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miércoles, 12 de diciembre de 2018

EMOCIONES MOVEDIZAS


Escribir en lejanas montañas y evocar el tintineo de los jilgueros en el parque de la infancia. Meditar entre el alado siseo de los eucaliptos. Llorar a ras de hierba, estrujar contra la tierra labios resecos. Liberar un lamento cautivo,  desgarrado. Y volver a llorar reclinado en la retama. Porque olvidé la dignidad, castrando vibraciones, fajando sentimientos, enmudeciendo discordancias y marginando la palabra. Pretendía yo, pretendía, no volver a cuestionar, huir de la pendencia. “No, nunca jamás”, me imponía el arcano retro de la resignación.
          Pero sentí el clamor del silencio que filtra el enramado del bosque. El mensaje se trasforma y todo es más diáfano y sosegado. Y la soledad, cómplice fiel, te ofrenda una inédita bandeja de ternuras. Sentí ese clamor del mensaje, lejano pero fuerte, contumaz, como un rumor que sigilea y espumea y bate grumos enquistados en la prudencia y rebullea y se infla y expande y rompe en estampida que multiplica sensaciones y acaso verdades, y revierte en aguda punzada que hiere en el corazón de los recuerdos. Sentí la tarde yerma como aguijón del mensaje. Sentí la necesidad de la palabra.
Y escribí: danza de sapos.
Pero la palabra emerge temblando, se desluce el espectáculo. La imaginación exprime proyectos que se desploman. La intuición se achica y difumina. Amenaza el vacío, nada surge entre la niebla, ruge el viento desierto, el pedregal te oprime. Es cuando pierdes el norte y los mil puntos cardinales, pesan las ideas como brazos, los brazos como piernas, las piernas como rocas, las rocas como imágenes anquilosadas. Es cuando acunas y amparas deseos entre los párpados y no te atreves a encarar el viento.
          Pronto se hará de noche. Como una bendición, como otra rendición.
Parálisis de ritmo. En la memoria de la retina, giros esquivos, pálidos rubores de envidias y vanidades, óxido de indigente argumentario, acíbar pusilánime de perjurios, promesas como trampas.
Imposible un inventario de nostalgias. ¿Para qué?
        Una sombra de recelos me deslumbra. La persigo, la acoso, la derribo sobre la vieja senda de los anhelos, la troceo en afanadas palabras de cristal. Pero negrea el crepúsculo, están huyendo los últimos tonos de sol, se ha perdido el trasluz.
        Pero rendirse es comenzar a morir. En el límite, siempre un caballo tordo repiquetea saltos de crin, sinfonía de platillos dorados, rasgueo de guitarras y un baile de alígeros brazos liberados.
      Una profunda convicción: amarguear lágrimas, agotarlas, enjugarlas en la intimidad, para devolverlas en ámbar, en rosas, en manos abiertas. Dignificar el perdón, pero dejando constancia del reproche. Así fue, así ha sido, así será siempre, siempre. Y tras cada derrota nueva ilusión.
          Por eso, por todo eso, me acerqué a la orilla del mar, me impregné de noche solitaria entre olas derramadas, me desquicié entre surcos de arena salada y aspiré el aroma infinito de la luna llena.
          Justo entonces percibí todas las dimensiones, toda la potencia de mi mensaje. Y regresé con toda la fortaleza de saberme noble.

