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jueves, 15 de diciembre de 2022

MEMORIAS DE (IN)DOCENCIA (y 2)

En la primera reunión de Departamento el flamante jefe marcó y enfatizó como objetivo inmediato, inmediatísimo, elaborar la programación del trabajo de cada cual en clase. Don Jesús, que lo llevaba previsto, despachó el asunto con un “la mía, la misma del año pasado”. Objetó el nuevo jefe que los folios de esa ‘misma’ ya amarilleaban, por lo que convenía que se adaptara… Don Jesús no lo dejó terminar, repuso que estaba convencido de su validez a pesar de los años, se levantó y dio por concluida su asistencia, sin más.

Parece que Paco tenía prevista tal reacción, porque enmudeció paciente hasta que el compañero se ausentó. Al momento dirigía a Luis una mirada como de cómplice, que éste recibió carirreactivo. Pero Paco, nada, a lo suyo. Cual si Luis bebiera de sus fórmulas magistrales docentes (o educativas, a saber), desplegó alegatos, peroratas a trechos, acerca de las eficacias de una programación acorde con el futuro de los alumnos, o sea, con su diseño de futuro para ellos. Para el pedagogo jefe (o jefe pedagogo, según se entienda), don Jesús representaba la lacra del pasado (no se cortaba un pelo), con la que había que convivir por imperativo legal hasta su fecha de caducidad (o sea, la jubilación del susodicho), irrecuperable se mire por donde se mire.

—Sin embargo, nosotros… ¿qué crees que esperan de nosotros? —interpeló a Luis.

—Ni te imaginas cuánto detesto las formas de seducción para idiotas —respondió flemático—. Con ese “esperan de nosotros” me colocas un mensaje demasiado facilón. En realidad te refieres a lo que tú esperas de mí. No, no me gustan nada los supuestos gratuitos, y menos a cuenta de un compincheo impostado.

Paco acusó recibo del temple de la réplica, bien que apenas con un parpadeo furtivo. Pero, inasible al desaliento, sólo bajó el flujo categórico un par de octavas. Presentía (ya no dogmatizaba) bondades fantásticas, enormes posibilidades, en las reformas docentes (o educativas, a saber) que se avecinaban, que ya estaban a la vuelta del BOE, bastaba con escuchar a los gurús de la cosa y leer sus sesudos análisis y propuestas, que a su vez radiaban la normativa de tercera y segunda línea que transmigraba a los centros.

—Así que nosotros —Paco persistía en su tándem— estamos abocados a coordinar la puesta en didáctica de las cuantísimas innovaciones metodológicas que nos llegan de la administración educativa, y que tan acertadamente estamos asimilando.

Daba por supuesto Paco que ambos se encontraban en el mismo nivel de digestión. Justo por ahí retomó el objetivo inicial de la reunión y decididamente, sin paracaídas, manifestó con retórica humildad su ferviente interés por la programación de Luis, el acervo reformador que debía de atesorar según su infalible intuición.

Pero como tan conmovedoras fijaciones rayaban lo patético, y ya le estaban tocando las catenarias a Luis, a éste no le quedó otra, de receptivo pusilánime migró a modo tóxico. Le soltó, así, con aplomo de serio profundo:

—Tu raciocinio se me antoja paradigmático por ac­tantes onomasiológicos y proselitistas, vamos, propio de un vulgar se­mema.

Luego se levantó y se fue, dejándolo con la mandíbula un tanto desencajada.

Transcurrió algo así como una semana, quizás dos, cada cual a su clase, sin más intercambio de palabras que el saludo mínimo en los cruces de pasillo. Hasta que en uno de estos Paco atajó a Luis, le cortó el paso con semblante turbio y le preguntó si después de las clases tomaban una cerveza en el bar de enfrente. Luis accedió, aunque con cierta indolencia, no se fuera a pensar el jefe que…

La cita cervecera tuvo sus grados, más que de alcohol, de besugos al vapor.

Paco Gámez, la mirada retraída en la copa de cerveza, lamentaba la vehemencia con que había intentado implicar a Luis en sus proyectos, aunque añadió enseguida:

—Pero, coño, que me tildes de proselitista y vulgar, comprenderás que duele.

