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lunes, 19 de octubre de 2015

EL PANEGIRISTA (y 4)

   He dormido profundamente, como en los mejores años de mi secular timidez. Pero, claro, dormir no resuelve dilemas de envergadura, sólo facilita puntos suspensivos entre corchetes y despertar con mente más fresca.
   Así he amanecido esta mañana, pero con secuencias de los últimos días entremezcladas, vertiginosas, nítidas o nublosas, vocingleras o sigilosas, racheantes o cegadoras, babélicas.
   Desbrozar, urge desbrozar. Aunque me encuentro en el taller, la perspectiva sobrepasa ebanisterías y se desboca hacia estrados y tribunas.
   Como queda dicho, mi inclinación por la oratoria atraviesa un momento crucial, prendida del vértigo de un trance, atrapada en un batir de alas retenidas.
   La Mejorana y la timidez, insólita conjunción astral que amenaza con desconfigurarme el presente y resetear el futuro.
   Y sin embargo, nunca he sido de resolución trascendente. Siempre he rehuido las disyuntivas, la elección radical. Eso del cruce de caminos inexorable me ha parecido una coacción inadmisible, obscena, blanco o negro, arriba o abajo, todo o nada, cara o cruz, etc. Y tampoco es que me atraiga especialmente lo de la tercera vía, esa moneda de nuevo cuño sacada de una almoneda para definir qué. Siempre me ha parecido que la vida y el pensamiento mismo te ofrecen una variada gama de opciones para cualquier decisión, por importante que se muestre.
   ¿Debilidad de carácter? Quizás tampoco me importaría demasiado el reproche. Vale, lo acepto como defecto de personalidad. A lo mejor más que equilibrado soy un equilibrista. Pero ahora, jo, me siento a punto de caer de la cuerda floja, y el problema es que no sé si caeré hacia un lado, hacia otro, si realmente caeré y, lo más importante, si caigo, ¿habrá red o no?
   Me despiertan del todo unos golpecitos en la puerta del taller. Son las ocho y media de la mañana. Pienso: mi padre, a saber con qué intenciones, o el cura dispuesto a mandarme al infierno antes del pecado, o mi madre que no ha podido dormir en toda la noche porque su hijo..., ¡coño, o la Mejorana!, que ayer llamó así con esos golpecitos melosos. Salto del sofá, me atuso con premura y primor, lo que me permiten los nervios, y bajo atropellado a abrir, convencido, pero convencido es poco. Es la Mejorana, seguro, ¡ya voooy!
   Tiro de todos los cerrojos con la fortaleza y la rapidez de la certeza. Abro en un segundo con el brío garboso de una tilde. Y miro, ansia, jadeo frenado en seco.
   Eduvigis Ruiz Manosalvas, la Mejorana, aguardaba tras la puerta. Su imagen, un relampagueo de pupilas. Me hago a un lado, entra con esos pasos, con ese tipo de pasos del que sólo algunas mujeres son capaces. Ya dentro, se vuelve para preguntarme con la mirada y le respondo con gesto intuitivo hacía la escalera que sube al despacho.
   Allí, los dos de pie, frente a frente, peleo contra el absceso de timidez, me socorre una ocurrencia que pretende desdramatizar:
   -Parecemos dos pistoleros a punto de…
   -Déjate de bobadas. Soy de retos, sí. Pero tú…
   Mira en derredor, leve exploración, y se sienta en el sofá, como si confiara a sus mullidos cojines el alivio de una tensión. Ahí soy consciente de mis debilidades o de mis fibras, y creo que ella también, porque mis ojos, inquietos y propensos, aun guarecidos tras los párpados, volarean como despistados hasta recalar incondicionales en los límites de sus muslos cruzados. Momento en que la pierna dominante comienza ese movimiento oscilatorio que tanto bien hizo por mi discurso de la otra noche, sólo que ahora acompasa sus palabras casi como un metrónomo:
   -De lo que te dije ayer -se detiene, pausa de exordio, verificación, mira el reloj-, no hace ni veinticuatro horas, ¿verdad?
   Como no necesito comprobarlo, mantengo la mirada, el tipo y el silencio en la misma dirección. Tampoco ella esperaba respuesta. Y sigue:
   -Te lo puedo repetir ahora con la misma sinceridad, todo, todo, todo -mágica aseveración en escala intensiva que reclama mis ojos hacia los suyos-. En eso no ha habido el más mínimo cambio, te lo puedo jurar por lo más sagrado. Pero no te conté toda la verdad. Y para eso he venido, para que la conozcas completa. Por si más adelante algún mala sangre va y te lo explica de aquella manera… -otra pausa, dramatización espontánea, inspirar, expirar y seguir-. Aquí donde me ves, con esta pose de desenvuelta, con esa familla de triunfadora, inaccesible y casi matahombres, soy una mujer débil, ya te lo he dicho. O mejor, una persona débil, porque eso de cargar siempre las mujeres con el mismo sambenito… ¿O es que tú, por ejemplo, no lo eres?
   Ofensiva tan directa me paraliza momentáneamente el proceso natural de filtrado del cerebro. Pero también me proporciona un asidero de urgencias:
   -Que no soy qué, ¿mujer o débil?
   No, no voy a recrearme en el acierto. Un minuto mágico de distensión, sus risas de caricia, hay que ver cómo eres, y vuelta al proceso:
   -Bueno, ya lo sabes, tengo un problema. Voy a ser clara, el amor. He tenido bastantes novios, quizás demasiados, y no sé si… pero… Cada vez se me hace más difícil diferenciar entre amor, cariño y buitres… A los buitres los calo enseguida, o eso creo; pero últimamente, no sé si por las prisas de la edad, que no para, me cuesta más distinguir entre amor y cariño… Y siento como si…, como si ya me conformara con el cariño…
   De nuevo se detiene, hasta la pierna metrónoma ralentiza. Mis pulmones no daban abasto. Pero ella, otra vez inspiración-expiración, mirada que parece recorrer mundos, confiesa:
   -Tú me has emocionado -pausa de tragar saliva-. Pero desde hace unos meses el cariño y la determinación de otro tampoco me han dejado indiferente. Me halaga, a qué negarlo. Pero creo que sé distinguir, eh, lo mío por él es cariño; y lo suyo, pasión. No cuadra mucho, ¿verdad? Conste que él se la juega, tiene mucho que perder... Y un tío que arriesga tanto por ti…, pues qué quieres que te diga… Este año ha ido a verme a Madrid en plan clandestino por lo menos diez o doce veces. Al principio disimulaba con eso de qué casualidad vernos y tal, pero a la tercera o cuarta… Sería un escándalo tremendo, y le importa, créeme, pero le puede más… Está dispuesto a pedir la dispensa y dejarlo todo para casarse conmigo… Bueno, te voy a decir quién es, don Zoílo.
   Cloc, el interruptor, fundido en negro. Disparo de alarmas, ahhhhh, ahhhh, y ahhhhhhhh….. ¡El cura del Diezmo!
   Recuerdos como lanzallamas, su enigmático acompañar a la Mejorana en la primera fila de mi discurso, y después durante la fiesta su irrupción cuando la Mejorana me situaba en el vértice de su primera caricia, sus Evas, Salomés y Magdalenas de ayer, falso, más que falso, las advertencias de mi padre advertido por el cura, y las que mi madre me tenía guardadas por la misma vía… ¡Hijo de…de…de la viruta! ¡Me teme! ¡Teme que yo…
   Seguramente ella traía previsto el guión, porque tras esos segundos de encefalograma descoyuntado va y activa la corriente con su voz de seda:
   -Pero si tú…
   Y se levanta, y me acerco, nos acercamos, los brazos en ruedo, y besos que superan las comisuras, y las manos enloquecen y desabrochan botones y cremalleras y desnudan, y embebecidos nos vamos reclinando en el sofá, ávidos de caricias, un tornado sin retorno, mientras un pensamiento lábil, vengativo, se me escapa, “por lo menos esta vez sí me cobro el diezmo, cura del timo; de momento el futuro queda por escribir”.
   Luego nos sumergimos en la piel.

lunes, 28 de septiembre de 2015

EL PANEGIRISTA (3)

