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viernes, 7 de diciembre de 2012

¿O ERA YA VERANO?

      Celebré mi cuarenta y tres cumpleaños por todo lo alto y por todo lo bajo. La efeméride no suponía mayor significación, pero algún turbio presentimiento o euforia de origen incierto desbordó la atmósfera habitual.
      Y efectivamente, con la resaca del día siguiente llegó la reflexión y su consecuencia, rápida y taxativa: la firme determinación u osadía de enloquecer.
      Cualquiera que no me conozca pensará que estoy loco; es decir, que ya lo estaba para adoptar semejante aventura. Incluso a mí mismo se me vino por un momento esa posibilidad. Pero no, enseguida lo descifré: hay situaciones o circunstancias en la vida de cada cual en que confluyen sus coordenadas astrales y desencadenan… Pues eso.
      Dos rasgos fundamentales ¿adornan? mi personalidad, seguramente contradictorios, lo admito, pero inevitables: introspección suficiente y respuesta inmediata. En cuanto esbozo el análisis de una idea, opinión o sentimiento, me lanzo. ¿Cuestión de olfato? El caso es que rara vez he fracasado en el pronóstico. He aquí, pues, la esencia, permanente por definición.
      Por otro lado, los flujos vitales o existenciales, que condicionan, retrancan o aceleran, propician meditaciones con exigencias a más largo plazo, más diluidas, menos conscientes, como un runrún que no entorpece demasiado. Tal me parece la senda de la condición humana. Con variables de edad, según los estereotipos metaforizados con las estaciones del año.
      De modo que la disposición a enloquecer nada tenía de fortuita. Apareció tras un balance reposado, exhaustivo y crítico de mis horas y quehaceres. Me costaba reconocer, aunque concedía, que vagaba por un bucle anodino, que ni siquiera una quimera mellaba el discurrir de mis menudencias, como si vivaqueara en un estado de convalecencia perpetua. Parcela afectiva, parcela económica, parcelita de ocio, todas tres con condimentos de diseño.
      Funesta inercia que terminó por desperezarse e indagar por los caminos de la tentación. Y ésta comenzó a tomar perfiles: emborronar al menos alguna página de mi existencia, para que el recuento final no quedara en mediocridad y tedio.
      Barruntaba la idea, ya digo, desde meses atrás, o quizás un año, o más. No recuerdo la fecha exacta, aunque sí el día del clic, del toque a rebato: una madrugada de primavera -¿o era ya verano?
      Cavilaba camino de casa, como de costumbre, cuando tres motos me irrumpieron tres segundos, me atronaron tres segundos, me amedrentaron tres segundos, rooommm uno, rooommm dos, rooommm tres. Al cuarto segundo, la respiración derramada, pensé como todo el mundo: “están locos”.
      Pero mis consideraciones siguientes, las del quinto segundo en adelante, quizás se decantaron por la extravagancia, o tal vez por un sentimiento de empatía: “¿Y si el loco fuera yo?”.
      Tamaño pensamiento, en la soledad de altas horas de una madrugada de primavera -¿o era ya verano?- sólo podía proporcionar un amplio abanico de variadas especulaciones, inéditas e inusitadas. Algún mecanismo de alerta dispersó las telarañas de mi recámara o lugar recóndito e inescrutable de mi masa encefálica donde habitan todos los fantasmas del pasado, del presente y acaso del futuro. Aunque enseguida advertí que, de abanico, nada. Antes al contrario, se me antojó un sendero que, a medida que avanzaba por él, se angostaba irremisiblemente, como en realidad demostraría el lance, revulsivo o colofón, de semejante empeño.
      Obvié dificultades de últimas voluntades y con un convencimiento probablemente insano dispuse preparativos a destajo. Ampliamente ponderados, concienzudamente revisados, quizás hasta fastidiosos de tanto manosearlos, pero agobiantes e imprecisos siempre. Contradicción propia de la premura que me caracteriza, rasgo positivo o negativo, virtud o defecto, quién sabe.
      En verdad, aunque mis cálculos progresaban a trompicones, la semilla había caído en terreno fértil, por primavera -¿o era ya verano?-. Pero tenía que buscar modelos a toda costa, intuir sugerencias del entorno, descifrar propuestas. Violenté mis impulsos, mal que bien, mirando, observando, asistiendo, presenciando el ajetreo de la gente de un lado para otro afanándose en cosas, digo, bien, cosas. Casi disfrutaba ante panorama tan intenso y desalentador durante aquella prelocura mía. A poco se me desconfigura la espita de las urgencias.
      O sea, que continué de cuerdo hasta bastante después de aquellas tres motos tres segundos. Justo hasta el día siguiente de aquel flamante cumpleaños, cuando asumí sin más dilación llegado el tiempo de la audacia.
      Así pues, necesitaba pergeñar una estrategia de garantías, que me llevara a la feliz consumación de la locura prevista. Y enseguida el recurso instantáneo, basar el proceso iniciático en una documentación del máximo rigor intelectual. Para algo disponía de una extrema lucidez, que me precavía contra cualquier señuelo de frivolidad. Uno no se transforma en loco porque sí, conviene actuar con responsabilidad y coherencia.
      Fiel a estos principios, aventuré mis pasos hacia la Biblioteca Municipal.
      La entrada en aquel palacete dieciochesco, donado al Ayuntamiento según placa adjunta a la puerta –nunca conseguí desembarazarme del todo de los clichés del lenguaje administrativo, cosas del trabajo absorbente-, me produjo la misma sensación que cuando crucé la frontera por primera vez: desconcierto, soledad, una cierta sequedad en el paladar, latidos acelerados y palabras en pirámide.
      Sin encomendarme a prudencia alguna, abordé al conserje-recepcionista-lector de periódicos y le pregunté por libros sobre locura. Se tomó su tiempo para mirarme siquiera, posiblemente hasta que procesó mi petición. Luego rebajó sus gafas de presbicia a media asta y me examinó con ojos pertinentes, es decir, con recelo. Ya iba a contestar algo, cuando le espeté:
      - Sección siquiatría, por favor.
    Cerró la boca y amagó con descabalgar las gafas sin quitarme la vista de encima. Le solté tres nombrajos de corrido, uno en inglés, otro en alemán y otro en ruso (al menos así me lo parecieron). Dejó por fin las gafas sobre el periódico y carraspeó hacia abajo. Intenté atajarlo otra vez:
      - O novelas de locos famosos.