Ahí levantó un poco el rostro hacía Luis con un parpadeo vacilante, que éste acogió con una de esas sonrisas que salen cáusticas por el lateral de la boca, acompañada de una precisión:

—Date cuenta, de mis palabras sólo te has fijado en los adjetivos más normalitos. Pero de los actantes onomasiológicos y del semema, lo sustancial, ni al vuelo. Hombre, uno no está aquí para simplezas con colegas de talla.

Encajó Paco, sin asomo de réplica, con ayuda de un sorbito de cerveza, seguido de un jeje, vamos a dejar eso. Le importaba retomar el asunto de la coordinación didáctica:

—Si yo conociera al menos las claves de tu programación, adaptaría la mía —concedió con un acentillo de falsete que le habría costado lo suyo ensayar antes de esta cita.  

Entendió Luis que andaba como tanteándolo, que al jefe le primaba evitar el descalabro del encuentro anterior al precio de… de una programación. El pobre Paco se equivocaba de v a b. Como muestra del error, recibió una nueva ráfaga:

—Mira —respondió Luis—, las personas que cambian según qué, en función de o para que…, no, no es que no las soporte, es que me fastidia que me consideren tan voluble como ellas. Y no es porque uno no lo sea a veces, que puede ocurrir, lo admito, sino porque de entrada, sin motivos sólidos, hala, tú como yo. Pues no.

Pero el colega respondón no se quedó ahí, allá que le endilgó una teoría que le cuscurreaba por la base de datos de sus ironías:

—El buen docente debe ser capaz de llevar a la hilaridad la seriedad de sus enseñanzas; eso sí, siempre y cuando los alumnos no partici­pen en la hipérbole, ni siquiera la presencien.

¿Volvió a encajar Paco Gámez? Sí. ¿Recurrió a la cerveza? También. Pero esta vez no con un sorbito, sino con un largo trago. Tras el cual cambió de registro. Se ve que, en previsión de tal coyuntura, traía ahormada toda una batería de reproches. Los menosprecios y tal de Luis al cargo de jefe del Departamento, sus faltas de colaboración con la autoridad administrativa, más un sinfín de tisquismiqueos que podrían conducir al interpelado a la cloaca máxima:

—Qué te has creído. Compréndelo, tómalo como obligación normativa. Toma esto —sacó un folio impreso—, he pensado que esta encuesta nos puede servir para acercar posturas. Rellénamela y ya vemos.

Luis se amuralló en la mirada cejiforme y en la gramática en plan zumba:

—Compréndelo, tómalo, rellénamela, ¿eres adicto al enclítico?

Paco atemperó su presión de hombros de hombreras y preguntó con sonrisa medio acalambrada:

—¿Cómo?

—Sí, hombre, una adicción manifiesta, diagnóstico meridiano. Al­gún impulso incontrolado te lleva a soldar pronombres al verbo. Comprénde-looo, tóma-looo. ‘Lo’ enclítico, ¿no? Pero es que en reee-lléna-meee-laaa, dos enclíticos y además el prefijo. Jo,  por poco dejas al verbo sin respiración. Hala, ya tienes para indagar con tu singular método de psicolingüística aplicada.

Paco Gámez, entre el berrinche embridado y la turbación manifiesta, volvió a la copa y saboreó los restos de cerveza, despacio, al tiempo que parecía degustar también su réplica:

—Ya veo lo tuyo, frivolizar. Pues, vale, olvida la encuesta, pero quiero tu programación antes de una semana, si no, atente a las consecuencias.

El rostro de Paco, su postura, su hipertensión gestual, pundonor y épica.