   Anteayer fue el día siguiente. Me levanté como si tal, como si efectivamente la almohada me hubiera enjugado, empapado y absorbido mis cuitas. Retomé mis rutinas y mis trabajos, en concreto el encargo de una balaustrada de madera para la escalera interior de un chalet de nuevo rico. Concentrado, sin concesiones a la melancolía o como quiera que se llame eso que custodiaba la almohada.
   Sin embargo, no avancé mucho, el taller registró más visitas de las habituales, la mayoría para transmitir los ecos de mi discurso, y alguna que otra por trastear alcahueteos. Pero yo, agradecimientos y respuestas blancas; por lo demás, a mi gubia.
   Ayer, sin embargo, me asedió un cuadro meteorológico fragoroso, bandazos de pronóstico reservado, o sea, sin pronóstico.
   No llevaría ni diez minutos aplicado en el anillo de un balaustre, cuando la Mejorana hizo su aparición. Unos golpecitos educados y cálidos en la puerta, que no esperaron permiso para entrar. Yo miraba hacia atrás para concederlo cuando, eso, la Mejorana hizo su aparición. Una verdadera aparición, aureolada, ontológica. Primero me incorporé, escorzo de secuencia a cámara lenta, incertidumbre, titubeo y asombro. Después me fui acercando a ella como si, no sé, pongamos un tremolar de bandas sonoras, que templó enseguida el dial de su voz:
   -Ese chisme, ¿puedes dejarlo por ahí un momento?
   En cuanto lo pidió mi fantaseada Venus de…, la gubia se me cayó de la mano. Entonces, decidida, su último paso, un latido de saludos y otra vez ese beso tan medido a milímetros de la otra dimensión. Luego el giro de su mirada entretuvo unos segundos de observación por la esfera del taller. Mis ojos seguían corderitos y expectantes el recorrido de los suyos, hasta que pausados volvieron a los míos con palabras pautadas:
   -Voy a quedarme unos días por aquí, si quieres podemos vernos más veces. Sobre todo si te interesa mi oferta de la otra noche, iba en serio, vente a Madrid. Estoy convencida, mereces mucho más que esto, vales mucho más de lo que imaginas. Además, en Madrid me tendrás a mí para todo lo que necesites, o lo que quieras. Y cuando digo todo, digo todo.
   Mudo, rojo, perplejo, tridimensional. Ese todo, tan promisor, tan entregado, tan postulante y suplicante a un tiempo, tan…, tan…, tan lascivo también. Más que Mejorana, se me antojaba menta piperita. Intenté escapar por la lógica:
   -Pero tú tienes novio, ¿no?
   La respuesta entre sonrisas de disculpa me dejó fuera de cálculo:
   -Ah, vaya, tenía que haber empezado por ahí. Javier no es más que un empleado de la empresa. Me lo he traído para espantar moscones y de paso callar algunas bocas. Tú sabes, el barrio, vienes de Madrid, la gente supone, y en fin. Pero no. Él hace su papel, un acuerdo profesional, es su trabajo, siempre en cosas de seguridad. De su vida personal apenas sé nada, y tampoco me interesa. No -jajaja-, no es lo que parece. Aunque parece de verdad, ¿eh?
   Ahí se detuvo un instante. Siguió, seriedad y miel:
   -Vente a Madrid. Voy a confesarte algo muy personal, soy prepotente y débil. Una mezcla confusa, ¿verdad? Se cruzan tantas líneas de dinero y orgullo y arrogancia con el amor, el cariño, la atracción, la pasión, que no sé si… la decisión… qué difícil.
   En trance de lagrimear, no se lo permitió. Se volvió y se apresuró hacia la salida con un improvisado ya nos veremos.
   Mientras yo me quedaba allí medio noqueado, a las diez de la mañana de un día que resultaría, ya digo, particularmente turbulento o parecido.
   Hora y pico después llegó mi padre. No me aclaró por qué casualidad había visto salir del taller a la Mejorana. Tampoco me preguntó a qué había venido. Traía sus propias conclusiones en formato de advertencias ya elaboradas, por orden de importancia, de mayor a menor.
   Sin circunloquios, sin adornos, directo, categórico: por si acaso no me había dado cuenta, esta mujer no me interesaba, olvídate de sus melindres, ya me han contado que no perdió detalle de tu discurso ni te quitó los ojos de encima en toda la noche, muchos se han dado cuenta de que te tenía alelado, que triunfa en Madrid, vale, pero que vaya usted a saber cómo, porque el pasado que tiene en el barrio es tremendo, escandaloso, indecente o casi, pero tu padre siempre ha estado orgulloso de su hijo, trabajador y honesto donde los haya, y bien que lo está demostrando, con un futuro que ya lo quisieran muchos padres para sus hijos, y aunque atraiga la belleza y el dinero como a cualquiera claro, la una pasa y el otro no da la felicidad, con ejemplos así, así, a porrillo, todos los días.
   Remató con que, según sus cálculos, por la cuenta corta me sacaba dos años por lo menos. Sin opción a réplica, ni en las comas instantáneas para tomar aire, donde yo intentaba colar algún pero…pero…, ni en el final de portazo con que se despidió.
   El taller se sumió en silencios, y yo… en lo mismo, sólo que solo.
   Al cabo, fuera metafísicas, la gubia y el reacio anillo del balaustre. El resto de la mañana y buena parte de la tarde. Exactamente hasta una media hora antes del cierre, en que me honró -¡me honró!- con su visita el inefable cura del Diezmo.
   Vestía de cura en esta ocasión. Porte adaptado, entre conventual y patricio (siempre ha sido muy versátil don Zoílo), pero ojos felinos, eso siempre, y un saludo de confesor, tono matizado y fosco que confirmaba mis sospechas. Su hablar lo acompañaba con un paseo escueto, ceremonioso y circular en torno a mi banco de trabajo cual araña tendiendo sus hilos.
   Comenzó con una aproximación doctrinaria a Eva, Salomé y María Magdalena. Personajes recurrentes de los curas para cuántisimos paralelismos. En versión de don Zoílo, la Mejorana era meritoria para emularlas. La Mejorana, proclive a caer en la tentación, como Eva. Su seductora belleza, quién sabe si capaz de inducir al crimen, como Salomé. Y su turbio historial, posiblemente equiparable al de la Magdalena. Aunque, como de esta última no podía obviar el arrepentimiento, adjuntó enseguida la intervención decisiva de Jesucristo, nada comparable, por supuesto, a mis posibilidades redentoras con la Mejorana, por mucho que esmerara mi capacidad de persuasión. La enmienda de esta mujer sólo podría llegar, como la de la Magdalena, de la intervención divina, o, por delegación, del ministerio sacerdotal. Se apresuró a revelar que él estaba laborando -esa fue la palabra- en tal empresa, pero todavía no había apreciado contrición significativa.
   Después pasó a mi alma. Con un currículum que intuía (me pareció que dudaba si asegurarlo) virgen, inocente, noble, recio frente a tentaciones y asechanzas. No podía sucumbir ahora ante un mal viento, impuro, dañino, mefistofélico.
   Continuó con apelaciones al orden emocional establecido. La preocupación de mi padre, que este mediodía había recorrido media ciudad para confiarle sus temores, lastimero, desolado, mucolloroso. La desconsolada aflicción de mi madre que mi padre le transmitió. El recelo en el que se debatirían -suponía el cura- el resto de mi familia y todos los amigos que me quieren bien, y que habrán presenciado, sin duda, los devaneos de la Mejorana conmigo, sin contar por descontado (esta expresión no la entendí muy bien), las opiniones de las autoridades y demás personalidades asistentes al acto de la otra noche.
   Y concluyó con argumentos de orden pragmático, más a pie de obra: el pilar de mi vida, mi meteórica proyección profesional, tanto en lo tocante a carpintería como a orador, y su insólita vertebración, digna de superar el minuto de gloría de la noticia universal, el ebanista panegirista.
   Sin olvidar resultados crematísticos incontestables. Que me acarrearían también nuevas tentaciones de la carne, también, ojo. Hasta que por ahí, o por quién sabe qué otro destino, me llegue el amor y la compañera para toda la vida. Pero todo este magnífico futuro me lo estropearía la Mejorana.
   Final de su homilía unipersonal y peripatética. Se detuvo frente a mí, que había permanecido todo el tiempo sentado y empequeñecido tras el esqueleto de la balaustrada. Aguardó enhiesto, brazos cruzados, con su mirada felina retándome desde las antípodas. Pero me vio acorazado en el silencio y renunciando a la réplica. Se dio la vuelta soberbio y frustrado y salió sin un mísero paternóster.
   Hasta bastantes minutos después no me levanté y vadeé con pasos indecisos la futura balaustrada, circunstancial frontera entre sus palabras y mi irritante mudez.
   Subí las escaleras al despacho con piernas abotargadas, reacción somática del follón que hervía en mi cabeza. No sé, buscaba cobijo, o algún reposo para mis laceradas sienes. Sin embargo, lo primero que hice fue llamar a mi madre para decirle que tenía mucho trabajo atrasado y me quedaría a dormir en el taller. En principio, nada extraño para ella, ya lo había hecho otras veces desde la remodelación. No le gustó. Por sistema tampoco le había gustado en anteriores ocasiones; pero en esta, menos. Se le escapó que quería hablar conmigo de algunas cosillas, indefinición más que suficientemente definida y definitiva para mí. ¿Tú también, madre mía? ¡Madre mía! Definitivamente me quedaba en el taller.
   Luego bajé, cerré la entrada a cal y canto, subí de nuevo, apagué, cuidadoso y metódico, interruptores de máquinas y alumbrado industrial. Sólo mantuve en el despacho la luz del flexo, y me recosté en el sofá.
   En semejante postura, relajada, balsámica, no tardó el baile de los abejorros.
   Irritante mudez, retomaba mi primer pensamiento tras la espantada del cura. Analítica vivisección. Irritante para ellos, -por orden de aparición en escena- la Mejorana, mi padre, el cura y mi madre por alusiones. Para la Mejorana por mi renuencia al sí; y para el equipo contrario, por lo mismo con el no. Irritante para mí porque había esquivado sus balas con quiebros taciturnos. Jo, ¿cabía abstención más férrea?
   No me costó escarbar demasiado para situarme en un plano contiguo o superpuesto, la timidez. Mudez, timidez, de médula y orografía tan cercanas.
   Poco a poco fui descubriendo lo ocurrido por mi espíritu en las últimas cuarenta y ocho horas. El virus de la timidez, que creía haber arrojado para siempre del carácter, permanecía en mí, sólo que en stand by. Ahora súbitamente el sistema inmunológico, misterios de la ciencia, había tomado cartas en el asunto y reactivado el cortafuegos.
   Ese responder con evasivas a los palmeros y correcotillas de anteayer, esa pregunta insulsa sobre el novio que hice a la Mejorana como única réplica a la catarata emocionada de su fascinante oferta, ese balbuceo adversativo, entrecortado y minúsculo con que fui encajando el abordaje de mi padre, esa reserva contumaz en que me refugié ante las disquisiciones del cura, ese apresurado soslayar los deseos de mi madre. Evidente, febril y controvertido reencuentro con la timidez.
   Sentado el diagnóstico, la causa tampoco albergaba dudas, la Mejorana. Pero sondear las consecuencias, adentrarse por ese universo sin fanal ni balizas, me daba eclipse, en el entendimiento y en los párpados, que cautamente me estaban trasladando al sopor y al sueño.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

EL PANEGIRISTA (2)