      Elevó una cara de renuncia y me orientó lacónico hacia mis espaldas:
      - Ahí tiene el fichero.
      Y volvió a su periódico.
     En pocos segundos afronté un casillero que, por deformación profesional, asimilé al frontal de un apartado de Correos, pero con todo el abecedario mezclado, salteado, apabullado de combinaciones sacadas del diario de un extraterrestre. Me acerqué, lo observé, lo estudié, primero con curiosidad, a continuación con énfasis, seguidamente con inteligencia (con cierta inteligencia, la verdad), después con menosprecio, y finalmente soplé un abandono. “Esto es demasiado científico para un loco”, concluí.
      Y la ocasión se hizo carne. Mis turbinas comenzaron a bullir y reclamaban la culminación inmediata del proyecto. Si nadie es dueño de sus circunstancias, menos un loco in pectore. Así que tomé unas fichas abandonadas sobre el mostrador que acompañaba al fichero y me puse a escribir, títulos que inventaba al azar, con fruición, con entusiasmo de loco terminal. A saber: Cuando lloran las margaritas, Cenemos al fin, Historias intituladas, Las maniobras de Evans, El penúltimo informe, La saga de los Pérez-Shaw, Circunloquio monologado, Maleficios benditos, Psicología versus sicología.
      Ahí detuve el repertorio, sólo para un somero repaso y continuar. Pero alivié la mirada en el entorno y se desvaneció la inspiración. Todos estaban silenciosos ante las páginas de sus libros, mansos entre ojos y codos. Y una pulsión insensata y trepidante se abría paso desde mis entrañas. Claudiqué al instante: tosí con fuerza y sin ganas, con deje posmoderno de mala leche, con garganta ruin, con expresión inevitable. Lo conseguí: uno levantó el rostro hacia mí, otro hacia el frente, otro aprovechó para sonarse, otro pasó la página como despertando de pronto, otro cambió de punto de apoyo, otro enderezó la espalda, otro cerró finalmente el libro y se levantó, y el conserje volvió a mirarme por encima de las gafas y a balbucear un reproche por debajo de su bigote cano.
      Acusé recibo con gesto displicente y me dirigí hacia él blandiendo mi selección de novísimos:
      - Por favor, éstos son los títulos que busco.
     Se engatilló las gafas, dedicó un ojo clínico a la lista, por fin levantó sus reúmas con la parsimonia propia de la profesión, e inició la marcha con cejas erizadas y elocuente bamboleo de cabeza.
     Maravillado con mis reflejos de cuerdo para loco, concedí una mirada sardónica al laborioso caminar de sus zapatillas de paño, que ya enfilaba el recodo de un pasillo. Después alojé mis reales sobre su mesa, grosería que interpreté adecuada al rumbo elegido -por qué negarlo-, sin retorno, imparable, enigmático, transgresor, adictivo. Allí, con las piernas bailoteando en el aire, me sentía en una atalaya. Desde ella aguardaba el primer efecto efectivo de mi personalidad recién estrenada. El conserje volvería arrastrando imprecaciones a la par que sus zapatillas, con la ficha de marras absorta en su mano temblona, rostro cárdeno, pupilas como dardos, vituperios como labios, basilisco de la traición, infame y grotesco.
      Iba a rubricar con silbo de satisfacción, cuando los labios se paralizaron en ojal vacío: el conserje, volvía el conserje, con sus andares erráticos y domésticos, ¡y con una torreta de libros entre la barbilla y las manos cruzadas bajo el ombligo! Llegó hasta sus dominios, circunstancialmente violados por mi nuevo estatus. Ni una mueca de censura. Mesurado y lento depositó la carga sobre la mesa a la vez que alzaba los ojos por encima de las gafas y me miraba con cara de póker.
      - A ver si están todos – añadió con voz monocorde y pastosa.
    Mis ojos de incredulidad se dirigieron a su rostro, donde advertí por toda respuesta mi anterior sonrisa sardónica, como ante un espejo. Después planearon hacia los libros, asombrados mis cuarenta y tres años recién cumplidos. A medida que leía los títulos, un rubor emergente se instalaba en mis mejillas: Historia de la literatura griega, Filomeno a mi pesar, Lo sagrado y lo profano, El nombre de la rosa, Las grandes líneas de la filosofía moral, El adolescente y su mundo afectivo, La realidad y el deseo, La revolución sexual, El tambor de hojalata.
     Retorné al conserje irradiando pupilas tan densas como aturdidas. Allí permanecía, impasible, inmutable, con el cuerpo inclinado hacia la mano que apoyaba en la mesa y los ojos inyectados de soberbia. Y ni una palabra sobre el desdoro que estaba padeciendo el enclave de sus dignidades.
      La esperanza de una locura razonable se desinflaba por momentos. Múltiples líneas cruzaban una tras otra mi cerebro, como rayos láser en la oscuridad. Haces de flechas incendiarias, cual arcoíris pixelado, surgían y se apagaban velozmente desde el cerebelo a la hipófisis, más o menos por ahí.
      Anonadado, humillado hasta la extenuación, por un instante pensé rebelarme y sostener la farsa, agradecer su eficacia y pedirle que los anotara para llevármelos a casa. Pero la estúpida sensatez, siempre vigilante, siempre dispuesta a la opresión, había tomado ventaja en la carrera y se imponía fatalmente. Sólo acerté a protestar con vocecita desnaturalizada:
      - Pero yo no he pedido ninguno de estos…
      La respuesta inmediata estaba más que preparada, estratégica, trágica:
      - Oiga, primero no ha dejado de molestar desde que llegó; después me encarga una ristra de libros. Y encima que le traigo todos, dice que no son los que ha pedido. ¿Es que quiere volverme loco?
     Miré a sus ojos, miré a los libros, miré al entorno sin ánimo definido. Improvisé desde mi interior una protesta más, una exigencia, un flujo desesperado y trascendente. Pero no emergió, apenas recordaba dos o tres de los títulos solicitados, ¿qué podría reclamar?
      Indeciso y contrito, bajé de la mesa, donde tan bien encastillado me había sentido. Todavía exhibí mi sonrisa sardónica, que él me devolvió milimétricamente, y comencé a retirarme. Primero con tímidos pasos sin volverle la espalda, después apresurándolos al enfilar la galería de salida, y atropelladamente a lo largo de la calle de la Biblioteca hasta que llegué a la esquina. Allí me detuve, a la vuelta, para apaciguar los espasmos de la respiración y la tormenta de mi cordura.
     Renuncia, frustración y un clásico, el derecho al pataleo: “¡Qué asco, con tíos como éste no hay manera, imposible enloquecer!”