Mientras, la sangre fría de Luis volvía a fluir calentita por las arterias de las razones y su rima genital:

—Tú te dedicas a explorar distancias y consistencias, unidad de peso, medida y dimensión. Eso para un rato puede servir, pero hasta que la báscula marca el vere­dicto. Nunca fue mi fuerte lo banal, aunque reconozco que a veces me pierde; pero tú me lo pones tan fácil. Siembras en asfalto, así me parece, lo siento. Eres incapaz de conjugar en clase teoría científica y práctica comuni­cativa, llevar de la mano al alumno desde la arbitrariedad del signo lin­güístico a la eficacia expresiva del epíteto. Con ese programar tuyo, o ‘curriculizar’ cuando se te dispara el ego intelectual, con ese aprendizaje lúdico con el que tanto pavoneas, ¿qué obtienes de los alumnos?, como mucho, unos fraseos léxicos preciosamente desgra­maticalizados, qué nivel; aunque no sé, igual los asimilas a la escritura automática de los surrealistas. Pura farsa, lo tuyo, no lo de los surrealistas. Y lo peor de todo, que me lo llevo reprimiendo casi desde el primer trimestre del curso pasado, tu heroico argumento de aprobado para todos por aquello de que tiempo tienen estos chicos para recibir golpes de la vida. No sólo es una falacia, sino una trampa para ellos, y, si me apuras, un pretexto para no trabajar en condiciones. Con esos presupuestos, tú y los que piensan como tú, les estáis preparando el camino para que efectivamente la vida los golpee sin misericordia, los dejáis inermes, sin fortaleza intelectual ni cultural para superarlo.

Ahí se detuvo Luis, pero no para observar los efectos de su descarga de ortigas, sino para apurar también él su cerveza, y para contrarreplicar al folio de la encuesta con otro propio que entregó a Paco, abracadabra, a la vez que ya de pie bruñía una voz imponente y sardónico:

—Me voy, pero como alivio para tu agónico escozor por mis enigmas, aquí tienes. Observa que, puestos a fantasear, yo también... Con ello espero, impongo mejor, que no vuelvas a hurgar en los lares de mis responsabilidades. Así que, cual vasallo de tu jerarquía administrativa y converso mayúsculo y falaz a tus didácticas conspicuas y silvestres, en este papel rindo como anticipo las líneas conductuales de mi programación:  

“Fumaremos esencias de sándalo entre las estructuras del lenguaje. Escanciaremos néctar de pócimas en el cubil de Celestina. Brindaremos con ella por la pasiones del Arcipreste, de doña Inés, de Ana Ozores, de Pepe el Romano. Así rendiremos tributo a la oración copulativa. Luego rociaremos las paredes del aula con rimas de poetas furtivos y relatos de rosa y tormenta. Apagaremos la luz para observar en la oscuridad cómo preposiciones y conjunciones zigzaguean luminiscentes tras los silbos de sustantivos, verbos y adjetivos. Después volveremos al claror con la lluvia mansa, sutil y fecunda de adverbiales sobre nuestros ingenios. Y el último día de curso, cuando ya termine la larga noche de los boletines de notas, danza­remos su aliento en torno a una gran hoguera de libros y apuntes, hasta el opio del amanecer”.

 

lunes, 28 de noviembre de 2022

MEMORIAS DE (IN)DOCENCIA (1)

Hacia finales de los años 80 del pasado siglo, cuando aún se engrasaba en los despachos de los prebostes la maquinaria de la inédita logse pero ya fosforeaba por el horizonte, el mundillo docente titilaba. El magma de la profesión docente, las vicisitudes familiares, las farmacopeas humanas, divinas y colaterales, todo era objeto de conversación, aunque de manera tan profusa como imprecisa, sin ánimo de profundizar en exceso, con escepticismo, interés, desdén, estímulo y algún que otro compromiso sanguíneo de rechazo o conversión. Por esa cinta híbrida funambuleaba aquel profesorado.

También ocurría en el instituto en el que aterrizó por entonces el joven granadino Luis Pineda, mesurado en estatura, semblante y palabras. Sobrenadaba en aquella batahola un tanto bisoño pero no medroso, observador irredento, permeable pero no satélite, remiso a adhesiones ambiguas y con el filtro de una ironía taciturna, el talismán que amparaba su personalidad. Pero, claro, entre la gota malaya de unos y su propia autocontención, mantenidas a pulso mes a mes, llevaron a comienzos del curso siguiente a que se le desmandaran las fibras de la prosopopeya, de la alegoría, de la entelequia, quién sabe, y reaccionó como reaccionó.