jueves, 31 de mayo de 2018

BREVÍSIMA Y DISPARATADA HISTORIA DE LAS CONTROVERTIDAS RELACIONES ENTRE LINGÜÍSTICA Y LITERATURA



In principio erat verbum, después el lenguaje verbal y el pensamiento, pero no por ese orden, sino por el otro; es decir, no el lineal, sino el lineal, pero pareciendo como si no lo fuera. En realidad lenguaje y pensamiento establecie­ron o firmaron o acordaron como un matrimonio tipo tradicional: pensamiento sería el marido y lenguaje la esposa. Sin embargo, con el paso del tiempo des­cubrieron ellos, ¿quiénes?, ellos, descubrieron que pensamiento era un calzo­nazos y que siempre se dejaba llevar por lenguaje. Así que era lenguaje quien llevaba los pantalones. Se imponía, se imponía, y pensamiento, apocado él desde antiguo, cedía, cedía y se ensimismaba. Hasta que Vigotsky, que con­templaba consternado aquella desavenencia desde alguna corteza de su lóbulo izquierdo, llegó y dijo: se acabó el matrimonio, cada uno por su lado. Lenguaje no quería, porque estaba bien bragada -recuérdese que era la baza feme­nina- y era rebelde y putañera desde aquel in principio genético. Digo puta­ñera, porque bien que ha venido jodiendo desde entonces, sin discriminación y a destajo, a cuanto experto o listillo ha osado forzar o contrariar la lógica de sus universales contrarios -valga la... el rifirrafe-. Ya deberían haber compren­dido éstos que lo de oponerse tanto, un año y otro año, no conduce a nada, sólo a eso, a estar jodido por año, y jodido precisamente por ése, o por ésa, por el lenguaje.
Bien, sea como fuere, el caso es que, como digo, Vigotsky recurrió a todo su arsenal socialista soviético para romper aquel matrimonio, llegando a denunciarlo como matrimonio de conveniencias. ¿De qué conveniencias? Vaya usted a saber, este argumento no fue argumentado -valga la... el rifirrafe-. Sí se ha constatado, y se encuentra documentado, que Vigos -para los amigos-, como era ateo, puso sus vigoskis encima de la mesa y dictaminó: que no, que, que se separen, que esto es contra natura naturata nata. Y se separaron.
Sin embargo, aquella suspensión no sería in aeternum, ni siquiera in paucum ratum; porque pronto intervendría Piaget. Éste, que era de moral tri­dentina y ligeramente meapilas, enarboló la bandera de que aquella unión era in principio nata. Y para darle mayor consistencia y enjundia a la argumenta­ción, retiró de la expresión el término principio e integró a los otros, de donde devino in-nata, que significa: "Lo que Dios ha unido, no lo separe Vigotsky". Te­nemos, pues, a Piaget en plena cruzada get -acrónimo lexicalizado de "ganas e torturar"- y pía -del latín: ñoña, virgen.
A todo esto, ¡lenguaje y pensamiento tenían un mareo!: que si ahora juntos, que si ahora separados, que si desunión, que si copulación. Aunque, en realidad, esto último era lo que más les gustaba, sobre todo a “lenguaje”, por las razones apuntadas ut varias líneas supra.
Y claro, lo de siempre: dos que... Pues eso, venga a parir lenguas y len­guas, toma lenguas, todas niñas, y todas paridas por su sitio, o sea, por la margen izquierda del cerebro. Pero esto al principio no lo sabía nadie, eran partos misteriosos, embrujados, cosa de Rappel y otros del 906 y sus plumas.
Hasta Chomsky, igual que antes Vigotsky, llegó y dijo: Ya está bien. Pero qué torpes sois, qué burros -claro que lo dijo en inglés americano; por eso la mayoría no se dio por aludida-. Cómo no os habéis dado cuenta: ni pa’ one ni pa’ other  -en inglés americano también, pero del sur-. No hay matrimonio, ni coyunda, ni nada. Son una misma cosa o ente. O sea, como la trinidad, pero en dos, la dinidad -en inglés..., por supuesto.
Pues parece como que aquello cayó bien. Vigotsky: vale, no es lo mío, pero, bueno, si se carga a la trinidad, podemos empezar a hablar. Y a Piaget tampoco le parecía del todo mal: amputar una unidad a la trini no es demasiado obsceno, al fin y al cabo lo de la paloma no terminaba de cuadrar, o mejor, de triangular, en el matrimonio.
