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sábado, 7 de septiembre de 2019

CAUSAS Y CONSECUENCIAS


             Erasmo entra en clase con el pie derecho escayolado hasta la rodilla.

          Erasmo, alumno de 2º de Bachillerato, tiene dieciocho años, setenta kilos, metro ochenta de estatura, tez rosácea moteada de pecas, una mochila repleta de libros y libretas, un pie escayolado y dos muletas.

          Antes de ocupar su asiento se queda en vilo sobre las muletas y juega al balancín con hombros y piernas, como si se jugara otra escayola para sus narices. No llega al minuto. Se descuelga lento y retrancado en cuanto advierte la llegada de don Filomeno.

          Ya se han sentado todos, pero Erasmo aún no, hace como que forcejea para liberar una muleta díscola y acomodarse. Don Filomeno, los ojos tintos en rabia, reprime traducir a palabras el pensamiento que el zangoloteo de Erasmo le infunde. El alumno tarda cuanto la escayola le permite y el profesor se exaspera otro tanto. Un cruce de miradas como sables.

          Por Fin, Erasmo armoniza el reposo de las muletas y se sienta, y don Filomeno respira hondo hacia la clase. Un murmullo ambiente se apaga y el profesor comienza la batalla de Guadalete, causas y consecuencias.

  Con el advenimiento de la segunda causa cae la primera muleta de Erasmo. Su brusco tableteo produce la indigestión de la voz de don Filomeno y un silencio patibulario. Diez segundos mudos, quince segundos, veinte segundos, y el arrastre de la muleta al recogerla. Una escayola, una palabra congelada en la boca de don Filomeno y otra caliente y alerta en la recámara de Erasmo.

         La escayola de Erasmo inmoviliza no sólo su pie sino también la voz de don Filomeno, es coraza, rejón, sospecha, amenaza, enigma, paréntesis no resuelto.

        Don Filomeno enfila la tercera causa de Guadalete de manera entrecortada porque sus pensamientos tienen otro destino: Las hordas de Tariq encontraron el camino expedito -don Filomeno era bastante redicho en sus explicaciones-… se merecería el otro tobillo roto, para que no cojeara… merced a la ayuda y colaboración prestada por los árabes que ya vivían en…y un buen puñetazo en la mandíbula para escayolársela también y que no pueda abrir la boca, y entonces que me denuncie con razones.

        Erasmo había sido el alumno preferido de don Filomeno desde cursos atrás, hasta poco antes de Semana Santa. El profesor había apreciado en el alumno una capacidad intelectual poco común, unida a una más que notable responsabilidad, por lo que no escatimó medios para potenciar tan prometedoras facultades. Además, el chico era de verbo fluido y conversación amena, con cierta proclividad a la ironía, lo que denotaba su incipiente madurez analítica.

       Pero -siempre hay un pero que poner a estas personalidades precoces- he aquí que las causas de un cortocircuito imprevisto acarreó consecuencias del mismo tipo. El 14 de febrero Erasmo acudió a la fiesta de los enamorados. La organizaba su curso para recaudar fondos para el viaje “Fin de Bachillerato”. Una compañera, por la que se sentía encandilado en silencio y en su onanismo de cuarto de aseo, le tiró los tejos tras derramarle medio cubata en la pechera por el sistema de “ah, perdona, iba despistada”.

         Victoria -la compañera- era una belleza mediterránea, tan atrevida, enamoradiza y voluble como mala estudiante. Tentación a la que Erasmo rehuía sucumbir desde el curso anterior, no por temor a la tentación misma, sino porque con sólo acariciar la posibilidad de la relación se maliciaba un terreno demasiado resbaladizo para él. Su desenvoltura intelectual era inversamente proporcional a su timidez emocional.

         Victoria, que, por su parte, desde meses atrás llevaba haciendo un seguimiento a su rutilante compañero, tomó la iniciativa aquella noche. No con intención de enamorarlo, sino simplemente por comprobar si las capacidades erótico-amatorias de Erasmo se hallaban al nivel de las intelectuales.