Resulta que, tras incorporarse Luis a su Departamento (de Lengua y Literatura), convivían en él tres perfiles: dos definidos y antagónicos y otro indefinido (el suyo, confuso o misceláneo).

Coincidió que figuraba como jefe del mismo don Jesús García, castellano de La Maragatería. Tendría unos cincuenta y cinco años. Más bien alto, de cabeza y torso recio, pero con una forma de andar desaprensiva a base de pies planos-planos, brazos colgantes ignorados hacia atrás, con cartera también colgante de uno de ellos. Estampa que se acompañaba con intermitente chas­queo de lengua, principalmente en el arranque de sus interven­ciones en clase.

El cargo como tal, para don Jesús sólo existía en el nombramiento administrativo, en el complemento correspondiente en nómina y en la reducción de horario lectivo. Pero de ejercerlo, nada. Bueno, sí, se mostraba activo receptor de cuanto documento oficial, ediciones de propuestas didácticas o muestras de libros de texto le llegaban, aunque, sin dedicarles apenas un vistazo, pues con la misma diligencia los documentos pasaban al archivador y lo demás a engrosar los atascos de las estanterías. Prisas que se le desfrenaban cuando le hervía la sospecha de didácticas renovadoras entre sus líneas. Por lo demás, de información a los otros miembros del Departamento, cero; de coordinación con ellos, menos cero; y de interesarse por sus trabajos, muy bajo cero. Claro que ni para bien ni para mal. No es que dejara hacer, es que le importaba nada lo que hacían. Lo cual no le mermaba en lo personal una relación cordial y a veces hasta afectuosa con sus compañeros. No, no simulaba, tanto que resultaba prácticamente imposible reprocharle o discutirle algo cuando la conversación derrotaba por las reformas que se avecinaban. En tales ocasiones (pocas, la verdad) se limitaba a escuchar, o hacía como que escuchaba, y terminaba por desear los mejores éxitos al interlocutor, bien que con algún toque de socarronería, que al otro no le quedaba más remedio que recibir con la sonrisa de ‘no tienes arreglo’. 

Don Jesús hablaba de usted a los alumnos, exigiendo por esa vía un tratamiento recíproco. También les exigía el estudio del libro de texto ad pedem litterae; por eso —según sus críticos— prefería la docencia de la Literatura a la de la Len­gua, para limitarse a constatar la capacidad de memoria mecánica de los alumnos. Si se puede llamar docencia de la Literatura a preguntar en clase por las mujeres de Lope de Vega, la lista del teatro de Lorca o la definición de sineste­sia, y los textos ni por el forro.

En el otro extremo del Departamento, en lo didáctico y, quizás como símbolo de ello, hasta en lo espacial (porque siempre se sentaba allí al fondo junto a la ventana), Paco Gámez, imagen de diferente cuño en casi todo. Onubense, unos cuarenta años, escuálido, bajito aunque con hombros en formato hombreras —posi­blemente por instinto de mejorar la estatura— y un apresuramiento nervioso en sus andares. A semejanza con su antagónico, también se adornaba con acompañamiento, también principalmente para arrancar sus intervenciones en clase y también en forma  de chas­queo, en su caso el de los dedos (vulgo: tocar los palillos).

Desde el primer día pedía a los alumnos, reivindicaba, que le hablaran de tú, y nada de don Francisco. Paco, o como mucho, Paco Gámez, para distinguirlo del profesor de Educación Física (el otro Paco del claustro). Con tales postulados, los alumnos incorporarían enseguida el artículo al nombre, el Paco Gámez. Era de la nueva escuela, en dos sentidos: había sido maestro con anterioridad, y, por otro lado, de acuerdo con la moda peda­gógica, entendía que “la socialización de la enseñanza pasa por una intensa interacción en las relaciones profesor-alumno, enmarcada en un cuadro o diaporama —así lo defendía— donde el tratamiento de tú signifique un contraste igualitario del proceso de aprendizaje para que el alumno se sienta in­tegrado”. Generosa dinámica que culminaba a final de curso, cuando repartía aprobados sin fin, de ahí para arriba, porque para qué amargar ahora con suspensos a estos chicos, “ya los golpeará la vida”.