   Del pálpito a la realidad. Ni en los mejores sueños. Por Pascuas don Zoílo reapareció por el taller. En principio parecía visita de cortesía, pero me puse en lo peor: otra vez me va a tangar, pensé. Desde luego, no me sorprendió; raro que los curas se conformen con llamar dos veces como el cartero. Pero esta tercera tomó rumbo diferente enseguida. Este hombre de Dios, pero hombre al fin y al cabo -reconocía con tanta humildad como impostura- y aquejado de cierta mala conciencia, querría compensarme, enjugar mis resquemores. Nada menos que con una de esas hermandades de romería primaveral. Aquí hay pasta, me aseguraba, ni libracos ni cursilerías. Te pones vibrante cuando la iglesia dé el campanazo de salida, y billetes, nada más que billetes, si acaso también alguna medallita para cubrir apariencias y acallar remordimientos. Si no te fías de mí, pregúntale a tu padre, no te digo más.
   Tenía la sensación de que me hablaba un trilero en vez de un cura. Pero consulté a mi padre, me pidió que aceptara y acepté.
   No me resultó tan engorroso: enaltecimiento de cómo los peregrinos enjaezan sus almas tan ricamente como sus caballos, carretas, atuendos de la tradición, aperos gastronómicos y vináticos, símil bien horneado y profusamente ornado con selecto florilegio del cancionero popular y apócrifo, todo en una línea altibajosonante con intervalos enfáticos, sibilantes o cavernosos. Delirio final, vítores, olés y tromba orquestada de palmas rocieras.
   Omito por pudor el estipendio -el término es del cura- recibido: lo que no me daban en tres meses mis trabajos de ebanistería, y encima la mitad en negro. También cayó la medallita predicha, también, trofeo que guardo prudentemente en un cajón del despacho del taller.
   La siguiente ocasión llegaría un par de meses después. Estaban organizando un homenaje a don Roque con motivo de su jubilación, mi maestro y el más querido del barrio durante años. Me propusieron intervenir, pero no como uno más de la lista de admiradores y agradecidos exdiscípulos o solícitos poderes fácticos del barrio como AMPAS, Asociación de Vecinos, comerciantes, etc., además del omnipresente cura del Diezmo (¡qué habilidad la de este hombre!, ¡siempre haciéndose hueco!). No. Me pidieron glosar la figura de don Roque como colofón estelar y lapidario del homenaje. Aunque, eso sí, me lo dejaron claro desde el principio, aquí no había prevista gratificación ni regalo conmemorativo, sólo la plusvalía emocional que generara.
   A mí, don Roque… Creo que tuve mejores maestros, pero como era tan cariñoso y buena gente… Consulté a mi padre, me pidió que aceptara y acepté.
   Me puse a desempolvar palabras y expresiones del recuerdo, petrolearlas y lubricarlas para dar el máximo lustre a homenaje tan entrañable para el vecindario.
   Pues conseguí una cerrada ovación, estruendosa, multiplicativa y con lagrimillas deslizándose inevitables desde la flor de las pestañas, más el compungido y febril abrazo de don Roque.
   Tres panegíricos, tres éxitos que se fueron expandiendo por el barrio mediante las vías habituales, la predigital del boca a boca y la que incluye el genérico denominado redes sociales.
   Poco tardaría la oferta que me tiene paralizado el hilo de la travesía, crítica, en el tris de la indecisión.
   Tras el verano, se cumpliría el centenario de la fundación del barrio, y la Asociación de Vecinos aspiraba a festejarlo por todo lo alto. El presidente de la Asociación se interesó personalmente por mi intervención: para solemnizar el acto central de tan magna conmemoración, nada mejor que un inflamado discurso. Quién como tú, argumentó en plan irrefutable. Aderezó además la oferta con lisonjas de rango, asistirían autoridades y representaciones sociales, laborales y religiosas de primer nivel. ¿Religiosas? El cura otra vez, me temí, mientras él desgranaba una lista prolija y farragosa que finalizaba con la Mejorana. Ahí recuperé la consciencia. ¿La Mejorana?, pregunté.
   Ipso facto, el presidente estrechó el cerco, había dado con el señuelo para mi consentimiento. La Mejorana era hija y nieta del barrio. Aunque el apodo le venía de algún ascendiente más lejano. Según los mentideros, este antepasado acostumbraba a aprobar actitudes, comportamientos o comentarios con el adjetivo `mejor´. De modo tan reiterativo que con el tiempo la cháchara popular determinó identificarlo por el Mejorano. El término prosperó y se convirtió en legado genealógico. Hasta recaer actualmente en Eduvigis Ruiz Manosalvas.
   La chica, siguió el presidente, cuando jovencilla se resistía al mote, tanto que repartió más de un sopapo entre sus compañeros de instituto. Lo que conllevó el lógico efecto contraproducente: la irremediable expansión del uso de tal alias. Ella, como en el fondo no lo percibía esencialmente ominoso, se rendiría pronto a la evidencia, máxime cuando tampoco le seducía de modo especial el nombre de pila que le habían endosado -omitió quién había perpetrado tal denominación a la recién nacida-. Así, terminó por preferir Mejorana a Eduvigis. Sin complejos, con clase y frescura, hasta sus actuales treinta y pocos años.
   Como la anécdota no conseguía distender mi entrecejo interrogativo, el presidente amplió su argumentación. La magnitud del evento reclamaba cuidar todos los detalles. Entre otros, el barrio merecía que lo honraran con su presencia sus prohombres y promujeres -así se expresó el tío-. Eduvigis la Mejorana proporcionaría empaque y glamour. Vivía en Madrid, haría unos diez o doce años, a donde marchó a lomos de una suculenta beca para estudiar Económicas. Y no volvió al barrio. Cuando terminó la carrera paseó expediente académico por algunas empresas del ramo, sin fortuna. Pero no se amilanó. Intuitiva y valiente donde las haya, decidió una suerte de reciclaje y, con algún dinerillo prestado por su padre o no se sabe quién, abrió un gabinete de estética por La Gran Vía. Tuvo suerte. Al poco abrió otro en el barrio de Salamanca. Luego en La Moraleja y recientemente en Toledo capital. Está montada, pero no ha renegado de sus orígenes -aseguraba el presidente al borde de la veneración-. Viene con frecuencia a pasar unos días con sus padres y, lo más importante, se ha puesto el nombre del barrio por montera y en su firma comercial.
   Pensé que ya había terminado, pero no. Tomaba aire para añadir un registro más. De entrada, Eduvigita, además de listísima, era una preciosidad -aquí le afloraron unos ojillos tiernos de viejo libidinoso-. Inició una descripción de melenaza, ojazos,... con aumentativos que interrumpió abrupta y prudentemente cuando ya salivaba retrato abajo, para retroceder a la sonrisa graciosa y esmeralda de esta mujer, por ahí se entretuvo mientras rebuscaba alguna justificación a su traicionero subconsciente. Resultado tragicómico, farfulleo de sugerencias: mi ardiente prosapia versus las incógnitas curvas de la Mejorana.
   Corrigió el asomo de patinazo flagelándose con un olvido de categoría bien distinta. Un pequeño detalle de gran importancia. La Asociación premiaría mi discurso con un sustancioso emolumento, por supuesto, por supuesto, faltaría más. Además de los fondos propios contaba con una magra subvención del Ayuntamiento para el evento -el evento, término estrella, recurrente, sobado, de la última década-. Alguna ínfula de concomitancias ideológicas se le escapó. Luego añadió una cifra de cuatro dígitos (sin comas) y dio por concluida la exposición. Epílogo de aliento expectante, que relajó levemente en la despedida, cuando le prometí una pronta respuesta. Supuse que la interpretaba como la mejor disposición.
   Consulté a mi padre, mi padre consultó a su vez. Desconozco a quién o quiénes, aunque lo intuyo. Luego me pidió que aceptara y acepté.
   Aun con todo el verano por delante, el tiempo me venía más que ajustado. Porque, bien que siempre yo había vivido en el barrio, bien que la carpintería me tenía incardinado en él, bien que la mayoría de mis clientes procedía de este entorno y por tanto conocía buena parte de su idiosincrasia, bien que mis amistades, relaciones sociales, tertulias y tal radicaban en el perímetro del barrio principalmente desde que abandoné mis timideces y complejos adyacentes, bien que todo eso me proporcionaba abundante información de la que servirme. Pero en realidad, a mí, el barrio como tal, su dinámica existencial, sus traumas y verbeneos apenas me habían empollado un sentimiento de integración en la tribu, ni esta falla me había causado una mísera resaca. Así pues, me importunaban dos hándicaps de envergadura: historia del barrio, de sus fortunas y adversidades, y creérmelo, o sea, interiorizar su presente sociológico.
   Para lo primero, consideré imprescindible dotarme de amplia documentación, oral y escrita. Para la escrita acudí a los archivos provinciales y locales, municipales y religiosos, al google y a la wikipedia (curiosamente estos dos últimos me proporcionaron casi más información que los otros). Y para la oral me aventuré por un rosario de visitas programadas o espontáneas a los más viejos del lugar, con resultado desigual, claro: mudas, particulares o expansivas.
   En cuanto a subsanar mi otra carencia, asumirme como espécimen vivo del barrio, agucé la observación del presente y el análisis retrospectivo, intentando en lo posible superar el hervidero cáustico que me socarroneaba a cada reflexión.
   Arduo esfuerzo de responsabilidad cuya prueba de fuego no habría que fijarla en ese instante inicial donde el orador afronta un auditorio repleto en la carpa que ocupa casi la totalidad de la plaza del barrio. No. Tampoco me intimidaba esa primera fila con todo el señero muestrario de autoridades y representaciones, rostros circunspectos, poses en expositor. No. Ni el alcalde con su lustrada vara de mando, ni el presidente de la asociación de vecinos acicalado de tal, ni el obispo vestido de ceremonia civil, ni el consejero de asuntos sociales con su afectación de autoridad supralocal, ni el rector de la universidad, ni los decanos de sus facultades, ni el presidente de la asociación de cofradías, ni el presidente de la confederación de asociaciones de vecinos, ni el presidente de la cámara de comercio, ni la directora de los museos municipales, ni la directora del archivo municipal, ni la directora de un instituto del barrio, ni el director del otro instituto del barrio, ni los directores de los cinco colegios del barrio, ni los tres directores de las tres sucursales bancarias del barrio, ni el presidente de la asociación de comerciantes del barrio, ni los presidentes o directores de obras sociales o fundaciones sin ánimo de lucro, ni los directores de periódicos y radios provinciales, ni los secretarios provinciales de los sindicatos, ni el cura del Diezmo, de riguroso paisano, que a saber por qué se había colado en esa primera fila (aunque ahora ya sí lo sé), ni el ramillete de prohombres y promujeres del barrio. No, ni en conjunto ni parcelados.
   Tan sólo la Mejorana, que ocupaba plaza entre un catedrático de derecho penal, uno de los prohombres de marras, y el cura del Diezmo. La imagen iridiscente de Eduvigis la Mejorana era lo que verdaderamente me desequilibraba. Sus ojos almendrados, mejillas de albaricoque, labios de falso botox, cabellos de cobre fundido, cuello de caoba láctea, y de ahí para abajo un sinuar de alabeos que cautivan hasta el filo de la minifalda ínfima y arrebatan hasta el sometimiento de la hipófisis, mi mirada prendida en travelín descendente y ascendente. “Venus de la gubia”, concedí a mis ensoñaciones (la salsa que se gasta la imaginación).
   Decenas de focos fueron oscureciendo hasta el silencio opaco, a la vez que fosforeaban las candilejas que nimbaban mi estrado hasta condensar un luminar cálido y solícito.
   Mi mirada se dirigió hacia la panorámica oscura y silente, pero alguna venilla de mi nervio óptico no perdía de vista (valga la redundancia) las piernas de la Mejorana oscilando una sobre la otra. La imaginaba desnudándose para mí y… puaff… ensayaba en mi interior una anticadencia tonal que sería envidia de cualquier aprendiz de diputado. Todas las membranas del sistema sensorial, todas, más esa libidinosa venilla del nervio óptico me alertaron: he aquí el momento crucial, la fecha D, el momento H, la travesía del Rubicón, el cruce del cabo de Hornos, el asalto a los cuarteles de invierno, el fatídico o esperanzado minuto noventa.
   Sí, sí, ¡hurra!, lo conseguí, o mejor, lo superé. El panegírico del barrio, desde su mítica fundación hasta el galáctico futuro, pasando por su prosopopéyico presente, resultó un vibrante barrido épico-alegórico. Donde la Mejorana era su inspiración trascedente, inteligencia, audacia y belleza. Párrafo a párrafo, al rítmico vaivén pendular y alternativo de sus piernas cruzadas, ahora la derecha, ahora la izquierda, y así.
   Claro que me encasquillé, un par de veces, cuando mis ojos en un desliz, en dos, ávidos de complicidad, subieron a su sonrisa y la encontraron sugestiva, zalamera, abracadabra, qué sé yo. Me encasquillé, ya digo: segundos de voz en blanco, que resolvió ella misma. Válganme los anillos de Júpiter. En cuanto reparó en mi trastabilleo y sus causas y sus consecuencias, rompió a aplaudir, ella sola primero, pero arrancó enseguida las del cura del Diezmo (le faltó tiempo a este, aun con soslayo perplejo hacia el súbito ardor de su vecina), a continuación la del catedrático de derecho penal (aun con cara de recién despertado) y, cual onda expansiva, la de toda la primera fila, que rompió hacia atrás en oleadas a lo largo y ancho del auditorio encarpado. Lo mismo en los dos derrapes.
   Pero al final, colofón de ensueño, un público arrebatado, eléctrico, palmas arriba, y más y más y otra vez, y abrazos de felicitaciones comedidos o desmedidos por doquier y viva la madre que te parió, y el beso de la Mejorana esquinado en la comisura con subrepticio susurro al oído: “Esto se puede mejorar”. Ambigua alusión que me ha perseguido hasta hoy. No conseguía descifrar si se refería al discurso, a su inesperado y dulce beso o a algún qué sé yo qué.
   Luego hubo música a pulmón, bailes y cóctel acotado para el colectivo de la primera fila, más el abigarrado ejercito de sus subalternos de la segunda y tercera (ya se sabe, concejales, cabildo, delegados provinciales, señoras de la variada gama de presidentes y otras denominaciones y tal). Para el resto del vecindario, el común de los mortales, una larga barra de feria con precios populares.
   En el cóctel, entre los asistentes de segundo nivel se encontraba el novio de la Mejorana. Antes de conocerlo ya sabía de él: un chico alto y esbelto. Así me lo habían descrito almas envidioso-caritativas, con esa redundancia adjetiva y baúl de correpasillos de alcachofa y colorín. Luego, me lo presentaría el presidente de la asociación de vecinos en los minutos previos al acto. O mejor dicho, el presidente me presentó a la Mejorana y seguidamente ella, con un reojo de advertencia, le indicó que hiciera lo propio con su novio, Javier. Mi impresión discrepó del cotilleo recibido, me pareció algo contrahecho y mudito, semblante, gesto y saludo por cortesía de manual. Tampoco concordaba su actitud hacia la Mejorana con sospecheos en torno a esta relación sentimental, apenas se separaron en toda la fiesta, que se prolongó hasta las inevitables y clásicas altas horas.
   Larga madrugada en la que escasamente intercambié con mi musa, fortuita, desconcertante y magnética, algún que otro comentario banal, o medio banal, cuando casualmente coincidíamos con otros de por medio (digo yo que coincidíamos). Pero sí percibí que su mirada me perseguía, como si no cejara hasta engarzar la mía, para transmitirme uno de esos mensajes sólo reservados a pupilas cautivadoras o cautivadas. O acaso yo rastreaba fascinado el incierto deambular de sus ojos hasta que se posaban en mí. Encuentros de instantes infinitos que repetidamente cuarteaba la aparición en foco del cura del Diezmo. Ese tío, cuantas veces se acercaba a la Mejorana aprovechaba el batir de bafles para salmodiarle a la oreja alguna gracieta, seguro, porque ella siempre respondía con sonrisas de negativa picarona, o así me lo parecía. Mientras el novio distraía miradas hacia fuera. Aunque enseguida la Mejorana volvía a buscar la mía. Y yo me preguntaba, me preguntaba, me preguntaba, a la vez que intentaba corresponder a cuantos se me acercaban con elogios a mi discurso.
   Sólo conseguí, o conseguimos, un aparte en toda la noche. De improviso, cinco minutos quizás, pero brujos, interlatentes, pericircuitados. Para sus palabras de silogismo poliédrico:
   -Tú, con tres carreras, una especialidad artesana tan envidiable como escasa, y esa labia impagable, ¿qué haces aquí en el barrio?, ¿vegetar ya?, vente a Madrid. Y además, ¡con lo guapo que eres!
   Alargaba la mano hacia mi cara rubor-vorágine como para ratificar su admiración, cuando…, ¡reporfavor!, el cura del Diezmo abortó el sortilegio. Con su solemnidad magnánima y sus brazos de abrazar hombros: menuda fiesta, qué hacéis los dos tan solos, hay que compartir con los vecinos, vamos a tomar un cubata. Momento en el que se incorporó el novio, que no sé de dónde había salido, con esa sonrisa de archivo que no había cambiado en toda la noche. Y allá que fuimos a la barra en cuádruple sonriseo. Orientados por la dirección previsora del cura caímos justo al lado del presidente de la asociación de vecinos, que departía jacarandoso y medioetílico por allí, al que le faltó tiempo para invitarnos a los cubatas previstos. En cuanto nos vio llegar, me endilgó el enésimo abrazo, qué bien lo has hecho, joder. E inmediatamente se volvió a la Mejorana para reclamarle su ratificación: te habrás dado cuenta, eh, te lo dije, este tío es de cojones, vale un potosí. Y la Mejorana asentía con esa sonrisa plurivariable y estanca que Dios le ha dado, de matrícula para el presidente, coyuntural para el novio, multifunción para el cura y de barniz cómplice para mí.
   La situación me desbordaba. Tres tipos, o cuatro si me incluyo, cada uno al dictado de su particular parasíntesis en torno a la Mejorana. Y ella, sorbito a sorbito, entibiar vapores. Me la comía. Me despedí en un pronto, iba a excusarme con madrugar por trabajos pendientes y comprometidos en plazo, pero apenas los otros tres replicaron. Ni la Mejorana. Aunque me obsequió con una recompensa inesperada: ya me alejaba unos metros de ellos, cuando me llamó, se acercó, me ofrendó otro beso junto a la comisura de los labios y el susurro de su garganta satinada:
   -No lo olvides, vente a Madrid, es mejor.
   Debe de ser que ante riesgos de bloqueo me crezco, porque esa noche dormí profundamente, desde el segundo instante, en que confié a la almohada la resolución del conflicto erótico-sentimental-profesional que me embargaba.