Así que Chomsky comenzó a sacar gramáticas de debajo de las piedras y de las intimidades de las vísceras del hombre, desde la última corteza del cerebelo hasta las esferas vesiculares.
Y en estas andamos.
Y por éstas, lo juro, por éstas, me volqué y enfebrecí sobre folios, letras, grafías, grafemas, y pamemas. Cacé un pensamiento al vuelo, le puse lenguaje y salió una borrachera de palabras, siempre desde la margen izquierda de mi occipital. Estiré y estiré y estiré el pensamiento, como un hilo de chicle, hasta el quinto folio; pero no se rompía.
Rebusqué en el saco de las palabras y encontré pensamientos en dife­rentes estados de conservación, o de conversación. Los había tullidos, oligo­frénicos, disfrazados, malolientes, almibarados, sicóticos; amputados y ampu­teados; purpurinos y leporinos; polimórficos, poliestróficos y polidiestros; lim­pios, límpidos y lípidos; castos, vastos y bastos, y algunos más, todos en pro­cesión, como en el infierno de los libros.
Pues aquello no encajaba. Pero yo no desfallecía. Recurrí a Aris­tóteles. Éste, que era de los más listos y degenerados, me propuso: poética, mucha poética, troquelada y esculpida. En mármol de este tipo -y me señalaba las piernas del efebo que acariciaba en ese momento-. Entiende, pues, el fun­damento de su Poética, y explícate por qué lo califico de degenerado, e insisto: degenerado y bujarrón. Marranidades de la Antigüedad que alcanzarían su punto álgido o clímax en la Generación del 27. Conste que no quiero seña­lar, pero que si hay que señalar se señala.
Aquella propuesta poetimarica, digo, no podía satisfacerme. Uno se mantiene fiel al modelo Penelope de Vega -sic, sin tilde- (expresión parasintética: composición, Pene-Lope; derivación, de Vega). Para mayor y mejor documentación: Camila Lucinda y otras, Los movi­mientos penelópicos de Vega.
Busca buscando, llamé a la puerta de los formalistas rusos. Me abrieron, eh. Me abrieron, me recibieron, me acogieron, me agasajaron, pero con poco contenido. Todo muy bonito, muy bien, pero poco sustancioso. Eso sí, mucha guarnición, y muy bien preparada, muy retorizada, muy imbricada per se y para se, pero... no sé, no sé. Aquello no terminaba de..., en fin, tú sabes. Me pareció que aún estaban verdes. Me despedí prome­tiendo volver y pensando no hacerlo.
Como éstos, los rusos, me habían hablado muy mal de unos tales pardi­llos que había por América, salí, pitando, para allá. Los encontré, cómo no, den­tro de un rascacielos que ostentaba con letras enormes, de Arial 20 por lo menos, la marca New Criticism. Entré y, ¡caramba!, aquello sí que era mármol, y no el de Aristóteles; me refiero a las piernas de las becarias de los criticistas. Pregunté por... y me llevaron a... El Consejo de Administración de Nueva Crí­tica se encontraba reunido esperándome. La información de mi llegada les había llegado -valga la... el rifirrafe- a través de un infiltrado que tenían entre los formalistas rusos. ¡Como para fiarse de los eruditos a la violeta!, y mientras más violeta, peor.
Y me dijeron... ¿qué me dijeron?... Pues que no me acuerdo... Bueno, sí, me hablaron del alma de las palabras y de su imagen, de su físico. Ah, pero eso ya lo descubrió Saussure, les repliqué yo muy puesto, muy a lo intelectual documentado. No, hijo, respondió uno que se parapetaba tras la torreta de la Enciclopedia Británica, no, hijo, Saussure fue un protolingüista, elevado a los altares de la ciencia por dos acomplejados que comenzaron a sacar pecho a la muerte del maestro. Bien conocida es la mediocridad de Bally y Seche­haye. El mérito de estos dos pícaros de la lingüística estriba en el pastón que se han embolsado publicando las intuiciones del otro. Porque Saussure no fue nada más que un intuitivo, y un heteróclito. No disponía del más mínimo argumento para proteger sus suposiciones. ¿O es que lo del caballo y el jinete...? ¿Qué pasa cuando el ji­nete baja del caballo?, ¿o cuando el caballo da un respingo y tira al jinete? ¿Se acaba la palabra?, ¿o el signo? ¿Acaso caballo y jinete no pueden continuar la vida cada uno por su lado? No hay indisociabilidad, no hay unión íntima. A no ser que jinete y caballo..., en fin, la zoofilia es una práctica antigua; aunque se trataría de algo no arbitrario ni convencional, lo que, por otra parte, está en la esencia misma del signo lingüístico.