      De aquel descalabro ha pasado un tiempo, digamos que prudencial. Ahora reconozco que adoleció de tintes verdaderamente demenciales. Pero… no sé, igual vuelvo a intentarlo… ¿quizás en otoño?

miércoles, 14 de noviembre de 2012

EL BÚHO

     Un búho con cara de tabique, ojos incrustados y plumaje gris maléfico. Mira, acosa, no ceja, parece que impone, irradia, irrita, intimida. Y ahora, ¿qué?
    Ya lo advertí cuando me arrancaron promesa tan solemne: romper de la noche a la mañana con mi tradición personal, subvertir el cotidiano devenir de mis inclinaciones, acarreaba consecuencias en el ámbito doméstico, concretamente una, sacrificio por sacrificio. No iba a ceder así como así. Todo porque un individuo revestido de ciencia pontifica la imperiosa necesidad de un cambio radical en mis algoritmos, en mis coordenadas intravenosas, en mis ritos transgresores, y encima nutrido y sobredimensionado por aclamación familiar.
    Repito, lo advertí: a cambio el búho debía salir de casa. Su presencia incomodaba tremendamente la consecución del compromiso adquirido, porque violentaba mi voluntad, la sincera disposición a rendir uno de los pilares mayúsculos de mi personalidad. Además, ya me sobraba, desde ese momento, la frivolidad de mantener al búho como animal de compañía -conste que no somos los únicos- erigido en tótem de miserias o vanaglorias (que, en realidad, vienen a ser más o menos lo mismo).
   De modo que uno escucha el clamor de ascendientes, descendientes y colaterales, se muestra receptivo, termina por aceptar y asumir, ya digo, con promesa solemne, y sólo pide una contrapartida, casi ruega, que le quiten de en medio al búho.
   Pues no. Pero, por favor -van y me dicen-, con lo bien que queda en el salón, tan original, tan llamativo, tan sorprendente, tan quietecito, y con la de años que lleva con nosotros. Pero cariño, pero papá, pero tito, pero abuelo, es que lo tuyo es fijación; pero si pasaras de él… Pero además, así te sirve para poner a prueba tu fortaleza. Y en este plan de peros. Los peros forman parte del acerbo expresivo de la familia, en mi caso también.
    Acepté, a regañadientes, pero acepté. A sabiendas de que me exponía al embrujo del búho, a las asechanzas de su presencia, a los peligros de mi flaqueza, a la debilidad de un momento hipotóxico. Aunque mis convicciones apuntaban más al tartamudeo, formulé un consentimiento intachable en formalidad y apariencia, las propias de afrontar circunstancias graves, desastrosamente adversas. Y así venía superando los diarios embates de ese empaque silente e inmóvil con que el búho me recibía cuantas veces pisaba el salón.
   Hasta hoy, día en el que la tentación, con un simple soplo ligeramente borrascoso, ha arrasado mis baluartes de cartón piedra. Y he sucumbido, claro.
    Solo en casa, solísimo, sentado en el sillón frente a él, me tiene bloqueado. A duras penas procuro desviar mis votos de su mirada de billar. Y sin embargo, esta propensión mía a transgredir… Si es que, ¡rediós!, me lo han puesto a huevo.
   No me queda otra. Encandilado y temerario monto una estrategia de mínimos que permita desentrañar (¡jo!, nunca mejor dicho) el universo que su plumaje abriga o escamotea o atesora, o todo a la vez.
   Suelto un láser de pupilas y le rebota en el centro de la frente huidiza, sus ojos zigzaguean tres diagonales de respuesta mecánica y vuelven a paralizarse. Contraataco en su pico de pega y contonea la cabeza como un muñequito articulado. Me hierve la sangre. Si cuando hierve la sangre es por falta o exceso de toxicidad, a mí me hierve la sangre.
   No aguanto. No soporto más que un bicho de tal calaña atice constantemente las averías que me joroban. Ni éste ni ninguno, con independencia de su calaña. Mis decibelios atacan clarines de furia y urgencias. El momento es llegado, declaro ceremonioso al silencio, incluso en voz alta, bastante alta.
   Me levanto y trompiqueo premuras hasta la cocina. Rebusco desencajado, un cajón, otro, nada, en la despensa, un estante, otro, me detengo un momento, dónde puede estar, un barrido visual en trance, abro la ventanita del especiero, ¡coño, tan difícil no era!, justo detrás de la pimienta negra. ¡Ahhh, ya te tengo! Me lanzo a la caja de cerillas con zarpa de primate, y la contemplo unos segundos recreándome en la hazaña.
   Vuelvo al salón con el trofeo liberador, pasos recios, superiores. Junto al sillón entretengo una mirada panorámica para asegurarme de la evidencia, para saborear, estamos solos. Me acerco al búho, despacio, sigiloso, tenso, con brazos de kárate. Ya me encuentro a escasos centímetros de su peana, y deposito junto a ella la caja de cerillas sin distraer la atención de la efigie impertérrita. ¡Ahora! Con precaución sadomasoca cierro la palma de la mano sobre su cabeza, como un garfio, la inmovilizo, aseguro la presa y retuerzo. Desenrosco, desenrosco, desenrosco, tiro y descorcho, y abandono la cabeza emplumada en no sé dónde.
   Al fin, ¡por fin! Registro con manos de sicópata en las entrañas del búho descabezado, selecciono, trémulos índice y pulgar, y saco un cigarrillo, ¡un cigarrillo!, ¡entero!, ¡inmaculado!, ¡con su boquilla y su canesú! Ipso facto en mis labios, las manos asaltan la caja de cerillas y enciendo con todas las ansias de las ansias. Y al fin, ¡por fin!
   La primera inhalación creo que me llega hasta el intestino grueso. Luego una, dos, tres bocanadas exhaustas. Después, más calmado, muchísimo más, fumo y fumo volutas y volutas y volutas de placer con la satisfacción divina del juramento hecho trizas.

lunes, 29 de octubre de 2012

MIS HORAS CANÓNICAS (y VIII)

COMPLETAS
(Antes del descanso nocturno)

     Llega la noche terrosa y me enredo en una telaraña de silogismos. Las neuronas adquieren una textura como gelatinosa, que las confunde, disocia, alambica o embarulla. Un totum revolutum.
     Precisemos: parcialmente totum, pero demasiado revolutum. Por ahí pasan y se trenzan o solapan el runrún del politono, la virtud del idiota, jugos repletos de dinero, velas de esperanza, el mito destruido, la entereza moral, manos plisadas, rostros salmón, perfiles acharolados, luciérnagas zafias, quincalla ideológica, lapislázuli antropológico, flema y flemas, un sindiós de enormes miniaturas.
     El aviso siempre me llega desde el gen del hieratismo, que amarguea sumido en abstruso estrés. Tremendo, la joya más preciada de mi herencia, hecha unos zorros.
    Mis pensamientos brujulean por las vastas e insondables simas de mis escuetas coordenadas neurovegetativas, más o menos por la zona donde uno se lame sus heridas, creo. Sin embargo, como aún no domino el campo de la psicofisicobioquímica más reciente, hago como todos, diseccionar algún que otro mensaje externo y alcanzar conclusiones trascendentes desde la verdad (la mía, claro):
   Vendéis sonrisas envaradas, ironías envainadas. Desplegáis engaños de terciopelo, ilusiones de metal podrido. Atesoráis deslumbrantes páginas negras, inusitadas fábulas grises. Adormecéis en loor de multitudes. Amamantáis injusticias con pátina de generosidad… Por eso la palabra es vuestro enemigo a batir, e intentáis reducirla a hojarasca, acosarla con ruidos de voces, oprimirla con chantajes de fortuna, taponarla con mentiras recicladas y, si fuera necesario, cercenarla con todo el peso de la razón impuesta.
    No, no puedo seguir por ahí. Me atenaza una mano ensortijada con corazones de impudor y comienza a silbar el punzón de cada niebla. Hay que matar la telaraña. Muerto el insecto, los hilos pierden savia, néctar, consistencia, vapores, humores, hasta desprenderse inertes y desaparecer por soplo desvaído.
    Así que arriesgo la metamorfosis en internet y su pedrea de las redes sociales, y me pongo a cliquear como un poseso. Por efímeras calles voy descubriendo matices de luna, estrujando emociones de sal, soliviantando oscuros corredores sin eco, descubriendo vidas de mi vida, voces que traquetean como tren cansado, como fuego de pinar milenario, como premonición del espasmo final… Hasta que se me duerme el dedo del ratón, que es por donde me entra el sueño y me tengo que acostar.
    Y luego ya en la cama no renuncio a mis oraciones íntimas, que no desvelo porque pertenecen a ese campo aún inescrutable de la psicofísicobioquímica.
    Amén.

viernes, 19 de octubre de 2012

MIS HORAS CANÓNICAS (VII)

VÍSPERAS
(Hacia las 18 horas)