martes, 4 de agosto de 2015

EL PANEGIRISTA (1)

   Mi inclinación por la oratoria atraviesa un momento crucial, prendida del vértigo de un trance, atrapada en un batir de alas retenidas… No sé, apenas acierto a describirla más allá de los apuntes para un poema primerizo y serpentino o medroso o desconfigurado.
   Todo por culpa o mérito de la Mejorana.
   Lo mío no ha sido siempre la oratoria, ni mucho menos. Ni el más mínimo indicio cabe rastrear en mi histórico de pubertad y sucesivas adolescencias, donde me debatía en un retraimiento persistente. Sin embargo, esta dedicación pública ha llegado a absorberme tanto en los últimos tiempos que, paradojas de la vida, cuestionaría fácilmente aquella introversión endémica.
   Además, así al pronto, mi actual estatus de panegirista de cabecera tampoco guarda relación con el trabajo en el que me inicié de jovencito y he consolidado ahora por la primera madurez: artesanía de la madera, o sea, talla, marquetería y derivados. Trayectoria laboral nada ajena al decisivo influjo paterno.
   Pero que nadie se venga a sospechas, claro que estudié y mucho. Y siempre con calificaciones brillantes, en el colegio, en el instituto y en la mismísima universidad (becas y diplomas incluidos). No había asignatura que se me resistiera ni profesor que no rindiera pleitesía a los galopantes avances de mi aprendizaje. En la carpintería cuelgan los títulos de licenciado en Hispánicas, en Historia Moderna y Contemporánea y en Bellas Artes. Los dos primeros lucieron casi simultáneos. El tercero fue algo posterior, cuando ya la profesión heredada me estimulaba hacia horizontes más creativos.
   En realidad, yo estudiaba con ahínco y frenesí porque de esa forma encubría la extrema timidez que me embargaba, el rasgo, cuasi mítico ya, que empantanaba mi carácter, o mi personalidad, o mis horas, o qué sé yo de mi ego. Había descubierto pronto que estudiar me enrocaba frente a un exterior que interpretaba inhóspito y amenazante. Hasta tal punto que cualquier señal sospechosa (y las percibía a menudo) acentuaba mi fervor por el saber. Los estudios me encriptaban y, simultáneamente, las frondas del preciado oficio que mi padre me había inculcado allá por los años de la pubertad.
   Quien no me conozca, a lo mejor resuelve alegremente que me encontraba infectado de misantropía. Pues no, siempre he sido respetuoso con la condición humana. En eso también mi padre ha tenido bastante que ver. Sólo que el paso siguiente se me hacía un abismo. Algún resorte obstruido que no dragaría hasta en las primeras horas de la madurez.
   Aunque lo de la oratoria aún tardaría en aparecer. Del modo más inesperado. Y tras su estela, la reciente irrupción de la Mejorana.
   Habría que precisar, sí. Mi primer contacto con la oratoria fue durante la carrera de Hispánicas, en forma de asignatura optativa. Que se llamaba así, Oratoria. La escogí principalmente por curiosidad, o quién sabe si al calor de alguna célula durmiente. Quizás algún avezado psicólogo vincularía la elección con un recóndito deseo de fumigar aquella timidez mía.
   De todas maneras, mi paso por disciplina tan exótica no acarreó cambios más allá del cultivo de conocimientos. A pesar de la pasión del profesor. Él, siempre con las carótidas en reventón para describir y exaltar las prédicas de Demóstenes, repudiar la farra léxica de fray Gerundio de Campazas, reproducir emocionado y de memoria un discurso de Cánovas, machacar una y otra vez con la estructura argumental del panegírico, o aplicar la lupa a cuantos trabajos de investigación y redacciones de discurso encargaba.
   Ni hablar, no hubo mella entonces. Continué y finalicé mis estudios de Hispánicas (también de Historia) como si tal, sin menguar en las ayudas que prestaba a mi padre en el taller. Tampoco cuando después, como queda dicho, decidí enrolarme en Bellas Artes.
   Y para que la Mejorana se convirtiera en obsesión, aún faltaban estadios.
   Durante aquellos años percibí en mi padre sentimientos encontrados: se debatía entre el orgullo por la portentosa trayectoria de mis estudios y la satisfacción por mis rápidos progresos en el tratamiento de la madera. A duras penas reprimía su ilusión de que el hijo continuara el oficio paterno, igual que su temor a que tanta carrera universitaria diera al traste con sus aspiraciones.
   Mi actitud se esforzaba en no alimentarle suspicacias; pero su fuero interno quizás la identificara más con simulación. Recuerdo cuando le anuncié la intención de estudiar Bellas Artes, que por entonces ya abrigaba él cierta tranquilidad. Ni atisbo de resistencia, pero el silencio en muchos casos es demasiado elocuente.
   No respiró por su deseo hasta el ecuador de estos estudios. Durante las vacaciones de verano, un buen día me propuso que me encargara del taller, que intercambiáramos los papeles, yo lo dirigía y él me ayudaba. Alegó cansancio propio de la edad y otras mentirijillas. Le pedí prórroga, con juramento de que al final de la carrera asumiría la responsabilidad con carácter permanente y perdurable. Sólo concedió una satisfacción a medias, por el recelo a que en el ínterin me sedujera algún canto de sirena, supongo, sobre todo si procedía de la enseñanza. Aunque yo, en honor a la verdad, me imaginaba enfrascado en docencias y se me aturullaba la mente y hasta el reverso de la lengua.
   En realidad, su temido canto de sirena no sucedería hasta años después de materializarse mi leal compromiso. Que no fue canto, ni sirena propiamente dicha, sino la Mejorana sentada en la primera fila de butacas paladeando mi pregón del centenario del barrio, con su minifalda ínfima, sus piernas cruzadas y en este plan.
   Todo comenzó, lo de la oratoria digo, bastante tiempo atrás. Cabría establecer el embrión a partir del traspaso de poderes en la carpintería. Cuando terminé Bellas Artes, a mi padre le faltó tiempo para colocarme al frente. No se desentendió del trabajo, pero sí del negocio como tal. Estos son los clientes y allá te las compongas (no lo dijo así, pero más o menos), tal grado había alcanzado su obsesión por implicarme.
   Acepté sin rechistar, incluso con ilusión y decisiones por mitigar y apagar sus últimas cautelas. Mi primera iniciativa, dotar de una impronta personal al taller, un cocherón antiguo, alto y profundo, con tendencia a lóbrego, que había llegado a propiedad de mi padre por sucesivos avatares hereditarios. Andaba todo bastante desperdigado: tablas, tablones, listones, maderas de múltiples calidades apiladas o entremezcladas; utensilios herrumbrosos malconvivían con otros de reputada modernidad por estantes y paneles; maquinarias inútiles, desfasadas, vetustaban entre otras de última generación.
   De todas formas, huelga decir que de aquel revolutum nada escapaba al control y la memoria inmarcesible de mi padre. Pero yo, que llevaba años padeciendo aquel laberinto, me propuse otra organización, diría que más operativa y habitable.
   Contraté a una cuadrilla de albañiles para ciertos arreglos: ante todo, repellar los muros de aquel túnel del tiempo y abrirle ventanas o ventanales según permitiera su arquitectura. Y, contra pronóstico de mi padre y de algunos entendidillos del vecindario, la estructura resistió. Después se acometió el diseño funcional: dividí todo el espacio en tres zonas. La parte de la entrada, bien amplia, dedicada al trabajo diario. La otra mitad, de techos altos y prometedores, la seccioné en dos plantas. En la de abajo delimité dos compartimentos, uno de maquinas y otro de almacén de materiales, pero también con sus correspondientes subdivisiones tabicadas. Y arriba, una escalera de caracol para subir a la base de operaciones del negocio, la oficina. En ella, la parafernalia más modernizada: estantería de archivos, mesa de despacho, sillón de ejecutivo, teléfono, wifi, ordenador, nevera, sofá para atención a clientes, acreedores y otros visiteos, mesita para tomar algo, etc.
   La reforma no sólo casaba con mis estrategias laborales y comerciales, sino que además colmaba el empeño de mi padre. Ya no le cupo duda, lo mío iba en serio.
   Pero inexplicablemente ninguno de los dos contamos con un obstáculo de envergadura, mi superlativa timidez. Con el primer encargo, el trauma: convencer al cliente de haber captado su propósito de instalar un mueble-vitrina a todo lo largo y alto de un testero de su salón, alabar con mesura su sentido de la estética, explicar el diseño del boceto ideado, argumentar a favor de la calidad de los materiales necesarios y razonar el presupuesto resultante. Ah, y con soltura y solidez; el cliente puede renunciar ante cualquier vacilación o esguince expositivo. Las instrucciones de mi padre me parecieron tan precisas como escarpadas. Me bloqueé, tanto que sin su intervención postrera el mueble-vitrina habría quedado en mesilla de noche.
   Me reproché, me recriminé, me injurié hasta el encono. Y me juramenté, dramático y furibundo, para desterrar la temida timidez que me sojuzgaba. Urgía potente tratamiento de choque. Me apliqué una piqueta psicocoertiva con tal saña y a destajo que en pocos meses fui demoliendo aquel murallón subcutáneo donde hibernaba mi personalidad. Un proceso reactivo uniformemente acelerado que no dejó en pie ni a la neurona de guardia.
   Como primera medida, me afané en punzar mi natural introvertido en conversaciones sobre el oficio, en las que conseguí superar fatigas mil para manejar con cierta fluidez las estrategias paternas. Y desleído por ahí el temple taciturno que me entumecía, amplié el bisturí a la relación con las amistades que hormigueaban al calor del cambio de carácter. De tal manera notaba los efectos beneficiosos en el entorno, que al cabo devine en una especie de líder tertuliano. Qué duda cabe, el poso intelectual de mis sucesivos estudios universitarios aportó lo suyo.
   Si aquella transformación o transfiguración respondía a un clásico de la psicología -adoptar una determinada actitud para encubrir la contraria-, para eso están las apuestas. El caso es que me sentía maravillado de mí mismo, y los demás conmigo.