El alma, el alma de las palabras -prorrumpió otro con voz de declama­dor de poesías nocturnas-. In aesentia spiritus est, dijo Platus Platonicus de Retoricea. Pretendía aseverar con ello que lo verdaderamente importante de la palabra no era su formato fónico, ni gráfico, ni fonográfico —ni estilográfico, ni memográfico...—, sino el espíritu que las embargaba. El anima operanda, diría siglos después, ya en latín vulgar, Juan de Puerto Real, monje benedictino in­tegrado en un grupo de gramáticos que, para darse pisto, se autodenominaban "de Port Royal". Decía este tal son John que las palabras emanaban de un ins­tinto espiritual ingénito. Apenas llegó a esbozar tan prometedora teoría, pues un imprudente sifilazo acabó con su vida; aunque la abadía achacara oficial­mente el óbito a sus excesos en la práctica intelectual.
Siempre fuiste un poco cotilla -interrumpió uno que no había interrum­pido su quehacer lector ni en este momento que interrumpía-. Siempre sos­peché que tu afición a la investigación es fruto más de tu natural alcahuete que de un sano ejercicio intelectual.
El President of Retoricies intervino para mediar: Esta es la verdadera fa­lla de nuestros estudios literarios, las disputas insulsas, insalubres e insanas. Viene el mundo, deposita la literatura en nuestras manos y nosotros...
Me fui. Aproveché la llegada de un becario calvo con cara de subir nota para escabullirme. Me encontré solo en medio de la Gran Manzana.
La Gran Manzana, pálida y p.m., enmoquetada con una S de signos fo­nemáticos imbricados en crematísticos. ¡La Gran Manzana! –pensé-, ¡metá­fora!, ¡la metáfora! ¡Eso es!, primero fue metáfora, después se lexicalizó. Pri­mero fue metáfora, después léxico, y morfología y sintaxis, gramática, lengua. Primero fue la literatura, ¡de donde deriva la lengua, el lenguaje, la comunica­ción! Ya esta: In principio erat litteratura. La madre de todas las madres. Todas las palabras y todas las frases y todas las expresiones y todo bicho viviente de comunicación verbal fueron literatura antes que nada. Fueron metáfora, epana­diplosis, hysteron-proteron...; sinestesia, sinécdoque, sinéresis; anáfora, anfi­bología, aneurisma (¿o esto es de los médicos?). Y tantos y tantos, marginados muchos de ellos hasta ahora; como la antapódosis, que sólo la recuerdan algu­nos incondicionales como Lazarreter. Qué emocionante, pensar en la rehabili­tación, por ejemplo, del retruécano: por fin se va a reconocer el origen literario de las tormentas, y saber que éstas se producen por el sinatroísmo de repám­palos y retruécanos. Conocidísimas son la metonimia, la prolepsis, la hipérbole, la comparación o símil (siempre de la mano). Pero qué me dices de la hipotipo­sis, que todo el mundo siempre ha creído que significaba una forma de con­traerse el diafragma -tipo de hipo-; y sin embargo, la inventó la literatura para definir un tipo de descripción. ¿Y el calambur?, que tiene que soportar que lo confundan con la leyenda de un aventurero, sólo porque un cateto, para dárselas de cultivado, se pasaba las horas hablando de la espada de Escalumbur. Ya imagino una enardecida procesión de epíforas con sus palindromías al des­nudo lanzando anacolutos, anástrofes y paradiástoles a la complexión de los polipotes que exhiben los pleonasmos en sus epímones, sin elipsis ni zeugmas; todo con una gran amplificatio de paráfrasis, sinonimias y epítetos, enriqueci­dos por expolición, derivación y concatenación, bien mediante asíndeton, bien mediante polisíndeton, según dimensiones y emoción.
Así, pues, lo de la lengua es un sucedáneo; quiero decir que es un invento posterior, como una prótesis o algo así. Uff.

