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lunes, 29 de octubre de 2012

MIS HORAS CANÓNICAS (y VIII)

COMPLETAS
(Antes del descanso nocturno)

     Llega la noche terrosa y me enredo en una telaraña de silogismos. Las neuronas adquieren una textura como gelatinosa, que las confunde, disocia, alambica o embarulla. Un totum revolutum.
     Precisemos: parcialmente totum, pero demasiado revolutum. Por ahí pasan y se trenzan o solapan el runrún del politono, la virtud del idiota, jugos repletos de dinero, velas de esperanza, el mito destruido, la entereza moral, manos plisadas, rostros salmón, perfiles acharolados, luciérnagas zafias, quincalla ideológica, lapislázuli antropológico, flema y flemas, un sindiós de enormes miniaturas.
     El aviso siempre me llega desde el gen del hieratismo, que amarguea sumido en abstruso estrés. Tremendo, la joya más preciada de mi herencia, hecha unos zorros.
    Mis pensamientos brujulean por las vastas e insondables simas de mis escuetas coordenadas neurovegetativas, más o menos por la zona donde uno se lame sus heridas, creo. Sin embargo, como aún no domino el campo de la psicofisicobioquímica más reciente, hago como todos, diseccionar algún que otro mensaje externo y alcanzar conclusiones trascendentes desde la verdad (la mía, claro):
   Vendéis sonrisas envaradas, ironías envainadas. Desplegáis engaños de terciopelo, ilusiones de metal podrido. Atesoráis deslumbrantes páginas negras, inusitadas fábulas grises. Adormecéis en loor de multitudes. Amamantáis injusticias con pátina de generosidad… Por eso la palabra es vuestro enemigo a batir, e intentáis reducirla a hojarasca, acosarla con ruidos de voces, oprimirla con chantajes de fortuna, taponarla con mentiras recicladas y, si fuera necesario, cercenarla con todo el peso de la razón impuesta.
    No, no puedo seguir por ahí. Me atenaza una mano ensortijada con corazones de impudor y comienza a silbar el punzón de cada niebla. Hay que matar la telaraña. Muerto el insecto, los hilos pierden savia, néctar, consistencia, vapores, humores, hasta desprenderse inertes y desaparecer por soplo desvaído.
    Así que arriesgo la metamorfosis en internet y su pedrea de las redes sociales, y me pongo a cliquear como un poseso. Por efímeras calles voy descubriendo matices de luna, estrujando emociones de sal, soliviantando oscuros corredores sin eco, descubriendo vidas de mi vida, voces que traquetean como tren cansado, como fuego de pinar milenario, como premonición del espasmo final… Hasta que se me duerme el dedo del ratón, que es por donde me entra el sueño y me tengo que acostar.
    Y luego ya en la cama no renuncio a mis oraciones íntimas, que no desvelo porque pertenecen a ese campo aún inescrutable de la psicofísicobioquímica.
    Amén.

viernes, 19 de octubre de 2012

MIS HORAS CANÓNICAS (VII)

VÍSPERAS
(Hacia las 18 horas)