   Por entonces, cómo atisbar ni remotamente que semejante metamorfosis a la postre resultaría clave para mi dedicación a la oratoria, ni que su retórica travesía me llevara al encuentro -valga el eufemismo- con la Mejorana.
   Tampoco podía imaginar que el camino lo iniciara don Zoílo, el cura de la iglesia del Diezmo (así la llaman sus feligreses, a saber). Un hombre de dimensiones estándar, ojos felinos, voz rozagante y gesto pausado. Vestido de cura, parece cura, sí; pero, de paisano (las más de las veces), da perfil de director de sucursal de banco. Me refiero aquí al camino de la oratoria, no a la senda de mis efluvios hacia la Mejorana.
   No. El cura, como profesional de la escucha entre celosías, experto husmeador de la condición humana y amigo de mis padres, a lo más alcanzaría a intuir mis cuitas amorosas y colaterales. Pero de mi pulsión amorosa socavada, fantasía erótica desbocada y práctica sexual onanista, ni mú; ni en confesión (por razones obvias, la timidez como bandera y disculpa). Así que difícilmente arriesgaría soluciones, y mucho menos vía Mejorana.
   Y sin embargo, todo tiene su encaje.
   La cuestión surgió, lo de la oratoria digo, cuando un buen día don Zoílo me encargó la restauración del retablo del altar mayor. Se presentó en el taller, y con el mismo tono manierista que utiliza en las homilías, cual reflejo del retablo, me rogó encarecidamente aquel trabajo teologal. Lo de teologal es suyo, aseguraba que el dichoso retablo reproducía un compendio alegórico en bajorrelieve de las virtudes teologales. Aunque para mi gusto más bien semejaba el mar bravío de los pecados capitales.
   La parroquia del Diezmo estaba en otro barrio de la capital, pero don Zoílo se había criado en el nuestro, mantenía una relación supuestamente de melancolía con él y de amistad con mis padres. Así que consulté a mi padre, me pidió que aceptara y acepté. Nunca hasta hoy había cuestionado los criterios de mi padre.
   Arrancaba así mi andadura por el intrincado mundo de la restauración lignaria. Los trabajos se prolongaron dos meses. Durante los cuales hubo tiempo además para intercambiar con el cura opiniones y consideraciones sobre la vida social, cultural, etc. De religión, poco. No era don Zoílo muy dado a la pejiguera doctrinal.
   Allí surgió el germen, la predestinación. Avanzadas aquellas conversaciones, al pronto no advertí que el cura adoptaba una suerte de estrategia: cualquier tema que tratáramos le valía para elogiar mi capacidad y soltura expresiva. Se nota tu nivel universitario, apostillaba. Cada vez con más frecuencia.
   Claro que me sentía honrado. Pero ni llegué a sospechar finalidad alguna tras sus aleluyas. Hasta que, concluida la restauración, me desveló sus intenciones. Menuda jugada. Aquello, que ahora lo recuerdo como inaudito, ya entonces me pareció raro.
   Don Zoílo, con el desparpajo que le amparaba su condición sacerdotal, me recomendó-exigió la condonación de la factura que le presenté. Adujo como razones de peso las redichas virtudes teologales que mi pericia acababa de restaurar. Sobre todo la tercera, la caridad. Se explayó con lo del buen cristiano y tal, y remató con la prerrogativa de la iglesia en cuestión, el Diezmo (pero refiriéndose a la totalidad de la factura, conste). Me quedé ojiasombrado, cariperplejo y…y… cuerpiagarrotado todo. Como durante un minuto (un minuto es muchísimo en pasmos de esta índole).
   Al cabo, fue descosiendo el silencio con el tono más confidencial y sugerente que jamás haya percibido (ni con la Mejorana -por extremar el parangón-): la Cofradía de Nuestro Padre Jesús del Madero, con sede canónica en el Diezmo, andaba buscando pregonero para su Solemne Misa Penitencial previa a la Semana Santa. ¿Por qué no tú, hijo?, me arrulló. Aseguró de seguido que no le había pasado inadvertido mi verbo fluido y florido, de cuántos recursos expresivos en mis conversaciones habituales. Pasarán de las musas al teatro -así lo dijo el tío-. No dudaba, mi oratoria, inédita pero enjundiosa, estaría a la altura, y proporcionaría empaque y fuste -sus palabras- a la ceremonia. Y añadió un dato especialmente significativo para él: tratándose de la advocación del Madero, quién con mejores galas que un artesano de la madera para modular el más excelso panegírico de Jesús.
   Panegírico, la clave. La palabra y su concepto invadieron mis cavidades mentales. Aún no me lo explico.
   Todavía, ante mis presumibles reticencias, más que justificadas (ya me la había jugado con el retablo), completó su maniobra envolvente garantizando un generoso estipendio de la Cofradía a mi discurso. En realidad, le endosaba al Madero el pago del Diezmo. ¡Dios!, no recuerdo urdimbre tan jugosa en toda la literatura picaresca.
   Abrumado por el ardid, domesticado por mi ingenuidad, espoleado por la fantasía, impelido quizás por una loca carrera hacia las antípodas de mi timidez, consulté a mi padre, me pidió que aceptara y acepté.
   Por una extraña asociación de ideas, evoqué las voladoras de cadena, aquel artilugio del que apenas bajaba en las ferias de la pubertad. Me sentía como entonces, aquellos momentos en que las voladoras comenzaban a girar abriéndose en abanico. Bullían los nervios, el estómago contraído y la emoción del vértigo. Así se fraguó mi traslación al trópico de la oratoria, latitud de panegírico.
   Faltaban cinco meses. Escarbé por los apuntes de Hispánicas hasta dar con los de Oratoria. Busqué por Internet sin mucha convicción, pero topé con nutrida información sobre técnicas y recursos para esta forma de discurso. También encontré pregones de Semana Santa pronunciados en los últimos cincuenta años a lo largo de la geografía española. A la vez que me documentaba sobre el origen y trayectoria de la Cofradía del Madero mediante su presidente y el cura.
   Recopilación seguida de un trabajo metódico: eje temático y ramificaciones, estructura y vasos comunicantes, apartados y subapartados, cadencias, semicadencias y anticadencias, curvas melódicas, enlaces, músculo y crema expresiva. Boceto, pinta y colorea.
   A los tres meses, primera redacción y ensayos. Grabaciones en audio y vídeo. Siempre encontraba algo que me soliviantaba: ¿pero cómo he podido decir eso? o ¿cómo es posible que me haya salido ese tono desplumado? Análisis provisional: fracasillos, pequeñas frustraciones y el papelón del futuro.
   Pero la insatisfacción inicial no me arredró. En las semanas siguientes no salí ni un día de casa, ni del youtube. Devoré vídeos y vídeos, di con una fauna de oradores y fantasmas tan dispar como disparatada. Personajes de toda índole, insulsos, brillantes, palurdos, emotivos, ilustrados o engolados hasta la soberbia más ridícula. De todos aprendí, creo.
   Luego volví al borrador. Correcciones párrafo a párrafo, en gramática y léxico, inyección de metáforas, ajuste de tonos expresivos. Y sobre todo, embridar la espontaneidad. Escollo de difícil compostura: a veces me prende una idea, la intuyo relacionada con el tema del que hablo, y la suelto sin más, sin mesura, sin tamiz reflexivo. Reliquia de rebeldía, sin duda, contra el pusilánime que fui.
   En los últimos días, cabe imaginar. El discurso definitivamente pergeñado, los nervios en 3D, la timidez a buen recaudo, la osadía cociendo al vapor, más el temor permanente a la frase descontrolada.
   Así llegué al pregón. Aplomo y teatro, elegancia y tono, gravedad y apología. Digno panegírico del obrero de la madera al Señor del Madero. Salvo el derrape de alguna inconveniencia: al comparar el mar bravío del retablo de la iglesia con la madera del Madero. El cura, que presidía sentado a mis espaldas, improvisó tal absceso de tos, que el símil quedó en sajadura de sierra.
   Aunque todavía me pareció más grave cuando enfilé las humillaciones infligidas a Jesús en el Calvario. Obcecado en la bajeza de sus verdugos, mi pensamiento se salió de texto: “…y porque los romanos aún desconocían la melamina, que si no, habrían utilizado ese material tan burdo para crucificarlo”. Un halo de estupor se expandió por la iglesia. Unos segundos durante los cuales perdí el pulso y el párrafo por donde discurría mi pregón. Hasta que de nuevo el cura, desde su sitial en el centro del altar mayor y revestido de pontifical, rompió a hacer palmas, ambiguas, como de cortesía, pero suficientes para inducir las de cofrades y feligresía en general como si de un acto de fe se tratara, el pueblo cristiano asumiendo la doctrina del pastor.
   Con los aplausos recuperé la consciencia, la tranquilidad y la línea exacta del texto por donde iba leyendo.
   Para compensar la metedura de pata, de pata de banco, de banco de carpintero, desplegué énfasis hasta un estremecido colofón en el último clavo del Madero, pero a pie de texto. Del cura al último pecador de la última fila aplaudieron con fruición y ojillos en su punto de lágrima.
   Hubo cena penitencial (entremeses de salmorejo, pincho de tortilla, fritura de bacalao, croquetas de gambas, primero de sopa de marisco, segundo de lubina al horno y postre de pastelitos, bebida a discreción). La plana mayor del Madero acompañada de su capellán, el cura del Diezmo por supuesto, agasajaba de este modo al pregonero. Palabritas, discursitos, felicitaciones y regalos de agradecimiento: diploma enmarcado del evento y edición facsímil de Panegíricos de los Santos de un tal Juan Francisco Senault del siglo XVII. Poco faltó para que vomitara la pregunta que me sobrevino: ¿Coño, este es el estipendio que decía el cura? Al final, despedida de protocolo, palmaditas en la espalda, renovada aspersión de felicitaciones y agradecimientos y felices pascuas.
   Aquella noche, en la soledad de la cama, cuando los vapores etílicos aún lidiaban con el sueño, descubrí que el catecismo económico-especulativo del cura habría fastidiado mis ingresos, pero a cambio había apuntillado mi atávica timidez. Quizás por un vago anhelo, barruntaba que mi vida emprendía nueva ruta.