   Un trasiego dispar brujulea por las calles de la ciudad, cosquillea sus entrañas. Bagaje de escamas que liberar. Coros canoros, silbos pujantes, batidas intermitentes de palomas, racheo de cigarras, sol de azafrán.
   Escenario de ilusiones, anhelos, codicias, recuentos, alivios. Simpleza y malicia en los extremos, sospecha en el frontispicio.
   Todos con una razón donde enjugar la fibra que los conforta. En parques y bulevares los críos queman sus penúltimas diabluras, los abuelos su horario laboral de guardería y los ociosos sus diarios riachuelos. En academias y otras docencias, en puntos de encuentro equívocos y en esquinas tediosas los jóvenes sazonan sus venturas. En bares, cafeterías y despachos multifunción se ultiman negocios, proyectos, banalidades, rutinas, desengaños y aburrimientos de inútil calado. En comercios, bazares, grandes almacenes y chiringuitos se compra con adicción, con necesidad y con velocidad hacia el cierre del minutero esperanzado de los dependientes. En calles y avenidas un cruce variado y variable de destinos anónimos.
   Aún dudo si integrarme en el paisaje, ni en qué sección, o camuflarme en él de libre oyente, o prescindir de esta broza diaria y orillarme hacia mis latitudes caóticas, que es donde…, en fin, ríase usted del pez en el agua. Nunca me he caracterizado por la determinación, siempre me ha costado un kilo y doscientos empujones coordinar criterio y actuación consecuente. Bueno, nunca, siempre, tampoco; a veces sí, incluso con resultado de medallita o algún que otro pin. Pero no voy alardear, porque no soy de sacar pecho ni tirar de penacho. Y sin embargo…
   Sentado en una terraza ubicua, saboreando un café de paladar terminal, mi retina vuelve de sus elucubraciones y tropieza y se detiene en las piernas cruzadas de una mujer en la mesa de enfrente. Retina subyugada que serpentea curvas arriba, sin distraerse en tejidos ni tonalidades, sino apreciando fantasías desnudas, hasta alcanzar el rostro más hermoso que sólo una puesta de sol puede velar y desvelar. Y mi retina recala en su retina, e intercambian promesas sensuales, voluptuosas, lascivas, obscenas, y por ahí.
   Nos levantamos y acercamos con las susodichas retinas arreboladas y engarzadas en un clímax de frambuesas arrebatadas. Justo cuando cerca repican unas campanas. Y la voz me sale del alma promiscua:
   - Por favor, vayamos primero a rezar y pedir perdón por el pecado que vamos a cometer.
   Así lo hicimos, por ese orden.
MIS HORAS CANÓNICAS (VI)

NONA
(Sobre las 15 horas)

   En realidad, no presenta límites, ni espacios bien definidos, ni perfiles de la tribu homogéneos, sino un punto de intersección, el eje simbólico de un traqueteo de poleas con engranaje reversible. Durante este período la ciudad ha decolorado su uniformidad sostenible y anda como desmadejada, asimétrica.
   Semejante trastorno me disloca el ánimo y la voluntad de mis oraciones. Cual alma desnortada, pero fiel, busco abrevadero y sosiego para encrucijada espiritual tan dispar e impertinente.
   Intento sumarme a una algarabía de sirenas, timbres, silbatos, campanas, campanillas, megáfonos, alarmas mil que dan el agua. Pero ese, el sistema linfático de la ciudad, es un torrente que se desborda y expele, a través de sus motores extenuados, las toxinas acumuladas a lo largo de un mal sueño. Exceso de lastre para el espíritu.
   Doblo una esquina y me asedia y acorrala una marea de anecdotarios de aula, confidencias de amores y odios, desfile de teléfonos móviles y silencios de edad, que a intervalos se fragmentan y refluyen por arterias de asfalto y parterres. Seducido por un absceso espontáneo de ternura, me dejo llevar. Sin embargo, enseguida tanto cruce atropellado de candor y crueldad desvanece mis vagos empeños, demasiadas cenefas y embelesos.
   Pero me empecino, cual Sísifo en su afán.
  Me aventuro por tascas, bares, cafeterías y sus variables, que acogen entrenadores, alineaciones, pronósticos, saboreo de conversaciones leales, comentarios sobre filias y fobias laborales, confidencias de primerísima mano de latón, juramentos de amistad etílica, intercambios rápidos de cómo te ha ido y hasta luego, trapicheos de últimos auxilios, susurros de pasiones clandestinas, fantasmadas de salarios, bravuconadas antológicas tipo de-mañana-no-pasa-que-se-lo-diga-en-su-cara, liberación de una mañana cargada de tensiones. Imposible un punto de fervor en este batiburrillo de cuitas, satisfacciones, naufragios, perversiones y simplezas al vapor.
   Salgo, el ánimo zarrapastroso, el estómago exhausto. Y entro en meditación de nivel: foco nuclear del día con alcance impreciso donde cada pieza del tablero de ajedrez social se apresta al almuerzo: bocadillos percherones de fiambre y tarteras a pie de obra, estofados de patatas con huesos, sopas entretenidas con verduras y acompañadas de pan, frituras con aceite frito, preparados de microondas, guisos de hogar, restaurantes de menú del día, restaurantes con carta de pergamino, restaurantes de platos de diseño. Canon social alentado por arcanos demonios que alimentan las vísceras con las que perjuramos. Utopía de rezo unísono.
   Ahíto de emociones innombrables, acudo a mis cuatro paredes. Allí, mientras la comida alcanza su último hervor, me postro ante el televisor y repito con aflicción infame los versículos impíos de sus informativos de cataplasma.
MIS HORAS CANÓNICAS (V)

SEXTA
(Mediodía)

   Plasma de vendaval fustiga y galvaniza los sótanos y pasadizos de la ciudad. Por arriba, la letanía mecánica y exangüe predeterminada por defectos. Por dentro, el músculo irredento, el himno clandestino al pecado.
   Aluvión de palabras, alegorías entre líneas invaden mis escáneres, que reclaman, suplican glosas fecundas. Interpretar el vacío del estómago del capataz del cacique de la tierra de las macetas de un pino, de un pino de terciopelo, de terciopelo agrio, agrio como el sabor del rímel de unos ojos de carnaval, de carnaval de fango, ubres y papel moneda.
   Así que, ensimismado en estas revelaciones, desprotegido por tanta inspiración, resuelvo montar la pajarraca con el entusiasmo del desprecio por la vida laboral de esas mañanas límpidas que enaltecen los paseos por escaparates y el curioseo insulso por los estantes de las grandes firmas. Relojes, zapatos, chaquetas, ordenadores, discos, libros… ¡Libros! Decidido a vengarme, sitúo la mirada en posición intelectual, cojo uno, simulo devoción por título y autor, lo sobo cual erudito abducido, lo ojeo con conciencia de clase, lo libero de lacras comerciales y lo incorporo regaladamente al sobaco izquierdo como si allí hubiera nacido, crecido y multiplicado. ¡Ah, cuánto ha leído mi sobaco izquierdo!
   Pero en pleno trance metacleptómano me interrumpe la alarma del móvil. ¿Qué?, ¡ah!, ¡sí!, ¡la hora!, ¡no, no me lo pierdo! Y corro, corro (el libro conmigo, claro), con toda premura y fervor al convento de las madres… ¿O son hermanas?, ¿y de qué advocación? Rediós, tanto tiempo yendo todos los días a la misma hora y qué poco conozco de ellas. Bueno, sí sé lo justo y necesario: entonan el ángelus como los ángeles. Es un minuto, nada más que un minuto, creo; pero dan tanta paz a mi espíritu, me siento tan… tan levitante, tan identificado con las Coplas de Jorge Manrique de mi sobaco izquierdo…
  Y salgo tan purificado que… pecar, pecar, me urge volver a pecar, como una contraliberación o algo así, yo qué sé, pero pecar.
MIS HORAS CANÓNICAS (IV)

TERCIA
(Tercera hora después de salir el sol)

   Un rumor sordo de turbinas tutela desvelos, pesares, anhelos, desidias, empeños, sospechas, angustias, todo el arco de las emociones. La salsa cotidiana y rumiante de la ciudad.
   La hora de la inercia.
  Cada cual en el sitio de su estado inicia el cumplimiento íntegro de la pena. Por las fábricas, por las oficinas, por los talleres, por las aulas, por los coros gregorianos de las catedrales o los conventos, por las infames colas del desempleo, por las partidas de dominó que honran el reposo del guerrero, por las chapuzas sin iva, por los despachos de la responsabilidad o del tributo o del privilegio o del fraude, por las misas de devotos o medrosos o cumplidos, por los porteros automáticos de la publicidad reciclable, por los estandartes que cobijan el fragor o el trasiego o el menudeo de políticos nobles o al uso, por las cafeterías de probos empleados o desocupados varios, por las limpiezas de hogar gratuitas o a tanto la hora negra, por las radios y televisiones del chisme político o rosa o macabro, por las melancolías de las nubes contadas una a una, por los vapores del internet bravío, por los mercados o supermercados o tiendas o supertiendas, por los accesos o esquinas o pasajes o recovecos donde pedigüeños o menesterosos se reparten el acecho de los limosneros… Mosaico siempre incompleto, infinito y deforme (la realidad es patrimonio unipersonal).
   Aunque a la vez, también cada cual entona por sus arrabales íntimos la oración que embarga su fe personal e inmediata, mística o profana o entreverada. La mía en particular, al Gato de Valle-Inclán, siempre. Bueno, siempre, pero a esta hora.
MIS HORAS CANÓNICAS (III)

