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viernes, 19 de octubre de 2012

MIS HORAS CANÓNICAS (IV)

TERCIA
(Tercera hora después de salir el sol)

   Un rumor sordo de turbinas tutela desvelos, pesares, anhelos, desidias, empeños, sospechas, angustias, todo el arco de las emociones. La salsa cotidiana y rumiante de la ciudad.
   La hora de la inercia.
  Cada cual en el sitio de su estado inicia el cumplimiento íntegro de la pena. Por las fábricas, por las oficinas, por los talleres, por las aulas, por los coros gregorianos de las catedrales o los conventos, por las infames colas del desempleo, por las partidas de dominó que honran el reposo del guerrero, por las chapuzas sin iva, por los despachos de la responsabilidad o del tributo o del privilegio o del fraude, por las misas de devotos o medrosos o cumplidos, por los porteros automáticos de la publicidad reciclable, por los estandartes que cobijan el fragor o el trasiego o el menudeo de políticos nobles o al uso, por las cafeterías de probos empleados o desocupados varios, por las limpiezas de hogar gratuitas o a tanto la hora negra, por las radios y televisiones del chisme político o rosa o macabro, por las melancolías de las nubes contadas una a una, por los vapores del internet bravío, por los mercados o supermercados o tiendas o supertiendas, por los accesos o esquinas o pasajes o recovecos donde pedigüeños o menesterosos se reparten el acecho de los limosneros… Mosaico siempre incompleto, infinito y deforme (la realidad es patrimonio unipersonal).
   Aunque a la vez, también cada cual entona por sus arrabales íntimos la oración que embarga su fe personal e inmediata, mística o profana o entreverada. La mía en particular, al Gato de Valle-Inclán, siempre. Bueno, siempre, pero a esta hora.

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