martes, 19 de mayo de 2015

EL POETA ATRIBULADO

   Como cada mañana, el poeta ha emergido de las sábanas albas al alba, pero hoy un tanto lacerado. Desde días atrás, viene padeciendo un cierto calvario atrabiliario que le lastima los paladares. Siente lábil su inspiración. Pero no le coartan los ritos, no, nunca. Los ritos son la savia del sabio, antídoto contra la pesadumbre. Desayuno americano, aunque avive el fragor de sus desconsuelos. Y luego, los consuelos y abluciones en el fiel y hospitalario cubil de los aseos.
   Calzoncillos de nailon, calcetines de nailon y diez minutos ante el armario de par en par, para decidirse finalmente, en la liturgia de sus afanes, por pantalones vaqueros y camisa de cuadros con poemas y poemas a sus espaldas. Zapatos negros de charol, extravagancia para los mortales, pero imponderable tributo al rito.
   Abandona el hogar, la mochila de piel lánguida sobre el hombro izquierdo, con el cuaderno, el bolígrafo de su lira y otros accesorios irrelevantes, como el dni, el monedero y tal.
   El sol ya clarea tenue por las aceras. Y el poeta retoma el cotidiano itinerario de su estro. La mirada vigilosa y cálida, aunque pálida y remisa por el pesar adventicio. Andares calmos y espigados, con un ligero balanceo de hombros como esquivando vientos adversos.
   Llegado al parquecillo de sus albores, toma asiento pausado en el resignado banco de hierro que diariamente acoge sus recias espaldas y enjutas posaderas. Enfrente, sobre la fronda primaveral de las acacias, un pajarillo indefinido y eréctil indaga, nervio en el pico, los puntos cardinales de la mañana. Es el comienzo, un tintineo íntimo enciende la pupila del poeta, que espabila dúctil. Los sentidos evocan el frescor cálido de un lejano amanecer con jilguerillos melodiando abrazos obscenos bajo el enramado de las madreselvas de un jardín acotado al común de los mortales por arrogantes verjas de cheques en hierro fundido. Y el recuerdo vivaquea vívido y bífido hasta que irrumpe una nueva punzada del desabrido alfiler de su turbación.
   El poeta retira la mirada, abre la mochila, coge el cuaderno y el bolígrafo de su lira y anota a pesar del pesar adventicio.
   Bajo de plaquetas hipnóticas, se levanta y abandona el remanso entre compungido, indeciso y cónico. Condensa el entrecejo, otea destinos donde enjugar las tribulaciones que el pesar adventicio le embarga los últimos días, la última vigilia, las primeras horas de este día opaco. Aun cariherido, un numen tironea hacia la senda bucólica. Aviva el andar, como si lo aguardara el oasis catártico. Sobrepasa el limes de la ciudad, zigzaguea por veredas ascendentes de musgo lozano y meloso, sortea pedregales cetrinos, hasta la sombra de un nogal, su nogal, el nogal de su último laurel. A su sombra se sienta. Peregrino de la musa, alivio de la adversidad. Eco de efemérides, juegos florales, el poema premiado, aplausos y diploma sin par. En lontananza, colmena de hormigones y rayajos de alquitrán moteados de manchurrones móviles, la civilización. Promisor y nocivo espejismo de contrastes, deshilachado por efecto de una conspiración pulposa y contrasensorial.
   El poeta retira la mirada, abre la mochila, coge el cuaderno y el bolígrafo de su lira y anota a pesar del pesar adventicio.
   El ánimo cuarteado, atiende, sin embargo, al caracoleo de una intuición y cede. Se yergue, un barrido de perspectiva hacia las brumas de la ciudad, y decisión, vacilante pero con destino preciso y tentador. Retoma el sendero de vuelta, cuerpo ligero, pisadas firmes, recias. Vadea por los aledaños de la urbe vanidosa, regalada de diseños y arquitecturas, hasta el lugar escueto y agreste donde acude en sus días aciagos, el extremo brusco y enigmático de la muralla romana. Vestigios milenarios decrépitos, desahuciados, en las afueras de las pesquisas arqueológicas, de las urnas conserveras de metacrilato y de los folletos turísticos. Se acoda como en otras ocasiones sobre el último escalón de los despojos, las manos sujetando las mandíbulas de sus desafueros, los párpados entornados hacia la civilización de allá y la congoja de acá. Rumía enlaces quiméricos con su Ovidio de cabecera, pero lo siente distante, mudo.
   El poeta retira la mirada, abre la mochila, coge el cuaderno y el bolígrafo de su lira y anota a pesar del pesar adventicio.
   La evidencia, el desasosiego le socava el venero de su poesía. Traviesos duendecillos sugieren probar cobijo más propicio al soplo del plectro. Renuente, la esperanza dispersa, encamina la búsqueda hacia los pilares de la ciudad. Los pasos avanzan entre un rumor de titubeos, cual reflejo de la emoción que lo conturba. Al poco un pensamiento lo detiene, activa la mirada hacia algún señuelo de la memoria. Traza una diagonal con los ojos avizor y por ella desvía el rumbo. Transita por calles y alguna avenida sin ponderar bullicios o silencios, más pendiente de sus anhelos heridos por el pesar adventicio, que no solo no cesa sino que parece incrementar su odiosa punzada. Hasta alcanzar el pretil de su dilecto y mítico puente. Catalizador de su primera y más reputada oda, A las olas del alma. Metáforas, sinestesias, anástrofes, hipotiposis…, aurífera mixtura de figuras retóricas ahormadas en metro vibrante. Apoyado ahora el cuerpo sobre la misma piedra, la mente en el recuerdo, pugna un vaho estancado y seco.
   El poeta retira la mirada, abre la mochila, coge el cuaderno y el bolígrafo de su lira y anota a pesar del pesar adventicio.
   Pero no desfallece. Un delirio piloso replica ante la ingratitud. El ánimo desbocado arracima razones y levanta la compuerta del nervio urbano. Premuras arcanas lo impelen. Bullen las furias. Minutos alados lo transportan al bulevar, allí donde todo ocio, comercio e impostura tienen su asiento. Y se sienta, en una terraza-cafetería para desocupados, comisionistas, provincianos y contemplativos. Una cerveza, confía en que le amortigüe el pesar adventicio, o al menos que paralice su avance dañino. Espera desesperante. Dique atascado, imágenes bruñidas que el dolor enquistado troca en inanes. Ni las musas, ni los hados, ni lares ni penates reverberan en su auxilio. Sólo un cosmos de perplejidad, que lo sume en dilemas y vagos hedonismos.
   El poeta retira la mirada, abre la mochila, coge el cuaderno y el bolígrafo de su lira y anota a pesar del pesar adventicio.
   Alanceado, decadente, metamorfoseado, desnutrido, o algo así o a la vez, marcha con andares derrengados hacia el hogar. Llega y se refugia desolado en su caro reducto, allí donde transcribe su pasión lírica a versos infusos y certeros. Sus retinas alean por las estanterías donde reposan los libros de su semilla, Jorge, Garcilaso, Francisco, Luis, Rosalía, Gustavo Adolfo, Antonio, Federico, Miguel, Dámaso, Pere, Leopoldo María, Luis Antonio… De la visión escapa una súplica de clemencia, la cerviz reclina bochornos ante los vates de su ingenio, y un rubor creciente aflora por sus mejillas, donde irradia persistente el origen de su mal.
   El poeta retira la mirada, abre la mochila, coge el cuaderno y el bolígrafo de su lira y anota por enésima vez a pesar del pesar adventicio:
   ¡Puta caries!

lunes, 13 de abril de 2015

BITÁCORA DE ESTÍO (Y 16)