   Un trasiego dispar brujulea por las calles de la ciudad, cosquillea sus entrañas. Bagaje de escamas que liberar. Coros canoros, silbos pujantes, batidas intermitentes de palomas, racheo de cigarras, sol de azafrán.
   Escenario de ilusiones, anhelos, codicias, recuentos, alivios. Simpleza y malicia en los extremos, sospecha en el frontispicio.
   Todos con una razón donde enjugar la fibra que los conforta. En parques y bulevares los críos queman sus penúltimas diabluras, los abuelos su horario laboral de guardería y los ociosos sus diarios riachuelos. En academias y otras docencias, en puntos de encuentro equívocos y en esquinas tediosas los jóvenes sazonan sus venturas. En bares, cafeterías y despachos multifunción se ultiman negocios, proyectos, banalidades, rutinas, desengaños y aburrimientos de inútil calado. En comercios, bazares, grandes almacenes y chiringuitos se compra con adicción, con necesidad y con velocidad hacia el cierre del minutero esperanzado de los dependientes. En calles y avenidas un cruce variado y variable de destinos anónimos.
   Aún dudo si integrarme en el paisaje, ni en qué sección, o camuflarme en él de libre oyente, o prescindir de esta broza diaria y orillarme hacia mis latitudes caóticas, que es donde…, en fin, ríase usted del pez en el agua. Nunca me he caracterizado por la determinación, siempre me ha costado un kilo y doscientos empujones coordinar criterio y actuación consecuente. Bueno, nunca, siempre, tampoco; a veces sí, incluso con resultado de medallita o algún que otro pin. Pero no voy alardear, porque no soy de sacar pecho ni tirar de penacho. Y sin embargo…
   Sentado en una terraza ubicua, saboreando un café de paladar terminal, mi retina vuelve de sus elucubraciones y tropieza y se detiene en las piernas cruzadas de una mujer en la mesa de enfrente. Retina subyugada que serpentea curvas arriba, sin distraerse en tejidos ni tonalidades, sino apreciando fantasías desnudas, hasta alcanzar el rostro más hermoso que sólo una puesta de sol puede velar y desvelar. Y mi retina recala en su retina, e intercambian promesas sensuales, voluptuosas, lascivas, obscenas, y por ahí.
   Nos levantamos y acercamos con las susodichas retinas arreboladas y engarzadas en un clímax de frambuesas arrebatadas. Justo cuando cerca repican unas campanas. Y la voz me sale del alma promiscua:
   - Por favor, vayamos primero a rezar y pedir perdón por el pecado que vamos a cometer.
   Así lo hicimos, por ese orden.
MIS HORAS CANÓNICAS (VI)

NONA
(Sobre las 15 horas)

   En realidad, no presenta límites, ni espacios bien definidos, ni perfiles de la tribu homogéneos, sino un punto de intersección, el eje simbólico de un traqueteo de poleas con engranaje reversible. Durante este período la ciudad ha decolorado su uniformidad sostenible y anda como desmadejada, asimétrica.
   Semejante trastorno me disloca el ánimo y la voluntad de mis oraciones. Cual alma desnortada, pero fiel, busco abrevadero y sosiego para encrucijada espiritual tan dispar e impertinente.
   Intento sumarme a una algarabía de sirenas, timbres, silbatos, campanas, campanillas, megáfonos, alarmas mil que dan el agua. Pero ese, el sistema linfático de la ciudad, es un torrente que se desborda y expele, a través de sus motores extenuados, las toxinas acumuladas a lo largo de un mal sueño. Exceso de lastre para el espíritu.
   Doblo una esquina y me asedia y acorrala una marea de anecdotarios de aula, confidencias de amores y odios, desfile de teléfonos móviles y silencios de edad, que a intervalos se fragmentan y refluyen por arterias de asfalto y parterres. Seducido por un absceso espontáneo de ternura, me dejo llevar. Sin embargo, enseguida tanto cruce atropellado de candor y crueldad desvanece mis vagos empeños, demasiadas cenefas y embelesos.
   Pero me empecino, cual Sísifo en su afán.
  Me aventuro por tascas, bares, cafeterías y sus variables, que acogen entrenadores, alineaciones, pronósticos, saboreo de conversaciones leales, comentarios sobre filias y fobias laborales, confidencias de primerísima mano de latón, juramentos de amistad etílica, intercambios rápidos de cómo te ha ido y hasta luego, trapicheos de últimos auxilios, susurros de pasiones clandestinas, fantasmadas de salarios, bravuconadas antológicas tipo de-mañana-no-pasa-que-se-lo-diga-en-su-cara, liberación de una mañana cargada de tensiones. Imposible un punto de fervor en este batiburrillo de cuitas, satisfacciones, naufragios, perversiones y simplezas al vapor.
   Salgo, el ánimo zarrapastroso, el estómago exhausto. Y entro en meditación de nivel: foco nuclear del día con alcance impreciso donde cada pieza del tablero de ajedrez social se apresta al almuerzo: bocadillos percherones de fiambre y tarteras a pie de obra, estofados de patatas con huesos, sopas entretenidas con verduras y acompañadas de pan, frituras con aceite frito, preparados de microondas, guisos de hogar, restaurantes de menú del día, restaurantes con carta de pergamino, restaurantes de platos de diseño. Canon social alentado por arcanos demonios que alimentan las vísceras con las que perjuramos. Utopía de rezo unísono.
   Ahíto de emociones innombrables, acudo a mis cuatro paredes. Allí, mientras la comida alcanza su último hervor, me postro ante el televisor y repito con aflicción infame los versículos impíos de sus informativos de cataplasma.
MIS HORAS CANÓNICAS (V)

