menos.
Entretenimiento
hipnótico que, a falta de otro de mayor enjundia, me animó a ejercer de pobre
también alguna tarde. Acezaba un insólito estímulo de acopio y el aliciente de
la posterior distribución bibliotecaria en casa, a la vez que sondear la
generosidad o la ilustración o la candidez o la trivialidad vespertinas.
Sin embargo, no descubrí grandes diferencias,
al menos en el supermercado donde ejercía. Estadísticamente, entre los días de
mayor afluencia y los de menos, descontadas las prisas de unos y las
parsimonias de otros, los miramientos con el mendigo de la puerta venían a ser
los mismos, con el agravante de que nadie titubeaba al soltar el libro, lo que
coartaba mis audacias y frustraba mi proyecto vital subsidiario. Y de céntimos
desprendidos al estilo petanca por el otro costado, exactamente igual que por
la mañana.
Hasta que al
cabo del mes, semana arriba o abajo, mi juego de espejos comenzó a tambalearse.
A primeras horas de la mañana, acabaría de instalarme a los pies del supermercado
y de retomar mi siempre inconclusa España
invertebrada. Unas piernas de mujer, piel y seda, se detienen ante mis
gafas de presbicia, y la voz desde arriba, timbre y terciopelo:
-Buenos días,
señor pordiosero sabio.
Demasiado
sugestivo para acelerarme. Levanté los ojos despacio por encima de las gafas:
aquellas piernas, no hacía tanto como para olvidarlas, me habían suscitado buen
número de hipótesis, quizás por eso las recordaba. Simulé, ¿era conmigo? Me
quité las gafas con lentitud medida y deslicé la mirada hacia lo alto. Me
aguardaban, me reclamaban unas pupilas esmeralda y maduras. De nuevo la señora
de edad elegante:
-Aquí tiene
-me alargaba con mano lánguida y cómplice un libro-. Si le dijera que le estoy
muy agradecida es poco, muy poco. Usted, su libro me ha confirmado… otra forma
de entender la vida, mi vida.
Me cuesta
describir la secuencia: expectación en el cruce de miradas, cojo el libro para
ver el título mientras ella aguarda. El
amante de Lady Chatterley. También me cuesta describir el bullir de mi
analítica en sangre; mucho más, el de la suya. Demasiadas casualidades, en
pocos segundos los reflejos me alertan: por segunda vez esta señora de edad
elegante me devolvía la novela que le había dado al
señor-con-más-que-estudiada-elegancia-de-diario. Y él ya me había devuelto la
novela de Corín Tellado que antes le había dado a ella. Entre elegantes anda el
juego, me dije. Intrigado, la perplejidad como estrategia:
-Pero yo le
había entregado una novela de Corín Tellado… -balbuceé a conciencia.
Sonrió como
quien muestra un triunfo de los naipes que juega:
-¿No se la ha
devuelto ya mi marido?, ¿no se la cambió
por ésta para mí?
Disloqué los
párpados de la sorpresa cuanto pude en auxilio de negar la evidencia:
-¿Su marido?
Comprenda, señora, que desconocía… Entonces la de Corín Tellado…
Desenvuelta,
respondió con otro naipe más:
-La
leyó él, pero claro, no se lo diría. Sería largo de explicar.
Ahí
acusé el envite, no parecía muy dispuesta a rendir la partida. Me enroqué en la
prudencia y en el genérico:
-Ya
se sabe, cada matrimonio es un mundo.
-Y
cada persona -añadió ella incontestable-. Usted mismo, a saber cuál es su
verdadero mundo.
Evidente,
ahora pretendía que le mostrara alguna de mis cartas. Pero, en mi línea, no.
Ensayé un gesto hacia mis pertenencias, sereno, tibio, y corroboré:
-Pues
ya ve usted.
Acompañó
mi breve repaso con pose de cumplido. Luego mudó a una suerte de recelo:
-Sí,
por supuesto, lo que veo. Pero tengo mis dudas… Un vulgar mendigo, la
literatura, no cuadra.
-Señora,
le rogaría…
-Perdone,
perdone, quería decir vulgar en el sentido de corriente, sin ofender, no, por
favor.
No
me dio tiempo a perdonarla. Abrió el bolso, escarbó un poco, sacó una cartera y
de ella un billete de cincuenta euros. Iba a ponérmelo en la mano, cuando le
repliqué:
-¿Y
dice que no quería ofenderme?
Entendió
al instante, guardó el billete de cincuenta y sacó dos de veinte. Dudó y me
alargó uno:
-Acéptemelo,
se lo suplico.
Lo
recibí con rostro de indulgencia, que ella interpretó a su manera. Hizo un
gurruño con el otro y me lo emplastó en la mano:
-Y
este también, por favor. No le importa, ¿verdad? Ya nos veremos -añadió con un
tono sutil y previsor.
E
inmediatamente, media vuelta de cisne y ese alejarse templado y tentador tan
singular.
Tras
su última imagen en la lejanía alguna virgulilla adversa comenzó a culebrear
por mis inquietudes, que dio paso a la sospecha, que dio paso a la intriga, que
dio paso a la prevención, que dio paso a un temor incógnito, que me reinstaló
en mis cuitas parasintéticas.
Ya
aquella tarde esbocé un borrador de conclusiones: debía alejarme de aquel
matrimonio, y más concretamente de la mujer, abandonar la farsa de vagabundo
excéntrico y su ciudad de acogida, volver a casa y recuperar la persona y la
personalidad real.