PRIMA
 (Primera hora después del salir el sol)


   Ya la batuta de Helios tabletea sobre el trípode de las partituras, urge, reclama, concita. Arranca la hora cero de la sinfonía. 
    Cotidiano trasiego de númenes que alientan o abruman o deprimen la savia de la humanidad.
   Cuadrillas de opinadores, dial a dial, desgranan y maceran las ondas. Sacrosantos santones, melifluos de adormidera, ingenuos recalcitrantes, meandros de ópera prima, luminarias diletantes, coyotes a la violeta, gacelas paticojas, halcones, palomas… Pléyade de la realidad publicada.
   Batallones de neumáticos invaden a motor desbraguetado el espacio urbano, todos los espacios, desde el asfalto hasta el éter. Hormiguean sincronizados en un rito febril. Lampones del acecho, medrosos con causa, luceros de honor, adalides de la nómina, profesionales de la profesión, muñidores del afán, rutinas silvestres, provisores, curtidores, medradores, ganapanes, pierdepenas, exangües, animosos, acerados, mantras, dignidades, paradigmas, relinchos, providencias, varetazos, gurús, Pancho Villa, Manhattan, desde alfa a omega del pan con sudor y gases tóxicos de última generación.
   Mientras, algunas bicicletas aventuran orgullos por los carriles de la ecología.
   Aceras de pasos presurosos, rígidos o arrastrados, bizarros o volátiles, de paisano o ceremonia, de tacón, planos o consumidos, abetunados o pálidos, sonoros, sinuosos, trabados, imperativos, agónicos, pausados, a pulmón, en trance, variada gama de glóbulos rojos y blancos.
   Adolescentes floridos de mochila y pinganillo se van arracimando por soportales, esquinas y plazoletas, y ponen rumbo mustio o lozano hacia la primera hora de aula, mientras pandillean comentarios dispersos o fervientes sobre sus constelaciones de cada día. Cabellos erizados, atusados o gráciles; rostros absortos, inmunes o expansivos; brazos espesos, gregarios o marciales; torso alicaído, ecuánime o enhiesto; andares inútiles, voluntariosos o resueltos; vestimenta indescriptible o de uniforme. Diamante en bruto o carne de bisutería.
   Algunas vetas de figuras inciertas y calmas, irredentos del ocio y las sábanas que niegan ventajas al declive. Salen, respiran el aroma de un día más, rehúyen los pasos de la melancolía, reinventan la felicidad de la venas ajadas y acuden sin prisas a quién sabe qué encuentros. Toda una vida en cada destino con sus parabienes y sus paramales.
   Poco después, salpicotea las aceras un reguero de críos de la mano que mece la edad. Vamos al cole. Saltarines, legañosos, canoros, presurosos, vocingleros, verraqueos, cabriolas, mixturas sin fin, ingenuidad pura hacia el camino del espanto.
   Me cruzo con un relicario de buenas noches, que me pregunta tarambana y mocoso:
   - Por favor, ¿me puede decir qué hora es?
   Y le respondo al paso, conciso y jesuítico:
   - La hora de la redención, el rezo coral por el pecado del Génesis, so idiota.

sábado, 18 de agosto de 2012


MIS HORAS CANÓNICAS (II)

LAUDES
(Al amanecer)

         Si canta el gallo y un eco kikirikero se multiplica y expande  por granjas de cafés y souvenirs desde la cresta de la torre Eiffel hasta las quimeras de Notre-Dame, despierto en París. Si relampaguea una moto bramando adrenalina, en mi barrio.
     Del contraste me nacieron ideas luminosas que diluyeron legañas y espabilaron recuerdos de blanco satén que me adormecían, argucias de la paradoja.
     Salta el despertador de la radio y una voz dodecafónica (así me lo parecía) impele, acusa, tironea: huye de la almohada, es de día. Pero los ojos culebrean y sólo un hilillo mortecino se cuela por la persiana. Reniego, cabezadas hacia izquierda y derecha, una y otra vez. Claudico inmóvil, párpados boca arriba, mirada en la oscuridad del tiempo.
     Aoristo, Élisa, desaté. Griego clásico, siempre viene a soliviantar mis plácidos nirvanas, menudos recursos proporcionaba.  Élisa… Sus mejillas chispeaban cuando le cambiaba el aumento por la reduplicación y la trasladaba de tema. Lélika, perfecto, he desatado. Pero sobre todo, si la despojaba del aumento, la dejaba Lisa y llanamente…
        No, no, evocar devociones pretéritas es síntoma de debilidad. Además, la voz de caligrafía radiofónica irrumpe de nuevo.
   Me levanto, enciendo el espejo del baño y me foguean rostros intemporales, deshilvanados. Un bigote negro para sonrisa de tahúr, una ceja levadiza, una barba tempestuosa de lobo marino, el alabeo de una cabellera cobriza, párpados titilando, una sonrisa al óleo y una cara de… ¡coño, ese soy yo!
- ¿Te hago una pregunta imprudente?, de hermano.
- Ya estamos, la clásica preguntita cobardona al espejo. Ni hablar. ¡Joder con la escuela que ha creado la madrastra de Blancanieves! Se me eriza el mercurio cada vez que me venís con vuestros egos traumatizados.
- Pero si es como hermano.
- ¡Venga ya! La sinceridad absoluta es una burda grosería, y yo no sé disimular. ¿Qué esperas?
Odio los espejos respondones. Y huyo hacia el primer café en la cocina. Lo tomo con ansias de olvido. No sé por qué tengo prisa, pero la tengo. Al balcón, me digo, al balcón. Corro a por la bata de seda, de percal, de poliéster, de poliuretano, de qué sé yo. Levanto la persiana, las manos en trance nervioso, y salgo, estampida de dos pasos dos segundos. Me agarro trémulo a la baranda y levanto la mirada. Los ojos, con mesura y prevención, trazan un barrido panorámico.
Un claror azulea por encima de tejados y terrazas y acaricia los gallos de viento de los campanarios. Todavía la luna se resiste a languidecer y aún quedan minúsculas estrellas renuentes. La soledad se despereza y va encendiendo lucecitas por ventanas y balcones. El silencio brujulea entre pasos apresurados y alguna que otra salmodia de motor prudente. Emoción de pulmones henchidos.
Prodigio de equilibrio y armonía. El alma urbana en remanso, pero comienza a despertar. Oremos.


miércoles, 1 de agosto de 2012


MIS HORAS CANÓNICAS (I)

(Según la Wikipedia, las horas canónicas son una división del tiempo empleada durante la Edad Media que seguía el ritmo de los rezos de los religiosos en los monasterios durante las sucesivas partes del día.)