SEXTA
(Mediodía)

   Plasma de vendaval fustiga y galvaniza los sótanos y pasadizos de la ciudad. Por arriba, la letanía mecánica y exangüe predeterminada por defectos. Por dentro, el músculo irredento, el himno clandestino al pecado.
   Aluvión de palabras, alegorías entre líneas invaden mis escáneres, que reclaman, suplican glosas fecundas. Interpretar el vacío del estómago del capataz del cacique de la tierra de las macetas de un pino, de un pino de terciopelo, de terciopelo agrio, agrio como el sabor del rímel de unos ojos de carnaval, de carnaval de fango, ubres y papel moneda.
   Así que, ensimismado en estas revelaciones, desprotegido por tanta inspiración, resuelvo montar la pajarraca con el entusiasmo del desprecio por la vida laboral de esas mañanas límpidas que enaltecen los paseos por escaparates y el curioseo insulso por los estantes de las grandes firmas. Relojes, zapatos, chaquetas, ordenadores, discos, libros… ¡Libros! Decidido a vengarme, sitúo la mirada en posición intelectual, cojo uno, simulo devoción por título y autor, lo sobo cual erudito abducido, lo ojeo con conciencia de clase, lo libero de lacras comerciales y lo incorporo regaladamente al sobaco izquierdo como si allí hubiera nacido, crecido y multiplicado. ¡Ah, cuánto ha leído mi sobaco izquierdo!
   Pero en pleno trance metacleptómano me interrumpe la alarma del móvil. ¿Qué?, ¡ah!, ¡sí!, ¡la hora!, ¡no, no me lo pierdo! Y corro, corro (el libro conmigo, claro), con toda premura y fervor al convento de las madres… ¿O son hermanas?, ¿y de qué advocación? Rediós, tanto tiempo yendo todos los días a la misma hora y qué poco conozco de ellas. Bueno, sí sé lo justo y necesario: entonan el ángelus como los ángeles. Es un minuto, nada más que un minuto, creo; pero dan tanta paz a mi espíritu, me siento tan… tan levitante, tan identificado con las Coplas de Jorge Manrique de mi sobaco izquierdo…
  Y salgo tan purificado que… pecar, pecar, me urge volver a pecar, como una contraliberación o algo así, yo qué sé, pero pecar.
MIS HORAS CANÓNICAS (IV)

TERCIA
(Tercera hora después de salir el sol)