          Con medio cubata sobre el pecho y tres entre pecho y espalda, Erasmo zozobraba cual Cupido con las alas mojadas. A duras penas lograba que remontara el órgano de la emoción, y cuando lo conseguía, le duraba sólo unos minutos y en vuelo rasante. Así que aquella fiesta de San Valentín quedó en fracaso, calificación de insuficiente.

          Pero al día siguiente Erasmo, herido en su pátina, no cejó. Planteó a Victoria la posibilidad de recuperación, y ella le permitió una segunda oportunidad. Cada uno era para el otro nimbo del laurel al que no querían renunciar a las primeras de cambio, y menos por la gresca que se habían montado Cupido y San Valentín a cuenta de ellos por unos cubatas.

          La relación prosperó. Y a medida que se incrementaba y alimentaba, decaían, minoraban, menguaban las calificaciones de Erasmo. Fosforeaba el amor, o lo que fuera, a la vez que en cadencia asimétrica palidecían las notas de Erasmo y la cara de don Filomeno al comprobarlas.

         El alumno dilecto cambió definitivamente de idiolecto una mañana de rabona, de novillos, de pellas…, en que Victoria lo condujo a su cuarto aprovechando la ausencia de sus padres. Fue la culminación, el clímax de un proceso mutante, en el que Erasmo dejó de estudiar en los libros para hacerlo en las simas y ondulaciones de la piel de Victoria. A la hora del Guadalete de don Filomeno, don Rodrigo Erasmo retozaba con la Cava Victoria.

        La noticia se difundió cual horda sarracena y llegó al análisis -causas y consecuencias- de don Filomeno.

         A los pocos días el profesor atajó a Erasmo en la puerta del gimnasio.

 -Alto ahí -los brazos en jarra cual segurata de discoteca-, Emilio Rascón Moreno.

        Erasmo sabía que cuando don Filomeno lo llamaba con el nombre completo y no con el acrónimo le anunciaba un chaparrón.

      Chaparrón, aguacero, diluvio de improperios. Ante la mirada atónita y cínica de Erasmo, don Filomeno amargueó decepciones y desplegó amenazas mil, dos mil. Cuando iba por la tres mil y pico el cinismo de Erasmo evolucionó a ira de dientes apretados, y poco antes de la cinco mil, cuando las amenazas rayaban la burla, al alumno se le soltó el freno frenético y, como le debían de quedar restos de respeto hacia el profesor, arreó una patada a la puerta del gimnasio, con las mismas ganas que si fueran los testículos de don Filomeno -su primera intención, sin duda.

        A Erasmo lo atendieron en urgencias de nosecuántos esguinces en el pie derecho. Lo sorprendente fue cuando respondió al médico sobre el origen de la lesión:

        -Ha sido don Filomeno. Me ha dado un pisotón y un puntapié. Y todo porque no he ido a su clase esta mañana.

         El médico pasó el parte al juzgado.

         Don Filomeno recibió la denuncia entre el estupor de la sala de profesores, a los que juraba y perjuraba su inocencia. Pero las sonrisas escépticas con que lo escuchaban eran nada halagüeñas. De poco sirvieron sus incesantes y firmes desmentidos, los detalles de cómo había ocurrido realmente el incidente, ni su fama de flemático, a la que también recurría como último argumento:

        -¿Pero tú, siendo como yo soy, me crees capaz de hacer eso?

          La noticia trascendió a la clase discente, y corrió por el instituto cual mancha de aceite, reguero de pólvora o fuego quemando retama. La crueldad de los alumnos no se hizo esperar. El otrora intocable, incombustible, inextinguible y respetable don Filomeno era foco de escarnio. A sus espaldas o en sus narices, en clase, por los pasillos o a la puerta del instituto, con descaro o socarronería, en toda la panoplia que va desde la ironía más sutil a la grosería más burda.