MAITINES
(Medianoche)

        Sí, querido frenesí, he estado hiperestésico podrido, pero ya estoy peor. Me duele desde la cabeza hasta la cabeza, ida y vuelta, por dentro, por fuera y por la intrahistoria. Nada que agradecer, pues, a los santones del horóscopo optimista.
         Así que me sobraban razones para llorar, por todo.
     Recogí una lágrima viva en un tubo de ensayo y me encerré en el laboratorio. Hala, a investigar. El descubrimiento no pudo resultar más revelador:
      Uno. Lanzas de aguerridos soldados pinchaban latas de coca-cola y celofán de cocaína. Valiente puntería.
Dos. Vacas pastaban cebada intravenosa mientras los toros repantigaban atributos en las plazas del lugar.
Tres. En la pantalla apareció el vecino de enfrente conforme se mira de frente proponiéndome siete y pico posibilidades para cubrir de oro una encía vacía.
Cuatro. Un eunuco, vecino también pero de otro bloque, sugería melindres para enardecer la libido de una sonrisa marchita en medio de la insondable oscuridad de un ascensor averiado. Ante notario, con registro de entrada, tasa más o menos.
Sin embargo, mi alma ya había consensuado sus maitines con las tinieblas del bloque, del barrio, de la tierra, del cielo y del más allá de las sombras de la calle de al lado.
Por eso, rompí una botella de champán contra el visor del microscopio, por la simple complacencia de cerciorarme de que aún era capaz de rasgarme una vena de esas que chorrean sangre desde la muñeca a la rodilla pasando por la tetilla izquierda y el ombligo sordo, mudo y ciego.
Pero me distrajo la atención un terremoto, una luz de estrellitas de sonámbulo, un griterío de viejos embastonados, un gorgojeo de esputos y, sobre todo, un derrape de neumáticos, el coche gris había raspado al coche inmaculado. Y la disputa: la pintura para ti, la pintura para mí, pero tú eres un hijo de puta, ¡oh, oh, palabras, palabras!
Dispuesto a todo, hice de sirena de policía, de bomberos, de policía, de bomberos, y se hizo un silencio tenso. Pero después nada.
¡Es que no hubo nada más! Ni el tiempo, ni navajas, ni fuego, ni granizo, ni espanto, ni agobio. Nada quedaba a maitines. Ni un vil cigarrillo. Ni el brujuleo de subir y bajar de los vecinos, ni portazos, ni el sufrido panadero, ni el penitente butanero, ni un jodido cartero que llame ¿cuántas veces? Ni el delicuescente canto de la cigarra esnifando hojas de parra. Ni la madrugada de nada.
Por tanto, levantarse sin solución de continuidad, correr en calzoncillos al bar de guardia en busca del café –bueno, correr, no; sólo apresurarse-, tomarse una cerveza, leer la tele a mitad de pantalla, reposar la cabeza contra la cortinilla del coche y esperar pacientemente al oráculo de Delfos.
Hasta que vuelves tú, mi fiel frenesí. Entonces, contrito y cabreado, entono en el alma, muy dentro, para adentro, o sea, en el interior más profundo, íntimo y recalcitrante, digo, recito, como en el colegio contra la pared, las oraciones que el viento almacena desesperadamente, siempre a punto de reventar, de mandar al carajo, para poder respirar con oxígeno puro no reciclado.

miércoles, 18 de julio de 2012

LA TARIMA

    Reivindico la tarima. La vuelta a la tarima. Todas las clases con tarima. Tarimas al poder.
   La tarima es estatura y pizarra. Eleva, asegura, disuade, engrandece, impone. Las pisadas en la tarima avisan y puntualizan, cada pisada una cadencia, un punto de inflexión.
   La tarima acecha y acusa y domina y califica. Es la guarda y soberbia del profesor, el báculo de su dignidad, el estrado de su docencia, de su didáctica, de su sapiencia.
   Evoco con nostalgia los tiempos de la tarima. Ponía don Recaredo el pie en la tarima y se hacía el silencio más absoluto, con la precisión de un interruptor de luz. No necesitaba reclamar la atención. La atención se hacía, emergía, irradiaba con el primer pie en el estribo de la tarima.
   Así comenzaba el silencio y la voz de la autoridad:
   -Buenos díasss -arrastraba la -s final como una advertencia, como un aviso, como una admonición, como un reto.
   Después, tras el runrún de acercar la silla a la mesa, se sentaba revestido de pompa entarimada.
   -Página ciento veintidósss -anunciaba escueto y ceremonioso.
   Esperaba un minuto a que todos nos situásemos en la página reclamada. La cara de palo, los ojos vigilantes. Puntualmente, en el segundo sesenta, soltaba tres o cuatro frases asépticas, monocordes:
   -Verbos deponentes. Son aquellos que se conjugan en pasiva y se traducen en activa. Como loquor. Vamos, por tanto, a repasar la conjugación.
   ¡Qué buen resultado daba la tarima!
   Desde allí nos miraba don Recaredo, desde allí nos acogotaba. Eso precisamente hacíamos cuando anunciaba sus preguntas: bajábamos el cogote, lo ofrendábamos, como reos sobre los que de un momento a otro caería la pregunta fatal. Desde allí, desde la tarima amenazante y esotérica.
   Don Recaredo no hubiese sido don Recaredo sin la tarima. Habría sido Wamba o Recesvinto, pero no don Recaredo, no su personalidad de tarima y pedestal.
   Érase un hombre a una tarima aupado. Porque don Recaredo no era alto, pero sobre la tarima se transfiguraba en la estatura del poder. Y no era imposición suya, nosotros lo encumbrábamos con nuestro silencio, como a todos los profesores. Por la tarima, por su culpa y su presencia impasible y chocante.

   Siempre es bueno rectificar.Voy a iniciar una campaña para la rehabilitación de la tarima de aula. No, un monumento a la tarima no. Si le hacen un monumento, no vuelven a ponerla.
   Equiparar su valor didáctico a la programación de aula. Programación de aula y tarima de aula, ambas ensambladas en un mismo diseño curricular.
   Ahora mismo, en estos tiempos de didácticas digitales y convulsas, la presencia de la tarima en clase tendría doble efecto benefactor: apaciguaría el estrés del profesor -o enjugaría su depresión, según el caso- y desastascaría los procesos de adquisición del pensamiento formal del alumno. Porque la tarima es metáfora y aprendizaje significativo, es instrumental y actitudinal -introduce al alumno, lo encarrila, por el insondable mundo de la educación en valores-. Daría consistencia y credibilidad al profesor, y autoestima al alumno.
   Cuando don Recaredo nos sacaba a la pizarra, la tarima era estrado para él y patíbulo para el alumno (ya queda dicho). Pero si el alumno superaba la prueba de los verbos deponentes, la autoestima le afloraba por los mofletes del rubor. Toda una victoria: el alumno entarimado miraba a sus compañeros al modo de don Recaredo, casi con su misma omnipotencia.
   Sin embargo, la mayoría de las veces era patíbulo, o cuando menos, potro de tortura. Don Recaredo asaeteaba al alumno con los deponentes y sus conjugaciones, hasta que la moral del alumno, y su intelecto, quedaban por la tarima. Entonces, bajaba de ella la víctima con el gesto contrito, al menos en apariencia -que don Recaredo no dudara de los efectos maléficos y hasta narcóticos de sus preguntas, eso nunca-. En el fondo, el alumno volvía a su asiento impaciente por abandonar el pozo oscuro y entarimado en donde había permanecido sumido; malparado, vapuleado, pero al fin libre.
   La tarima era la institución.
  Su desaparición ha sido tautológica y maniquea. Y ha mermado los recursos docentes de quienes habíamos tomado como modelo el don Recaredo de tarima y tente tieso.
   Se la ha llevado por delante la supuesta socialización de la enseñanza, como ha hecho con otros símbolos tachados de carcundos por los pontífices de la cosa. Esa socialización ha sido depredadora y despreciadora. Ha arrancado las tarimas y las ha convertido en lanzas-cañas con las que asediar a los profesores.
   La falta de tarima acarrea al profesor un esfuerzo añadido: tiene que permanecer de pie, imprimir mayor tensión teatral a su docencia para polarizar a los alumnos, acentuar la gesticulación fática, realzar su autoridad científica a golpe de glotis protónica y grave. Mientras el alumno, socializado y logsiano, se repantiga en su asiento para recibir la metalingüística descafeinada y lúdica del profesor -sobre todo, eso, muy lúdica, mucho cuidado con traumatizar la neurona del esfuerzo al alumno-. Patético.

