Escribir en lejanas
montañas y evocar el tintineo de los jilgueros en el parque de la infancia.
Meditar entre el alado siseo de los eucaliptos. Llorar a ras de hierba,
estrujar contra la tierra labios resecos. Liberar un lamento cautivo, desgarrado. Y volver a llorar reclinado en la
retama. Porque olvidé la dignidad, castrando vibraciones, fajando sentimientos,
enmudeciendo discordancias y marginando la palabra. Pretendía yo, pretendía, no
volver a cuestionar, huir de la pendencia. “No, nunca jamás”, me imponía el
arcano retro de la resignación.
Pero
sentí el clamor del silencio que filtra el enramado del bosque. El mensaje se
trasforma y todo es más diáfano y sosegado. Y la soledad, cómplice fiel, te ofrenda
una inédita bandeja de ternuras. Sentí ese clamor del mensaje, lejano pero
fuerte, contumaz, como un rumor que sigilea y espumea y bate grumos enquistados
en la prudencia y rebullea y se infla y expande y rompe en estampida que
multiplica sensaciones y acaso verdades, y revierte en aguda punzada que hiere en
el corazón de los recuerdos. Sentí la tarde yerma como aguijón del mensaje. Sentí
la necesidad de la palabra.
Y escribí: danza de sapos.
Pero la palabra emerge
temblando, se desluce el espectáculo. La imaginación exprime proyectos que se
desploman. La intuición se achica y difumina. Amenaza el vacío, nada surge entre
la niebla, ruge el viento desierto, el pedregal te oprime. Es cuando pierdes el
norte y los mil puntos cardinales, pesan las ideas como brazos, los brazos como
piernas, las piernas como rocas, las rocas como imágenes anquilosadas. Es
cuando acunas y amparas deseos entre los párpados y no te atreves a encarar el
viento.
Pronto
se hará de noche. Como una bendición, como otra rendición.
Parálisis de ritmo. En la
memoria de la retina, giros esquivos, pálidos rubores de envidias y vanidades, óxido
de indigente argumentario, acíbar pusilánime de perjurios, promesas como
trampas.
Imposible un inventario de
nostalgias. ¿Para qué?
Una
sombra de recelos me deslumbra. La persigo, la acoso, la derribo sobre la vieja
senda de los anhelos, la troceo en afanadas palabras de cristal. Pero negrea el
crepúsculo, están huyendo los últimos tonos de sol, se ha perdido el trasluz.
Pero
rendirse es comenzar a morir. En el límite, siempre un caballo tordo repiquetea
saltos de crin, sinfonía de platillos dorados, rasgueo de guitarras y un baile
de alígeros brazos liberados.
Una
profunda convicción: amarguear lágrimas, agotarlas, enjugarlas en la intimidad,
para devolverlas en ámbar, en rosas, en manos abiertas. Dignificar el perdón,
pero dejando constancia del reproche. Así fue, así ha sido, así será siempre,
siempre. Y tras cada derrota nueva ilusión.
Por
eso, por todo eso, me acerqué a la orilla del mar, me impregné de noche
solitaria entre olas derramadas, me desquicié entre surcos de arena salada y
aspiré el aroma infinito de la luna llena.
Justo entonces percibí
todas las dimensiones, toda la potencia de mi mensaje. Y regresé con toda la fortaleza
de saberme noble.