   Un rumor sordo de turbinas tutela desvelos, pesares, anhelos, desidias, empeños, sospechas, angustias, todo el arco de las emociones. La salsa cotidiana y rumiante de la ciudad.
   La hora de la inercia.
  Cada cual en el sitio de su estado inicia el cumplimiento íntegro de la pena. Por las fábricas, por las oficinas, por los talleres, por las aulas, por los coros gregorianos de las catedrales o los conventos, por las infames colas del desempleo, por las partidas de dominó que honran el reposo del guerrero, por las chapuzas sin iva, por los despachos de la responsabilidad o del tributo o del privilegio o del fraude, por las misas de devotos o medrosos o cumplidos, por los porteros automáticos de la publicidad reciclable, por los estandartes que cobijan el fragor o el trasiego o el menudeo de políticos nobles o al uso, por las cafeterías de probos empleados o desocupados varios, por las limpiezas de hogar gratuitas o a tanto la hora negra, por las radios y televisiones del chisme político o rosa o macabro, por las melancolías de las nubes contadas una a una, por los vapores del internet bravío, por los mercados o supermercados o tiendas o supertiendas, por los accesos o esquinas o pasajes o recovecos donde pedigüeños o menesterosos se reparten el acecho de los limosneros… Mosaico siempre incompleto, infinito y deforme (la realidad es patrimonio unipersonal).
   Aunque a la vez, también cada cual entona por sus arrabales íntimos la oración que embarga su fe personal e inmediata, mística o profana o entreverada. La mía en particular, al Gato de Valle-Inclán, siempre. Bueno, siempre, pero a esta hora.
MIS HORAS CANÓNICAS (III)

PRIMA
 (Primera hora después del salir el sol)


   Ya la batuta de Helios tabletea sobre el trípode de las partituras, urge, reclama, concita. Arranca la hora cero de la sinfonía. 
    Cotidiano trasiego de númenes que alientan o abruman o deprimen la savia de la humanidad.
   Cuadrillas de opinadores, dial a dial, desgranan y maceran las ondas. Sacrosantos santones, melifluos de adormidera, ingenuos recalcitrantes, meandros de ópera prima, luminarias diletantes, coyotes a la violeta, gacelas paticojas, halcones, palomas… Pléyade de la realidad publicada.
   Batallones de neumáticos invaden a motor desbraguetado el espacio urbano, todos los espacios, desde el asfalto hasta el éter. Hormiguean sincronizados en un rito febril. Lampones del acecho, medrosos con causa, luceros de honor, adalides de la nómina, profesionales de la profesión, muñidores del afán, rutinas silvestres, provisores, curtidores, medradores, ganapanes, pierdepenas, exangües, animosos, acerados, mantras, dignidades, paradigmas, relinchos, providencias, varetazos, gurús, Pancho Villa, Manhattan, desde alfa a omega del pan con sudor y gases tóxicos de última generación.
   Mientras, algunas bicicletas aventuran orgullos por los carriles de la ecología.
   Aceras de pasos presurosos, rígidos o arrastrados, bizarros o volátiles, de paisano o ceremonia, de tacón, planos o consumidos, abetunados o pálidos, sonoros, sinuosos, trabados, imperativos, agónicos, pausados, a pulmón, en trance, variada gama de glóbulos rojos y blancos.
   Adolescentes floridos de mochila y pinganillo se van arracimando por soportales, esquinas y plazoletas, y ponen rumbo mustio o lozano hacia la primera hora de aula, mientras pandillean comentarios dispersos o fervientes sobre sus constelaciones de cada día. Cabellos erizados, atusados o gráciles; rostros absortos, inmunes o expansivos; brazos espesos, gregarios o marciales; torso alicaído, ecuánime o enhiesto; andares inútiles, voluntariosos o resueltos; vestimenta indescriptible o de uniforme. Diamante en bruto o carne de bisutería.
   Algunas vetas de figuras inciertas y calmas, irredentos del ocio y las sábanas que niegan ventajas al declive. Salen, respiran el aroma de un día más, rehúyen los pasos de la melancolía, reinventan la felicidad de la venas ajadas y acuden sin prisas a quién sabe qué encuentros. Toda una vida en cada destino con sus parabienes y sus paramales.
   Poco después, salpicotea las aceras un reguero de críos de la mano que mece la edad. Vamos al cole. Saltarines, legañosos, canoros, presurosos, vocingleros, verraqueos, cabriolas, mixturas sin fin, ingenuidad pura hacia el camino del espanto.
   Me cruzo con un relicario de buenas noches, que me pregunta tarambana y mocoso:
   - Por favor, ¿me puede decir qué hora es?
   Y le respondo al paso, conciso y jesuítico:
   - La hora de la redención, el rezo coral por el pecado del Génesis, so idiota.