   Debo reconocer, sin embargo, que la defenestración de la tarima ha tenido su lado positivo: ha evidenciado la falta de educación de un cierto espécimen de profesor. Es éste generalmente varón, y joven -también generalmente-. Suele vestir camisa incolora y arremangada como para amasar; aunque en esto no existe uniformidad -igual se presenta con un chaquetón de piel vuelta-. Más frecuente es la coincidencia por abajo: vaqueros raídos, en la realidad o la ficción, y zapatillas de deporte de mercadillo -aunque algunos no se resisten a llevarla de marca-. Y unanimidad en la extremidad más alta: cabeza despejada, muy despejada, y desprovista, por fuera y por dentro. Llamo extremidad a esta parte de su cuerpo porque atesora allí la misma capacidad de discernimiento que en el resto de sus extremidades.
   Este tipo de docente, por carecer de tarima, utiliza la mesa del profesor como estrado. No, no se sube, no, se sienta en ella.Y no de cualquier manera, sino en la postura más socializada: al estilo sioux -no estoy ofendiendo a los sioux, ellos se sientan así en el suelo-. Desde allí pontifica y socializa en plan guay y supercolega. Los alumnos son los colegas; él, el supercolega.
   El mayor supercolega que he conocido se llama Rafarjona. Rafarjona es apócope y contracción: Rafael Arjona. Al principio fue el Rafa, pero había otro Rafael en el claustro -don Rafael Castillejo-; así que los colegas-alumnos fueron alterando la denominación para identificarlo, hasta llegar a la que queda dicha. El susodicho se encontró por fin como pez en el agua socializada.
   Al cabo de unos dos meses practicando el yoga sobre la mesa del profesor, encontró en ella tres chinchetas, como perdidas, como abandonadas, como descuidadas. Sólo tres, sólo vio tres, porque una cuarta se le clavó en el trasero, provocándole el consiguiente respingo y la pregunta inmediata:
   -¿Quién ha sido el hijo... el... el de las chinchetas?
   -Has sido tú, ¿no? -respondió una voz de falsete, de falsillo-. Las habías traído para el decorado del teatro.
   -¡Pero las guardé en el cajón de la mesa!
   -No, las dejaste encima, donde las has encontrado.
   Se expandía por toda la clase un éter de risitas chispeantes, mal reprimidas y peor disimuladas.
   Rafarjona sufría los efectos de las chincheta en el culo y en la dignidad. Le escocía. No sabía si responder como colega o acogerse a la tradición didáctica. Si reaccionaba cual colega, temía nuevas agresiones en los próximos días. Si actuaba dentro de la ortodoxia que tanto había denostado, se le caerían los palos de su sombrajo didáctico-vanguardista.
   No se le ocurrió otra cosa que retirarse a reflexionar, así lo anunció a los alumnos. Cuando cerró la puerta tras salir del aula, le llegó desde dentro la onda expansiva de una carcajada unánime.
   No se volvió, no se sentía con autoridad para recriminarles nada, no sabía cómo ni dónde situarse frente a ellos, había perdido el norte y el punto de apoyo, la mesa de hacer el indio colega. "Si por lo menos hubiera tarima..." -pensó mientras se alejaba cabizbajo y culipinchado.

domingo, 8 de julio de 2012


EXORCISMO PERIÓDICO


Ocurre cada dos meses aproximadamente. Sin la precisión de un reloj, pero con pronóstico certero. Venir, viene; darme, me da; y se repite al cabo de las ocho o nueve semanas, día arriba, día abajo, hora más o menos.
Eso sí, lo preveo con dos días de antelación, siempre el margen de cuarenta y ocho horas, y ahí ya no cabe probabilidad ni cálculo, la exactitud es milimétrica, de minutos, segundo más o menos. Una señal que llega y se va como el silbo gutural del tren hendiendo un paso a nivel. Avisado quedas, me anuncia.
Como preludia lo inevitable, no me inquieto, simplemente marco la fecha con círculo rojo en el almanaque de la cocina, una sencilla clave para la coyuntura familiar, por aquello de que las consecuencias son imprevisibles, siempre lo son. Pobrecillos, cada vez lo llevan peor, en cuanto advierten el mensajito se les demuda el gesto y un trasiego de miradas preventivas y centinelas menudea por el ambiente. Y aunque en apariencia nada altera la rutina diaria, sé que les conmueve no sólo el aviso cifrado, sino también mi estoica asunción del destino.
Suele apuntar a consecuencias dramáticas. Y parece que sí, que el recuerdo permanecerá indeleble. Aunque, en realidad, cada episodio deja su reliquia, luego se van decolorando a medida que el paso del tiempo superpone unos a otros. La memoria es permeable, esponja, pero también argamasa en continua regeneración o restauración, tal como si en el decurso normal prevaleciera el último repellado.
De todas formas, las perspectivas varían, cual reflejo de la monótona realidad. En mi caso (mis casos), a la familia le activa los resortes del temor-protección; a los compañeros y amigos, de la alucinación; y a mí, del cuajo para afrontar la incógnita primero y su resolución después.
Ellos lo achacan a que soy un voraz lector de prensa, desde siempre o desde hace mucho tiempo o de unos años para acá. Últimamente prensa impresa y digital. No lo voy a discutir, al día me puedo leer, entre una modalidad y otra, doscientos setenta y seis o trescientos cuatro periódicos, incluso en ocasiones he llegado a quinientos diecisiete (sin contar el machaque de las redes sociales). Puede sorprender, sin duda, pero no a mí. Daría tantas razones como periódicos leo al cabo del día, pero tampoco se trata de apabullar. Me limitaré a lo fundamental: comenzó como necesidad, lo de la realización personal y todo eso, una persona bien informada, lo de fraguarse criterio propio, conseguir un atinado espíritu crítico, etc., etc. Después, poco a poco, fue transformándose en búsqueda incesante, alocada y malsana de no sabía qué. Ahora ya sí lo sé, pero los vicios, por definición, son muy difíciles de erradicar.
¿Un problema de personalidad?, vaya usted a saber. El origen está en mi natural inestable -a estas alturas la dicotomía “el inestable nace o se hace” tanto da-, que a su vez me sitúa en un estado de inseguridad persistente. ¿Causa o consecuencia?, pues creo que tampoco viene al caso.
La cuestión es: de lo que leo nada me convence del todo, se me antoja insuficiente, y sume en un estado de parálisis mental o intelectual o cultural a todo el arsenal de neuronas, hormonas y demás células o asteriscos que pueblan las cavernas de mi perímetro cerebral. Intento reaccionar incrementando mis incursiones en la prensa, leyendo más y más, con fruición, activando todas mis capacidades de comprensión lectora; pero inútil, la autoestima prolonga su descenso fatídico varios grados bajo cero, a la vez que los conductos sanguíneos se me saturan de desesperación.
Entonces, es entonces cuando una lava de fatalismo invade y arrasa los módulos que custodian mis emociones.
Siempre al cabo de unos dos meses de lectura exacerbada. Y entro en sopor o relax o algo parecido, como si las nervaduras se hubieran vuelto maleables, y persigno el círculo rojo en el almanaque, el bloqueo de la oscuridad, la esperanza rendida.
Aunque, no es el mío un fatalismo inane, sino militante. Quiero decir que no renuncio a contrastarlo con la práctica. Para lo cual, arranco la hoja del periódico que me ha colmado el instinto (o la imprimo si es digital) y la asumo como guión para emularla. De ahí el plazo de cuarenta y ocho horas que me doy para burlar la vigilancia del entorno e iniciar un ejercicio de impostura o transformismo. Con el propósito de corroborar que el oleaje social no tiene remedio o escapatoria digna, que el fatalismo se encuentra en el genoma colectivo. Exorcismo que me dura eso, dos meses aproximadamente.