DOS DÍAS A LA DERIVA

   El barco arribaría a puerto tras dos días de navegación ininterrumpida, y con velocidad de crucero, claro. Así pues, al despertar la primera mañana y rebullir pensamientos con las sábanas y con los rayos de sol bajo que ya cantarineaban por los ventanales del camarote, me propuse someterme al ritmo de la agenda. Mal menor, cuestión de supervivencia o vaya usted a saber si miedo. En definitiva, pretendía aventar tendencias claustrofóbicas y mantener el equilibrio recomendable.
   Con tan halagüeñas intenciones acudí a desayunar al salón-buffet. Pero el sopetón, el bochorno ambiente, una multitud helicoidal y trashumante. Por los expositores, por las mesas, por las travesías. La panorámica, nubosa y apilada, me refrenó en la entrada, en el centro, junto al dispensador de gel para manos que acababa de usar. Higiene para las manos, pero aquella atmósfera… Dudé, titubeé, sopesé alternativas, enseguida recordé que en el comedor de las cenas también servían desayunos, y servidos en mesa por camareros como por la noche. ¿Estaría igual de agobiante? Calculé. Parecía que el grueso del crucerismo trasegaba por el salón-bufet, a lo mejor el comedor respiraba otros humores. Aun escéptico, tenté la suerte. Cubiertas abajo, por las escaleras. Recibí el primer aviso cuando enfilé los últimos peldaños, por allí pasaba la fila de espera para el comedor. Y llegado a su altura, el final de la cola se me perdía. Aun así, todavía rastreé hasta donde alcanzaba. El desánimo y su mella, cómo no, la fila culebreaba prieta de babor a estribor.
   Cabizbajo y rendido, regresé al salón-bufet y me sometí a la vorágine. Qué gran verdad, el hambre obliga a superar inclemencias por duras que sean. A ciencia cierta, no sé qué comí. Esquivando aglomeraciones como pude, me apresuré de un expositor a otro, sin orden ni preferencias. Donde encontraba un hueco, allí que recalaba raudo, tomaba lo que encontraba a mano y seguía sin demora, uno, otro, otro. Sin embargo, en encontrar asiento tardé al menos un eterno cuarto de hora. Con manos crispadas atenazando la bandeja recorría con premura desnortada el salón-bufet a la caza de silla-mesa libre, en rectilíneo, en ángulos, en zigzag, en círculos, en circunflejo, erguido, corcovado, de perfil, comprimido, atropellado, desatinado, pero avizor, avizorísimo. Al cabo, lo conseguí, aunque tras carrera alocada y un par de codazos disuasorios que propiné en la recta final. Si bien, con tan laureada consecución no me llegó la calma, ni mucho menos. No comí, engullí, ávidamente, groseramente, fuera de mí, fuera de… Fuera de allí cuanto antes. Ni cumplí con depositar la bandeja y sus residuos en sus recipientes. Quedó abandonada en la mesa, como tantísimas otras, sin desentonar del atrezo resultante. El atávico café negro con agua y al rincón del fumador, la ansiedad acosando el sistema linfático. Me sentía a la deriva.
   No me fue mejor. La nube de fumadores, tupidos y vocingleros, espesaba el aire hasta los límites mismos de la piscina. Excesivo el peaje para mi flaqueza nicotínica. Transido y resignado, devolví al paquete el cigarrillo que ya llevaba desenfundado en el último tramo de acceso. Sin tardanza volví sobre mis pasos y me apresuré hacia la otra zona de fumadores que había descubierto días antes. De babor a estribor, o al revés, qué más da, y encima varias cubiertas abajo. Pero la abstinencia temporal valió la pena. Un oasis. Había gente, sí; pero sin turbamulta. Parsimonia, frescor marino, conversaciones en susurro y, dato destacable, sin atuendos de piscineo. Tal mi indumentaria y disposición. Ahora sí, aquí sí, un cigarrillo es un mundo de posibilidades.
   Por supuesto, de posibilidades, y tanto. Acababa de encender mi cigarrillo y acercarme a la baranda, para disfrutar de la calma del mar y de la mía misma. Tras las primeras inhalaciones, que me devolvieron la personalidad, me giré ligeramente hacía atrás en un ejercicio de comprobación relajada. Cerca, en torno a uno de los ceniceros de pie, murmureaba un grupo de italianos. En principio, me extrañó el tono confidencial que intercambiaban, pero apenas entré en analíticas de idiosincrasias (uno no va por la vida con pre-juicios). Aunque, mediado el cigarrillo, algún barrunto me giraba hacia ellos. Advertí que me miraban, casi por turnos, unos, otros, según fluían entre sí los comentarios. Intriga. Pues di con la clave. La mayoría, con los que se enroló Cristina para aquel episodio del barco medieval de Dubrovnik. Acabáramos. Maldita la sonrisa que les concedí. Enseguida se acercaron a interesarse por “la mia donna” (aquí ya recuperaron su tono de voz habitual). A pregunta tan sinuosa puse cara y palabras de “conmigo no va”. Pero, claro, ellos porfiaban. Un intercambio de equívocos que zanjó (mira por dónde) la llegada, inesperada y más que inoportuna, de Cristina. Cruce de gestos y zozobras, y de besos como de pareja normal, a petición del público. Luego, sonrisas, risas y risitas van y vienen mudas y curiosonas. Me urgía, pues, desatascar yo antes de que Cristina tomara la iniciativa. Le garrapateé al oído una despedida en plan cómplice y me escabullí del cerco italiano con aleve enarqueo de cejas. Una cierta certeza, cáustica y medrosa, o morbosa también, zureaba por mis cautelas: la tónica de estos dos días de navegación, Cristina y su repentina y portentosa ubicuidad.
   No recuerdo por dónde anduve. Sí que, harto de deambular por instalaciones saturadas de gente veleidosa, el reloj me autorizaba ya una cerveza en la terraza para fumadores. Allí me instalé, a la sombra de una sombrilla.
   Degustaba la placidez de contemplar largas hileras de hamacas con cruceristas a la parrilla, cuando se me acercó aquel francés-argelino de la noche de gala y guerras napoleónicas, vermú en mano y silla en la otra dispuesto a ¿departir? conmigo. Muy amable, eh, muy polités, me aclaró cuándo y cómo nos habíamos conocido. Lo reconocí enseguida, principalmente por su totémica nariz aguileña. Le ofrecí lo que él mismo ya se proponía aceptar, compartir mi velador. Lo ejecutó con expresión de “no esperaba menos”, puso su copa en la mesa y se sentó junto a mí en la silla que traía, mientras persistía por si acaso en aportar datos de la cena que compartimos con aquel matrimonio inglés (de la otra pareja de españoles que nos acompañaban, ni mísera referencia). Y por ahí hiló la conversación, por una anglofobia de tanteo y manual. Pero como yo no estaba para pronunciamientos, le correspondía con ambiguos asensos también de manual, la mirada compartida entre el horizonte espumado de olas inanes y el infinito de cruceristas esparcidos al sol por toda la cubierta. Así mucho tiempo, no sabría precisarlo. Hasta que seguramente percibió que sus inveteradas controversias con la Gran Bretaña apenas me arrancaban monosílabos. Entonces cambió a España, más concretamente a las disputas en torno a Gibraltar, y punzaba y punzaba. Pero yo, es que tampoco estaba para reivindicaciones solariegas, de verdad que no. A lo mejor en otro momento, en otras circunstancias, ¿pero en un crucero? Me mantuve en la misma posición nihilista, no por cálculo, qué va, sino por el imperturbable sosiego de mi tensión arterial. En estas, y con este ánimo, me levanté a la barra, pedí otra cerveza y otro vermú para él.
   Cuando volví ya me tenía preparado otro territorio de conversación, bien distinto. Le mordería la curiosidad desde el principio y esperaba el momento propicio: una mujer, dos mujeres, una en el barco, otra en Venecia. Ni con los ingleses ni con Gibraltar, con este asunto sí que acentuó su olfato aguileño. Empezó por Rosalía, nos había visto en la catedral de Venecia, se interesó por la relación, los cómos, los cuándos y tal. Intenté disuadirlo con respuestas vagas. No se conformaba, quería detalles, detalles, porque, aseguraba, le sonaba su cara. Y yo me enroqué firme y distendido con el argumento de privacidad. No insistió por ahí. Sorbo de vermú pensativo y a continuación, sin mediar palabra, con rostro criptográfico sacó el móvil y me mostró una foto. Sobre un nocturno de espuma marina, primer plano en la baranda de proa del lazo promiscuo, tanga y corbata. “De modo que este abejaruco era una de las sombras de aquella noche”, pensé. Saturado pero distante, afronté su mirada de felino en garfios, que dejé disecada. Sin intención de respuesta, devolví mi atención al horizonte de hamacas. Unos minutos, el tiempo de un cigarrillo y de terminar la cerveza. Luego, miré el reloj, las cuatro de la tarde, entraba dentro de mis previsiones, a esa hora el salón-bufet sería un bálsamo para almorzar. Me levanté, le concedí un saludo imitando su polités y allá que fui, pleno, sorprendido de mí mismo, aunque también ligeramente fastidiado (a qué negarlo).
   Sin embargo, lo de comer sin agobios no resultaría tan fácil. No era el barullo insoportable del desayuno, pero se le parecía. De cuya experiencia, sumada a las anteriores, deduje: el crucerista es un ser desarticulado, que come sin método ni intervalos, sólo por reclamos de inercias grupales, de instintos insaturados o de consumismo amortizado (“total, si ya está pagado, habrá que aprovechar”). No obstante, mal que bien, conseguí hacer honor a mis necesidades alimenticias reales. Y al camarote, la siesta, patrimonio inmaterial de la humanidad donde las haya.
   No llevaría media hora durmiendo cuando me despabilaron unos golpecitos en la puerta, acolchados, confidenciales. Hasta la respiración contuve para no responder. Se reprodujeron por lo menos durante dos minutos largos, larguísimos. Cuando cesaron definitivamente, me di la vuelta en la cama y, cosa rara en mí, me volví a dormir.
   No sé qué fue peor. En un sueño dislocado una multitud de sombras chinescas retozaban sobre hamacas en la plaza de San Marcos. De pronto, de entre ellas se levantaron tres siluetas desnudas y se aproximaban a mí a ritmo de danza latina. Las reconocí enseguida y un escalofrío de pavor me recorrió la espina dorsal. Huí, corría sin descanso. Pero cuando miraba para atrás seguían cerca de mí, cada vez más, siempre con la misma cadencia sensual que embriagaba sus cuerpos. Me precipité por la puerta de la catedral, atravesé la nave central, busqué la salida, di con la Puerta de Pile, tropecé al traspasarla, caí sobre un suelo entarimado, alcé la mirada, topó con unos barrotes de mar y la luna, me revolví y ya tenía las tres sombras rodeándome con su danza turbadora. Me anegaba el aliento de dos mujeres, y por encima de sus cabezas el pico de un cuervo que graznaba en inglés. Who?, who?, who?, así me desperté. Sudaba como si acabara de ducharme.
   Cuando recobré los biorritmos, “allá Freud”, me dije. Me duché, ahora de verdad, y salí a tomarme un café. Me apetecía un café decente, no el habitual con agua, “seguramente la causa de estos sueños tan estrafalarios”, me argumenté. Así que acudí a una cafetería de pago. Seapass, cargo en cuenta, y a otra cosa, o sea, a fumarme el correspondiente cigarrillo. Recurrí a la cubierta de más soledad (o menos bulliciosa, según se mire), la bautizada como de babor-estribor. Como no había nadie, comprobé primero si me había equivocado. No, allí estaba el cenicero de pie, a rebosar de colillas. Me senté en uno de los butacones de mimbre que lo escoltan, dispuesto a disfrutar del sol rampante sobre el mar y el sordo oleaje que arrulla los sentidos y las sinergias mentales.
   Al poco, llegó una pareja de jóvenes, andarían por los veintitantos. Encendieron sendos cigarrillos y se sentaron juntos en un mismo butacón. No tardaron en lo propio, besos iniciáticos, in crescendo, sabor, intensidad. Mi presencia, como sus cigarrillos, les importaba algo menos que nada. Se besaban medio abrazados, es decir, con un solo brazo, los otros dos colgaban por sus costados con el cigarrillo en la mano consumiéndose inútilmente. No cortaban ni para fumar. Luego, terminado el beso interminable, tiraron las colillas al cenicero, me concedieron una mirada de conmiseración, no sé por qué, y se fueron enlazados caderas abajo.
   La parejita me había contrariado la autoestima algún que otro grado. “Qué sabrán ellos”, me respondí. Imaginaba si hubiera aparecido Cristina minutos antes. Pero no, me sacudí la galbana y la imaginación, mejor irse.
   Sin destino, bajé cubierta a cubierta por las escaleras. Con el ánimo a medio gas, reparé en las alfombras deslustradas que las acolchaban y me vino la reflexión facilona: cuántos cruceristas las habrán ido hollando con el paso del tiempo y de los mares, se contarían por miles y miles, o millones. O con poco más de los dedos de las manos, me corregí, porque el crucerista es un ser proclive al ascensor. Parva controversia que me duró hasta la cubierta cuatro. Mi atención tomó la dirección de un manojillo de aplausos cercanos. En una gran sala con mesa de ping-pong competían oficiales de la tripulación contra “huéspedes”. Me uní a los espectadores. Aguanté tres partidas, me aburría aquel jaraneo edulcorado.
   Por probar, subí de la cuatro a la cinco. Me decidí por un pasillo donde pululaban cruceristas mirando escaparates y entrando y saliendo de dependencias repartidas a uno y otro lado. Joyería. Me fijé en un luminoso: “Diamantes & Tanzanita”. La curiosidad y algún filamento crítico me animaban a entrar. A la puerta un chicho de uniforme repetía con sonrisa y voz marquetizadas la misma recepción confidencial en varios idiomas: “Pase, por favor, y disfrute de nuestra colección exclusiva de Tanzanita, la segunda gema más rara en el mundo de excepcional belleza”. Me dio por preguntarle si las gemas se llamaban así por ser originarias de Tanzania. Titubeó, miró en derredor buscando la ayuda de algún compañero cercano, que no encontró, y entonces se tiró a la piscina:
   -Es que…, señor, yo, en realidad…sólo me han encargado transmitir esta información…, pero creo que sólo es…, cómo decir,… nombre comercial…
   -O sea, como darle un nombre cariñoso a la joya para despertar ternura en el cliente y comprarla, ¿no?, pero nada que ver con las explotaciones de minas en ese país de África, ¿verdad? -le ayudé.
   -Exactamente, señor, ha acertado -sopló aliviado.
   Me di la vuelta y me fui sin más, y sin menos.
   Consulté el reloj: las nueve. Entré en reflexiones transcendentales: para cenar en el comedor tendría que acudir ya; pero no tenía hambre, temía encuentros y, además, cuánta pereza mantener una conversación de circunstancias con quien te toque en suerte. Decididamente, a la cafetería con terraza para fumadores. Pedí un tinto, sin más precisión (imposible Rioja, a estos difícilmente los sacas del tinto de California). Me senté en un velador frente a la brisa tenue del atardecer espumoso y naranja. De nuevo me rondaba el alma lánguida. Yo la dejaba fluir abierto a irradiaciones o plusvalías. Pero no superaba rangos precisos. Se ve que no basta con la ambigüedad de la disposición, algún mecanismo habrá que accionar para diseccionar el magma. Y el caso es que yo… Pedí otro tinto por si acaso. Sin embargo, a pesar de alentarlo con otros dos cigarrillos más, el bucle no rompía. Al borde del masoquismo, una revuelta de jugos gástricos acudió en mi auxilio.