Sus preferencias docentes, “rabiosamente pedagógicas” —gustaba puntualizar—, discurrían por la Lengua. Para él la Literatura era un estadio superior del intelecto, donde el alumno de bachillerato debe aprehender su carácter connotativo de manera intuitiva, y sólo cuando dis­ponga del instrumental lingüístico adecuado. Así pues, nada de literatura, ni de textos literarios, y mucho menos clásicos. Vade retro, Cervantes, ni consideración para un mínimo pasaje de El Quijote, ni piedad para ninguna de sus Novelas Ejemplares. El entrenamiento y desarrollo de la sensibilidad literaria de los alumnos los relegabas a después, sin precisar nunca cuando ese ‘después’ llegaría a ‘ahora’. 

Con semejante botica, el entrañable Paco llegaba a clase cada día, repartía un paquete de vocabulario por alumno, leía un relato o poema de su particular y prolífica cosecha creativa, en plan orientativo, y “hala, con las palabras que os he dado tenéis componer una historia o una poesía parecida, pero sólo con esas palabras, eh”. Los alumnos hacían como que vale y él, pedagogo él, alojaba sus posaderas en la mesa del profesor, encima de la mesa, y se re­creaba en la observación de lo que consideraba excelente interés participativo. Sin embargo, unos cinco minutos después solía planear en la clase una suerte de bufonada, alumnos que reclamaban al Paco más verbos o denunciaban el robo de tres sustantivos o lamentaban su escasa imaginación o renegaban de “lo mismo todos los días”. Entonces, el Paco Gámez aprovechaba para intercalar en medio del barullo sugerencias sobre solidaridad, generosi­dad, compañerismo, lealtad y un poquito de fantasía y esfuerzo, todo al conjuro de la llamada educación en valores, descu­bierta por Pitágoras al tiempo que la Tierra era redonda y al cabo de los siglos por Paco Gámez y un ramillete de privilegiados prelogsianos, la avanzadilla.

Al curso siguiente el turno rotatorio de la jefatura del Departamento llegó a Paco Gámez. Y por ahí se le activaron a Luis Pineda ciertos sensores, que a la postre lo redimirían.

martes, 18 de octubre de 2022

DAMA SENTADA SOBRE METACRILATO

No fue hace tantos años. Me llegó como signo de regalo o privilegio, no sé. ¿Por ensalmo?, no, de eso estoy seguro. Ahora me inclino más por la sospecha, quizás el mensaje encubriera una pócima de motivos umbríos. Pero en aquellos momentos de humores y confetis, ni olérmelo. Me intrigó, me fascinó, hasta el punto de confiarle lugar destacado en la vitrina de mis afectos y vínculos.

Desde entonces lleva sentada ahí, así, estilizada y estilosa ella, sobre una peana de metacrilato: las piernas recogidas, las rodillas abrazadas, la espalda ligeramente combada en escorzo, mentón romo que galvaniza la expresión de una mirada versátil de alabastro girada hacia la izquierda, hacia mí. Y me cuesta, jo, cómo me cuesta interpretarla.

La mayoría de las veces creo que simplemente me observa, a ratos con ojos de ácido licuado, a horas con rictus de incertidumbre bufa, a días con rostro de brasa ronca, pero siempre el cuerpo reposado en paciente espera. Siempre sentada así, año tras otro.

Yo la contemplo embebido, como a la defensiva, casi en trance de derrota. Hasta que supero esa oscura rastra y me da por chasquear los dedos de pronto en sus narices. Pero ni se inmuta. Claro, la comprendo, aunque sin convicción. Cuánto habría celebrado un mínimo respingo al menos, siquiera un ligero estremecimiento de sus curvas góticas. Pero no, nunca, permanece inmune, labrada en un diseño impasible.