Todavía
los días siguientes mantuve mis disciplinas (pobre por las mañanas, rico por
las tardes, el coche como puente). Pero sin abandonar deliberaciones,
razonamientos, consultas ensimismadas. Y siempre en la misma dirección,
renunciar, huir, pirarse, sí, eso, pirarse antes de ser descubierto, y antes de
que aquella señora de edad elegante cumpliera su enigmática promesa.
Aunque
no era tan fácil, me decía, qué hacer con la biblioteca que había acumulado,
que seguía acumulando, variada, pintoresca, sustanciosa, un mosaico de
innegable valor literario. Cómo desembarazarme de ella sin dejarla al albur del
dueño del chalet y sus figuraciones, que bien podrían ponerme en busca y
captura, esto nunca.
Así
al pronto, calculé: como el conjunto de obras arrojaba un total enarmónico,
quizás convendría una vivisección. Por
ejemplo, la argamasa del trastero (Corín Tellado y demás autoayudas),
destruirlas. Compro una trituradora y en dos o tres tardes, listas para el
contenedor. El grupo de manuales para bricolaje, etc., voy y se lo vendo por
una ganga a algún autónomo de mercadillo; o si se pone muy pesado, se lo
negocio por alguna crónica o memoria que tenga por ahí del Inca Garcilaso
(setenta y tantos volúmenes por uno, seguro que acepta).
El pack de libros
de ensayo me preocupaba más, a quién confiarlos. Su temática era principalmente
humanística (historia, filosofía, sociología, psicología…). Ante todo, pensé,
estos libros merecen un embalaje digno, ¿pero dónde los dejo? Sí, dejarlos,
porque no me la iba a jugar dando la cara. Tenía que ser una entrega anónima.
Un par de portes en medio de la madrugada, los arrincono a las puertas de… ¿de
quién? Pues en todas las capitales hay una Real Academia de Letras, Artes y
demás. Aquí también habrá. Cuestión de encontrarla. Por la mañana llegan,
encuentran los paquetes y se los quedan sin mirar el remitente (como esta gente
cree que se lo merecen todo…). Pero luego, cuando los abran y vean que son
libros usados, igual se ponen a hacerles asquitos. No. Mejor ponerlos al
alcance de universitarios, ya veré cómo.
El escollo se
me complicó todavía más con el grueso del patrimonio, la literatura, la pura
literatura. Importaban sus posibles destinatarios. Esos mismos de la Academia,
no estaría mal, pero no termino de fiarme de ellos; o la universidad, pero
habría que acertar con la forma. ¿Y si los clasifico, y unos para la
universidad, otros para institutos y otros para colegios? O para las
bibliotecas públicas, estás sí que tienen libros usados, la gente va, los saca,
los lee, o sea, los usan, y los devuelven para que siga la rueda. Quizás sería
lo más provechoso, y lo más eficaz: de pronto una biblioteca que incrementa sus
fondos de manera considerable. En este caso, podría adjudicarlos sin necesidad
de clasificación, por lotes; incluso no estaría de más incluir los de ensayo y
los manuales de actividades y aficiones varias, y me quitaba así de mayores
complicaciones. Pero, claro, chocaba otra vez con el modo de entrega, y la
justificación, algo que resultara comprensible para el receptor. ¡Madre mía, un
montonazo de libros en manos de un mendigo! O si cambio de indumentaria, en
manos de un tío vestido de normal que de buenas a primeras se te presenta un
día y te dice que como filántropo social practicante regala a la biblioteca
esta pila de libros. ¿Quién se cree eso?, ¿el funcionario de turno, carnet de
partido, puesto de libre designación, mente cuadriculada y dependiente que te
recibe remiso en su despacho de última remodelación?
También cabía
otro enfoque, biblioteca tan fértil como la mía sería recibida como agua de
mayo en la de cualquier centro educativo. Confortaría sus estantes, precarios
según airea la prensa de vez en cuando: que si los disparatados precios de los
libros de literatura para que los compren los alumnos, que si encima a los
padres les importa poco que sus hijos lean, que si los centros no disponen de
medios para cubrir esta carencia.
Por esa vía,
acopié tesis para una salida honrosa a mi pesimismo activo-interactivo. A todas
luces, mis pertenencias literarias cubrían un amplio abanico de estudiantes de
cierto nivel. Tantearía en los institutos.
El paso
siguiente, planificar el proceso y prever riesgos y contingencias. De
principio, no todos los libros para un único instituto. No es que me importara,
pero cómo presentarme con un camión de libros sin levantar reticencias o
especulaciones en los responsables del centro. Mejor repartir, por lo menos en
cuatro o cinco sitios, según la aceptación que vaya recibiendo.
Después, o lo
primero, cómo teatralizar la oferta. Llego, vestido con cierta formalidad
informal, vale, pido entrevista con el director, de acuerdo, y cuando esté
delante de ese señor, qué le digo -me preguntaba-. Y ahí empezaba el desbarre,
o sea, prácticamente al principio. “Hola, buenas, encantado, me llamo fulano de
tal, vengo a regalar al instituto docientos libros”. ¿Así sin más? Y el
director, como lo más natural del mundo: “Ah, muy bien, muy agradecido,
tráigalos cuando quiera, los deja en conserjería, que ya se encargarán…” No,
no, sería estúpido, lo mío y lo del director también. A mí por lo menos se me
notaría enseguida. Si no interiorizo un argumentario, por falso o medio
verídico que me parezca, estoy perdido. Al menos tendría que esgrimir alguna
razón de solvencia o inquietud cultural.