   A esas horas el salón-bufet era un bálsamo para abismados, escépticos y pragmáticos. “Rediós -pensé-, el aforo del comedor ha debido de llegar hasta la lámpara de mil bombillas y cuatro mil lágrimas que lo señorea”. Me regalé con todo tipo de platos y parsimonia hasta la saciedad. Mientras tanto, sí que afloró por mis pensamientos algo concreto, se me había pasado la hora del espectáculo en el teatro, circo europeo según el folleto informativo del día. “Bueno -me dije-, para espectáculo, el de los estafilococos que me asedian”.
   Luego volví a la zona para fumadores de babor-estribor. Pretendía consultar con el cigarrillo si recluirme ya en el camarote. Pero imposible, había allí un abigarrado jolgorio de gente cigarrillo en mano y copa de champán en la otra. Brindaban y posaban sin cesar ante los fotógrafos del barco. Secuencia de hombres y mujeres en edad de algazara. Toda la gama del regocijo, desde la carcajada en decibelios hasta la sonrisita de ocasión. Todas las fórmulas de abrazos, desde el estentóreo de amigotes de barril hasta el embozado en la sutil cadera. Besos y despedidas intercambiadas, entrecruzadas, reseteadas, reiniciadas tras un brindis y otro y otro. No llegué a traspasar la puerta cristalera, me detuve allí fascinado buscándome una explicación. No tardó: el final del crucero, sus preámbulos, estábamos en la noche de la despedida, claro, porque la de mañana había que preparar equipajes y tal. Horror, la despedida, mi despedida, escapé por si acaso.
   Pero la ansiedad comenzaba a roerme el paladar y me impelía hacia el rincón del fumador, junto a la piscina. ¡Rezás!, diferente escenario para la misma secuencia: jarana, champán, cigarrillos, más la música-tecno a toda pasión. Atrapado entre las urgencias psiconicotínicas y aquel arrebato multiétnico, acoplé un gesto de contexto y encendí el cigarrillo angustioso dentro de la zona acotada, aunque lo más desplazado posible del epicentro. Un minuto después, segundo arriba, segundo abajo, mi turbio pronóstico: Cristina ante mí, brazos semiabiertos, champán y cigarrillo, cadereando al ritmo de los bafles, sonrisa promiscua. Me acercó los labios al oído trémulo:
   -Dentro de poco, a las doce, en “el juego de los recién casados” mi marido y yo, cubierta cuatro, no te lo pierdas, seguro que te diviertes.
   Escueta y concluyente. Se alejó regalándome un escorzo sensual y se perdió por entre la turbamulta con el mismo curveo con que había aparecido.
   Preso de no sé qué desconcierto, apagué el cigarrillo, pero enseguida encendí otro, que no tardé en apagar para desaparecer. Al camarote, ni esperé ascensores. Cuando llegué, cerré a cal y canto, la integridad pendiendo de un cerrojo de hotel. Cogí el vasito del cepillo de dientes y fui con él a la terraza. Lo deposité en la mesa y encendí un cigarrillo, al fin podía disfrutarlo. Doblemente, por la transgresión consumada. El vasito como cenicero. Y ya que estamos, otro cigarrillo más, más reposado, delectante y reflexivo. Me sentía a la deriva.
   La noche, la luna, las olas y el autoanálisis. Verdaderamente, no me seducía la opción de acostarme lectura en mano hasta el sueño. Me acomplejaba, me sarpullía una sensación de adolescente timorato y cohibido, que, a su vez, avivaba reproches levantiscos. Ante estas disyuntivas, normalmente me envalentono (instinto de superación o de fatalismo, cualquiera sabe). Así que, no había concluido una argumentación razonada, cuando ya estaba fuera del camarote. A la polifacética cubierta cuatro, no sin antes pasar por la zona de fumadores y depositar allí el vasito profanado con ceniza y colillas. Pregunté y me señalaron: “el juego de recién casados en habla hispana, por esa puerta”.
   La entrada daba a la parte alta de un pequeño anfiteatro, cuatro niveles de amplio graderío, luz mortecina, medio aforo ocupado. Me senté en la grada más alta, donde había más asientos vacíos. Abajo, un entarimado con potente luz cenital, eje de todo el interés. El espectáculo (llámese así, connotaciones peyorativas incluidas) acababa de empezar. En el centro, Cristina; a su derecha, una de su panda; y a la izquierda, una desconocida (para mí, claro). Curiosamente las tres vestían atuendos semipiscineros, y ninguna tenía aspecto de recién casada según lo anunciado. Tres mujeres que respondían desde sus cómodos sillones a las preguntas, más tópicas que maliciosas, de un sujeto trajeado y socarrón (su personaje).
   La entrevista se desarrollaba con cuestiones de calado obsceno, del tipo “su marido se queja de…”, “que ronco”, “que soy muy gastosa”, “que me río de su madre”, y por ahí. Hasta que el preguntador, con la sagacidad mejor ensayada, deslizó el tema de las relaciones sexuales. “Algunas de ustedes se atreven a decir el sitio más extraño…, o novedoso, donde han hecho el amor últimamente”. Se miraron las tres, con chispeo contenido, cada cual cediendo a las otras el turno de respuesta. Aunque, ya de principio se podía apreciar que la `desconocida´ no disponía de respuesta adecuada. Y la de la panda de Cristina tampoco, pero orientaba sus pupilas maliciosas hacia el rictus equívoco de su amiga. Cristina levantó el rostro hacia el graderío como una soprano, con barrido de reconocimiento, o de identificación precisa, antes de soltar su aria è mobile:
   -En la terraza de un camarote.
   -Pero… un camarote… de este barco…, supongo que… el suyo…
   -Usted ha preguntado últimamente, ¿no? Esa es la respuesta.
   -Bueno, bueno. Esperemos al turno de los maridos.
   El público asistía divertido y morboso. Pero yo, creo que sólo morboso. Si acaso, con un ligero matiz de expectante, porque respecto al marido de Cristina tenía mis dudas sobre si…
   Se disiparon pronto. Cuando le hicieron la pregunta cabalística, respondió, evidente y risueño él, que en el camarote. Pero, claro, el público murmulleaba petición sanguinolenta, y el avispado preguntador sacó el estilete:
   -¿En su camarote, quiere usted decir?
   -Sí, claro.
   -¿Pero en la cama?, ¿exactamente en la cama?
   -Por supuesto -respondió rotundo y cándido.
   La carcajada fue unánime, la mía más (excuso las razones). Al marido se le quedó una risilla congelada entre signos de interrogación.
   Suficiente como fin de fiestas. Pero como faltaban las explicaciones y aclaraciones, la puesta en común de unas y otros, me solidaricé con la truculencia mórbida del auditorio. Cubrió las expectativas (al menos, las mías): mientras Cristina se afanaba en recordar al marido lo inmemorable, él impostaba ojillos rijosos de “ah, sí, claro” de más que dudosa consistencia.
   Me levante y me fui a dormir. Con una conciencia atávica que, sin embargo (o quizás por ello), no acababa de… Pero me dormí, enseguida y en profundo.
   Al día siguiente, el último del crucero, desperté tarde, me levanté tarde, había pedido que me trajeran el desayuno al camarote tarde, por tanto, desayuné tarde. En realidad, seguramente mi subconsciente había planteado una estrategia de supervivencia de retardo para efemérides tan sublime y prescindible. Nos suele ocurrir, creo: en la vida hay días que sobran porque los afanes ya apuntan a bastantes horas más allá.
   De todas formas, durante el desayuno me propuse superar el paréntesis y neutralizar el ligero hormigueo claustrofóbico que zapaba mis equilibrios. Así que, cuando terminé, mente y estómago henchidos, cumplí con el rito del rincón del fumador.
   Conseguí un butacón y lo orienté hacia el azul áureo racheado de espuma (así de barroquista me salió la perspectiva que contemplaba). Plácidos los sentidos, la reflexión servida. Por allí pasó en flashback de todo, desde la mismísima ensalada de arándanos pendiente que marginé para enrolarme en el crucero. Sin eludir mi otro propósito vacilante de cabecera, el tabaco. Había pensado que el crucero me liberaría de su yugo, si acaso provisionalmente. Pero no, las constantes nicotínicas se habían mantenido, e incluso disparado en algunos momentos. Aunque también hay que reconocerle efectos beneficiosos, la galería de personajes propiciada por el rincón del fumador, yo mismo incluido.
Luego, la evocación se orientó hacia los lugares visitados. Mi mente, metódica ella, hizo un recorrido cronológico y sucinto (dimensiones de titular o microrrelato a lo sumo).
   Villefranche, una parada de autobús a Mónaco. Mónaco, palacios de relumbrosas fantasías disney y crematísticas. Livorno, sólo plazas y calles de domingo semidesierto. Civitavecchia, resolver el caos para llegar a Roma y a la aventura sexual con Cristina. Pompeya, desvalido amasijo de ruinas, vulnerable a las interpretaciones del mejor postor sobrevenido. Nápoles, esplendor arquitectónico y las machaconas referencias al reino de Aragón (de España, ni el santo ni la limosna). Kotor, el marketing de la lírica medieval, y la mujer ante la portada de la catedral (que me persigue como una metáfora). Venecia, dos mitos deconstruidos y humanizados, la ciudad y Rosalía. Dubrovnik, apuesto decorado del Medievo e instinto de superación, de la ciudad y sus habitantes, como marca.
   En realidad, este revisionismo minimalista me estaba sumiendo en un sosiego que no presagiaba nada bueno, me conozco. Pero de momento importaba disfrutarlo cuanto durara. Pasos y pensamientos, acompasados en ausencias de destinos, vagaban por escaleras y cubiertas, ajenos al cruce con cruceristas desganados o voluntariosos, circunspectos o arrisotados. Mientras por la cabeza planeaban los eventos de los folletos informativos, diarios y repetitivos como un macho pilón. Ventas de toda gama, desde ofertas de mercadillo hasta rutilancias con marchamo. El Inefable vidrio soplado. El casino crucerniego, mala copia de los auténticos. Aguaspás, aromaterapias y derivados aburguesadetes. El teatro de variedades (en el sentido más estricto del término).
   Hasta que los jugos gástricos me advirtieron, hora de almorzar. Con la misma actitud de distancia del bien y del mal, fui al ascensor para subir al salón-bufet. Un par de escenas me devolvieron a la realidad. Primera, un sujeto fornido y casposo alanceaba con índice codicioso y desesperado el botón de llamada del ascensor, que soportaba impasible y rojo sus embates, hasta que al fin cedió y descorrió sus puertas. El hombre entró inmediato con la faz transfigurada de botín, y yo detrás, claro. El ascensor subió, una planta, solo una, y el individuo en cuestión salió como un rayo. Mi análisis calculó “tremendo gasto de adrenalina para subir de planta a planta, unos veinte escalones”. Segunda, entre los ocupantes del ascensor, una mujer fibrosa y fibrilar con un plato de plásticos con huesos. Mi análisis se planteó “ha comido ¿en el camarote? y traslada los restos a los contenedores de residuos de… ¿?” El caso es que la señora bajó antes de que el ascensor recalara en la planta del salón-bufet. Añado una tercera: como me temía, el salón-bufet presentaba una aglomeración infinita, de paseo central en domingo primaveral a la caída de la tarde.
   Pues todavía mi karma y mi calma superaron el escollo. E incluso me permitieron después una siesta más que lozana.
   Luego, café verdadero en cafetería de pago (después de haberlo probado ayer, insoportable el aguado del salón-bufet); y el resto de la tarde, un calco de la mañana. Peregrinar por cubiertas, escaleras y zonas de fumadores, desbrozando analíticas, parasíntesis, efectos mariposas y otros sudokus.
   Calco de la mañana, sí, pero hasta que, apoyado en la baranda de una cubierta solitaria, confiando mis últimos devenires al infinito azul-azafranado, el recuerdo sucumbió a la memorable noche de proa y popa con Cristina (bueno, lo de popa fue después), corbata y tanga en único destino. “Dos prendas y un destino”, intituló el largo brazo de mis lacras.
   Justo entonces, seguramente medió el duende de la telepatía fauno-erótica. Unos brazos serpearon desde atrás por mi cintura a la par que un cuerpo femenino se pegaba al mío (que era femenino lo detectaron enseguida mis omoplatos). La sensualidad del abrazo, furtivo y encelado, ¿cómo había de sorprenderme?, si ya tenía activadas las memorias. Hubo un reajuste de cuerpos y labios y alguna que otra caricia irreproducible de propuestas y promesas. Unos minutos, pocos.
   -¿No crees que esta noche debemos despedirnos como Dios manda? -arrulló con ese descaro que ese mismo Dios, supongo, le ha dado.
   -¿Qué Dios?
   Pero Cristina no estaba para disquisiciones metafísicas, tenía prisa:
   -Déjate de coñas. Llevo todo el día con desmarques y buscándote. Mañana, cada cual a su vida. Pero no me quiero perder… Esta noche, bailes de zumba en la piscina. Espérame donde la otra vez.
   Me sorbió un beso linguopalatal y se fue.
   Lo dio por sentado. Y el caso es que yo no objeté nada, ni a ella ni para mí. Me sentía a la deriva.
   Se acercaba la hora de la cena. Volví al camarote. De acuerdo con las instrucciones de la organización del crucero (“la noche de antes del desembarco, quédense solo con lo imprescindible para llevar en equipaje de mano”), preparé el equipaje, lo dejé en la puerta y acudí al comedor.
   El comedor era una mezcolanza de reprimida urbanidad y algarabía de despedidas. Me sentaron con un grupo de españoles, con los que apenas intercambié comentarios genéricos sobre el crucero, no participaba de sus euforias finalistas. Sí recuerdo que uno de ellos, ancho, grueso y de carcajada regalada de sí mismo le confió sobrado al camarero que nos atendía: “Ovidio, te lo voy a decir, más que nada para que duermas bien, en el cuestionario ese que nos han dado he puesto que eres uno de los mejores camareros del barco”. “Porrrfavor -pensé-, se sabía hasta el nombre del camarero, lo que habrá soportado el tal Ovidio en este crucero”.
   A los postres, el momento álgido de desmadre comedido, cuando los camareros al son de una música decibélica se pusieron a interpretar una coreografía archisabida y ligeramente frugal y pusilánime, volanteaban sus servilletas por entre las mesas de los comensales con gestos y sonrisas musicadas, arrancaban así aplausos de correspondencia y algún que otro abrazo de rancia tradición etílica. “¿Esta era la apoteosis oficial?”, me pregunté.
   Pues no, había una oportunidad más. Justo a la salida del comedor habían instalado una especie de fotocol donde el capitán, amabilidad de ocasión, se dejaba fotografiar con cuanto crucerista lo pidiera, instantánea para la posteridad. Eso sí, ante las cámaras de los fotógrafos de la empresa y correspondiente pago de tan inmortal impresión gráfica.
   Evidentemente, pasé de largo. Una vez más, me sentía a la deriva. Y derivé sin remedio. Hacia la realidad donde las feromonas pastan. La piscina, los bailes de zumba. Y más arriba, zumba zumbando, la tentación, su pecado, infalible Cristina. Y otra vez la noche, la última luna, las últimas olas de espuma de plata, esta vez en el solitario césped artificial de la cancha de voleibol en la cubierta quince, a estribor, a babor, a proa, a popa, qué se yo.
   Después, fuésemos y no hubo nada…más.
   Al día siguiente, el colofón, lo más inquietante: al subir al tren de Barcelona que me devolvía a Córdoba, una mujer, que tomaba por delante de mí la misma puerta de acceso, me otorgaba el escorzo de una mirada tan adorable que… imposible describir la punción. Catedral de Kotor, su imagen ante la portada, mi alma.

(¿Epílogo? Ciérrese el relato con pantalla de créditos)