En ocasiones me rebelo, intento devolverle la expresión, echarle un pulso. Me enfrento a ella denso y templado, infranqueable al sentimiento, le mantengo el gesto y los párpados con la misma pretensión de ubicuidad inerte que percibo de su pose modelada. Inmovilizo los músculos del cuerpo, de todo el cuerpo, afronto estoico el proporcionado reposo de sus volúmenes, encaro su rostro con ánimo de turbarlo. Mis ojos, alertados e instruidos por savia  fiel, primero toman distancia para punzar el nimbo de su atmósfera, e intento sostenerlos en esa trinchera; pero enseguida se relajan y serpentean por su silueta con inconsciente envidia, instantes como en letargo, hasta que algún duende los despabila para incardinarlos de nuevo en el empeño inicial, y lo consigue, sí, aunque no sin reticencias. Un reto imposible, desigual, que  no alcanza más allá del minuto suspenso. Pronto volverá la inquietud, el desasosiego por descifrar, el recelo ante una estatuilla que me violenta la armonía.

Por más que petrifico el ademán y afino las pupilas a la busca de un alma, no vislumbro nada, no descubro nada. Y me vuelve el desconcierto, la fatiga y el rechazo, que no es sino consecuencia de la agresión de una petulante dama sentada en metacrilato, aposentada, cuyo afán depredador aspira a campear sobre el moblaje de mi morada.

Con el tiempo, sólo un consuelo me serena: ese empaque de su personalidad, tan afilado y gélido, tan inculpador y victimista, paradigma donde se guarece, es finito, limitado. Su táctica envolvente y seductora se desvanece al cabo, cuando por fin reaccionan las poleas íntimas del oprimido, que lo liberan del hechizo.

Entre tales orillas ha discurrido mi proceso. Hasta que el aliento de la conciencia me ha despojado de escollos, turbulencias y rémoras de devociones y ternuras ajadas. Momentos bruñidos en los que esa efigie sinuosa y desalmada la he abordado con hebras bien distintas. Sin desgarros de furor ni odio contra ella, ni siquiera de desdén o menosprecio. De pena si acaso.

Comprendo que quizás le sorprenda mi mesura después de la tensión a la que sometía mis emociones casi hasta ayer mismo. Seguramente por contraste con el títere en que me ha ido desfigurando, desequilibrado, perdido, subyugado por sus encantos, aislado de los apegos y ternuras nobles de mi existencia. Pues eso, no parece que se lo crea, demasiado gráfica esa mueca cínica que nunca relaja porque, claro, está en su naturaleza de alabastro. Pero ya no me interesa, allá ella.

Ahora sólo me importa resolver la ecuación de mis reflexiones. No, no voy a destrozarla en añicos contra el suelo, lo más obvio y radical, aunque sea lo que me susurra el soplo de la venganza. Ni desprenderme de ella en forma de regalo, cómo obviar la posibilidad de que mis mismas tribulaciones se reproduzcan en el destinatario. Ni venderla a incautos de mercadillo, rastreadores de lo esotérico, ajenos a una compra de contingencias imprevisibles. No, nada de eso.

La dejo ahí, donde lleva tanto tiempo, sobre esa repisa de mis primicias, solo que del revés, con un giro de ciento ochenta grados, con su fortaleza cara a la mudez de la pilastra de blanco desvaído, de espaldas a mi existencia. Así que no eludo su presencia; pero de ella sólo advertiré cada día las miserias del acabado y me redimirán, también cada día.

Luego, cuando yo me vaya, dejaré por escrito mi petición de destino último para ella.

lunes, 5 de septiembre de 2022

PRINCIPIO DE INCERTIDUMBRE (microrrelato)

Llamo a Carlota, le insto a compartir mis prisas, pero negativa débil, demasiado débil, insisto, rehúye con excusas de libertad de movimiento, por un arqueo que no cuadra, por un jefe que no se va a creer la llamada imperativa de la guardería de la niña, por un marido que como acabe enterándose…,

venga-venga-si-estás-deseando,

bueno-pero-la-última-vez-¿eh?-¿dónde-nos-vemos-donde siempre?