jueves, 15 de febrero de 2018

EL FUNCIONARIO (Opúsculo)



 Lo de funcionario no es trabajo ni actividad, ni siquiera afición, sino una determinada actitud ante la vida, una forma de estar en el mundo, que incluso trasciende al más allá. Así lo anuncia últimamente la publicidad de una aca­demia dedicada a la fabricación de funcionarios por correspondencia: “Le pre­paramos para ganar un sueldo eternamente”.

Y cuando digo funcionario no me refiero a docentes ni a médicos, que también lo son por Boletín Oficial, pero no stricto sensu. Tampoco lo son, por el mismo sensu, los militares y fuerzas de seguridad. Entre éstos, no obstante, hay diferencias, interpretan la legalidad a la hora de rellenar la profesión en un formulario. El militar-militar pone militar -y casi se cuadra al escribirlo-. De guardias civiles y policías nacionales, hay cada vez más que se protegen poniendo funcionario. La mayoría de policías lo­cales -los municipales-de-toda-la-vida- ponen funcionario para aliviar com­plejos profesionales; aunque algunos se ambigúan policía para evitar la mino­ración de municipal.

Pero no. El auténtico funcionario es el que antes encontrábamos parapetado tras la máquina de escribir y ahora tras el ordenador, pero siempre entre un mar de papeles, o al otro lado de un mostrador o ventanilla en plan flemático cuando menos.

No digo que Larra no tuviera razón, que la sigue teniendo, sino que del Romanticismo para acá se ha avanzado mucho en cuestión de funcionarios. Ahora no te amargan con el “vuelva usted mañana”, no, ahora son más sutiles, ¡dónde va a parar!, ahora te dicen: “Le falta la foto­copia del DNI, hay una papelería con fotocopiadora tres calles más allá, pero esta ventanilla cierra dentro de cinco minutos, usted verá”.

El funcionario es un personaje literario recurrente. Quiero decir que tradicionalmente ha sido denostado en literatura, clásico re­curso de lapidación para todo escritor, grande, mediano o pequeño, novato o consagrado. Y yo esto no me lo pierdo, también quiero participar.

La literatura es un reflejo de la sociedad. La sociedad teme al funcionario, y por tanto lo en­vidia -la mitad de la sociedad que no ejerce tan mítica profesión-. Temor y envidia que el escritor comparte, porque pertenece a esa mitad  desprivilegiada y desprotegida. El escritor, que nada tiene que perder -porque todo lo tiene perdido de antemano al declararse escritor-, carece de pudor para arremeter contra el funcionario, ácido por naturaleza, no, ácido por concurso-oposi­ción. Insisto, no me lo pierdo.

Suele ocurrir. El funcionario, habituado a la convivencia administrativa y enquistado en ella, tiende al reagrupamiento con los compañeros fuera del horario salarial -no digo laboral porque me atasco-. Por eso, compra el piso junto a los otros, lo más pared con pared posible, se asocia a la misma peña cultural para celebrar peroles -la cultura de hartarse de comer y beber en grupo-, se inscribe en la misma cofradía de Semana Santa, la del Huerto de los Olivos -para algo fue Judas el primer funcionario-, dispone de su caseta de feria, barroca, tópica y excluyente, y otras tareas que cualquier persona me­dianamente avisada y crítica sería capaz de añadir, pero a mí me cansa ya.

Todo ello por esa fatalidad intrínseca que padece de prolongar su quintaesencia de funcionario más allá de la hora de fichar, principalmente para seguir murmurando contra lo escueto del sueldo, los pringaos del otro lado de la ventanilla, el jefe político de turno y el compañero que va de probo funcio­nario.

Tanto necesita a sus compañeros, que llega a secretear con ellos las propias intimidades sexuales; de donde sabemos que el funcionario es de movimientos amatorios rápidos y convulsos, para liberarse en la cama de la indolencia que derrocha como servidor de la Administración.

Pero en su inveterada adicción endogámica el funcionario no se relaja, antes bien, se reinventa cada siglo, cada década, para perpetuarse en el machito. Últimamente prolifera entre este paisanaje (no voy a decir casta, porque ya les gustaría ya) el matrimonio nominal: sumando dos nóminas parece como un ascenso en el escalafón, y además te consolidas como funcionario de veinti­cuatro horas.

Superabundancia de datos que torrentea, pues, hacia una conclusión temible para el ciudadano común: el funcionario es monocorde, monorrimo y de encefalograma monótono.