        La flema del profesor naufragaba, y cuando no, desbarraba. Aquel acoso ambiente hacía que el carácter le fuera cambiando a sanguíneo, y hasta a colérico en ocasiones, con la consiguiente pérdida de solidez en clase y tino en las explicaciones, sobre todo con el grupo donde se encontraba Erasmo.

         Buscaba desesperadamente testigos el aciago don Filomeno con los que defender su inocencia. Tarea ardua e inútil, pues los hechos nadie los presenció, todo el mundo estaba en clase.

  Se acercaba la fecha del juicio y la depresión se expandía y plagaba el corazón docente de don Filomeno. Ten alumnos para esto -se lamentaba-, ¿cómo has podido a tus años caer en trampa tan estúpida?

         Cuando todo parecía perdido, a dos días del juicio encontró una nota anónima y manuscrita en la cartera de clase: “Te apoyaremos”.

         ¡Coño, parece la letra de Victoria!, se dijo boquidifuso. Le sobrevino un minuto de ánimo, de entusiasmo, de esperanza…, seguido de horas de tribulación. Recelaba, y mucho. Sospechaba si aquel papel con frase tan escueta y brumosa no era portador de la penúltima crueldad antes de llegar al juicio. ¿Cómo iba a declarar Victoria contra su último ligue?

         Victoria, siempre la sombra de Victoria, en el origen del problema y ahora dispuesta a colarse en el desenlace fatal. Enviciado afán de protagonismo, que flagela primero las meninges intelectuales de Erasmo y ahora las emocionales de don Filomeno. ¿A qué viene tanta humillación?, se preguntaba mohíno el profesor maculado a escasas horas del juicio.

       Efectivamente, encontró a Victoria en el hall de los juzgados, junto con tres compañeros más del curso. Don Filomeno les tramitó un saludo mustio sin detenerse. Respondieron con una sonrisa que el profesor no acertaba a descifrar mientras se dirigía a la sala de juicios, lo mismo podía ser de conmiseración y solidaridad que de ignominia o sarcasmo.

        Declaró Erasmo, declaró don Filomeno. El juez pidió testigos. Entró Victoria y juró decir toda la verdad. Los hechos de autos (sic) los habían visto unos pocos desde la puerta de la clase; como el profesor tardaba en llegar, habían salido a ver si venía:

         -Estaban discutiendo, pero don Filomeno no hizo nada -aseguró ella con aplomo digno de la mejor causa-. Fue Emilio solo, que, como estaba cabreado, le pegó una patada a la puerta del gimnasio.

         La mirada de Erasmo alucinaba, a la par que el pecho de don Filomeno hiperventilaba.

        Uno tras otro, entraron ante el juez los tres compañeros restantes: Santi, que había disputado a Erasmo el liderato intelectual del grupo hasta que lo desbancó la irrupción de Victoria; Quique, el más golfo de la clase, antecesor de Erasmo en los avatares sicalípticos de Victoria, y Toñito, el más vago de la clase, íntimo de Quique. Los tres repitieron punto por punto, casi coma a coma, la declaración de Victoria.

       Erasmo salió del juicio con rostro controvertido, el entrecejo fruncido, la mirada dislocada por el rumión de pensamientos y los labios afilando un bisbiseo de reproche infinito: cómo he sido tan gilipollas, le cuento la verdad y ella va y me la juega, toma, por chulo, ¡gilipollas! ¿Pero por qué?

       Don Filomeno se despidió de su abogado a la puerta de los juzgados con cortesía de agradecimiento contenido. Luego, mientras se alejaba, liberó eufórico el rostro, una gota de lluvia en el lagrimal, y la pregunta de por qué aquellos cuatro chavales… Miró en derredor, ya no estaban. La respuesta a la vuelta de la esquina, de la ciudad de la justicia, allí se topó con Victoria y Santi. Medio escondidos entre coches aparcados flameaban en pleno morreo.

         Misterios desvelados. Causas y consecuencias.