jueves, 21 de junio de 2012


PALABRA DE HOJA PERENNE

(a mis queridos compañeros en la docencia, in memoriam)

            Una palabra me persigue, me acecha, me acorrala y acogota, allá por donde voy, acá por donde duermo. Me retuerce el epigastrio y doblega la cerviz, y amenaza con instalarse para siempre en la sima más oscura del cerebelo. A cualquier hora del día, en cualquier minuto del sueño. Siempre está ahí, como un flash inmisericorde y zumbón, a un clic de ratón.
            Yo la rehúyo cuanto puedo. Desoriento los ojos y entretengo las meninges con palomitas de recuerdos. Y, llegado el caso, hasta corro como un paranoico, o como un esquizofrénico, o cual tierna gacelilla despistada entre amapolas, margaritas y otras hierbas de la poética descriptiva. Eludirla, eludirla, a toda costa, en todo trance.
            Pero no, la palabra, esa palabra, vuelve siempre, sin piedad, con dolor, sin pudor, con descaro, sin amparo, con maldad, a un clic de ratón.
            Otras veces se me revuelven los clarines del furor. Entonces enarco las cejas preventivas, descorro las pupilas de láser, levanto el puño cuadrilátero y enarbolo el índice adversativo, menos cuando, aturullado por el instinto fiero, se me escapa el dedo corazón y la advertencia muda a vulgar grosería. Es cuando la pantalla, harta de esperar en azul con iconos, se enroca en negro, y el negro se hace espejo, y el espejo, inoportuno, impertinente, refleja, reflecta, mi ridícula imagen fundida en sombra. Así que repliego el dedo deshonesto, bajo el puño, y, fuera de encuadre, abro la mano y la pongo a reposar a un clic de ratón.
            Minutos después la mano se doblega y repta hacia su destino inexorable. Es cuando, contrito y cabreado, resignado y rabioso, sumiso y sedicioso, turbado y más turbado, cliqueo el ratón, una vez, inicio, dos veces, mis documentos, tres veces, carpeta, cuatro, subcarpeta, cinco, abrir. Y allí está la palabra, esa palabra, como un estigma, como un espanto: INFORMES.
            Desde los primeros atisbos del final de curso preside y persigue mi mundo universo y todos sus cuatro puntos cardinales. IN-FOR-MES. La palabra esotérica, inmanente, trascendente, agresiva, transgresora, pornográfica (y no me preguntes por qué, sería capaz de explicarlo). Antonomasia absorbente que rige el fluir de mis hematíes y los niveles del hematocrito, a un clic de ratón.
            INFORMES. Entre tutorías, departamentos, evaluaciones (sin olvidar propuestas de mejora, eso sí, eso nunca)… de esto o para aquello, la palabra de las mil doscientas caras aproximadamente. Responsabilidad y flagelo, proyectos y amenaza, votación y cadena, la estrella daltónica. Es la palabra inasible, incansable, impúdica, flatulenta, ya digo, a un clic de ratón.

martes, 12 de junio de 2012


COMO SIEMPRE

       Rebosándonos el vino por las pestañas, propongo a Groucho un juego de enigmas y mentiras, con apuesta incluida, en torno a los etéreos conceptos de la existen­cia. Testigo de excepción, Custodio el camarero con su mudez pálida y alucinada.
       Comienza el juego, tú tiras:
       R. Si nada es nada, ¿qué piensas?
       G. Que nada hay que escribir.
       R. Luego pensar es escribir.
       G. Pensar es elaborar la palabra, escribir es depositarla en la conciencia histórica del hombre.
       R. Por qué recurres a la grandilocuencia en algo tan sencillo.
       G. Estoy harto de proponer la verdad, y nadie me atiende.
       R. Bah, pierdes. La verdad nadie la posee, confundes conocimientos y expe­riencias con verdad.
       G. Entonces, ¿cuándo eres tú más sincero?, ¿cuando piensas o cuando escribes?
       R. Yo siempre digo la verdad.
       G. ¿La que piensas o la que escribes? Pierdes.
       R. Luego, condicionamos la conciencia histórica del hombre, la manipula­mos con falso marchamo de garantía.
       G. Así de bella es la palabra, frágil y legendaria como una flor de loto.
       R. Ambiciosa de sentimientos como la noche, útil como un martillo, peli­grosa como la guerra, tenaz como un atleta, a veces reposada como las aguas del estanque, a veces alocada como la esperanza.
       G. ¿Cuántas expresiones de poetas acabas de recopilar? Pierdes. Nunca se debe acercar la palabra al ridículo.
       R. Si te sientes impelido a saltar al escenario, y, una vez allí, te ves ridí­culo, ¿es que no sabías a dónde ibas?
       G. Seguro. En ocasiones he insistido en tomar el testigo del megáfono, y cuando se han agotado las pilas, he suplicado hasta con los ges­tos.
       R. Han soñado las marismas con pájaros muertos, con folklore de insectici­das por doquier. Han protestado las olas del mar.
       G. Bueno, ¿y qué? El veneno no está en la composición química, pobrecita ella. Está en el bolsillo, en la cartera, en la cuenta corriente. El veneno se origina en los genes de la ambición, se reproduce en las amistades peligrosas, se manifiesta en los frutos, y…
       R. …y se perpetúa en la ética de la inmoralidad.
       G. ¿Cómo?
       R. Se perpetúa en las leyes.
       G. ¿Y qué son las leyes?
       R. Pues eso. Pierdes.
       G. No entiendo.
       R. ¿Has oído a un niño llorar en el silencio de la madrugada?
       G. No entiendo.
       R. ¿Por qué los enamorados buscan la oscuridad?
       G. No entiendo.
       R. ¿Por qué se roba de noche y se perjura de día?
       G. Tú lo sabes.
       R. ...
       G. ¿Y?
       R. La noche es la verdad, diáfana y despiadada; el día, la ley.
       G. No entiendo.
       R. Responde, amigo: ¿cuántas veces has soñado que eras feliz?
       G. Ninguna, ¿y qué? Pierdes.
       R. ¿Por qué?
       G. Porque la tierra es barro disecado. Porque el ritmo destila cascabeles sin freno. Porque la sangre arrima claveles sin destino. Porque mesura es palabra peyorativa. Porque el coche arranca con estruendo obligadamente. Porque las mujeres rubias se tiñen día a día.
       R. Entonces, tú no crees en el susurro de una canción en medio de gritos.
       G. Yo sólo creo en mí, y con fatiga de recelos. Cantan con acordes de bille­tes. Aplauden con cheques, hasta con tarjetas de crédito. Pintan barbas pobla­das de simulación. Justifican intolerancia de denuncias con prudencia. Pruden­cias de temores y miedos. No se atreven.
       R. Pierdes. ¿No se atreven a qué?
       G. ¿Tú conoces eso de “las verdades del barquero”?
       R. Sí. Pierdes.
       G. ¿Por qué?
       R. Porque todavía debe de quedar alguna mirada reposada en el camino, que distribuya admiraciones y destellos, que oscurezca las líneas del dinero y alumbre manos abrazadas, que entone el cariño de la libertad.
       G. ¿Y qué es la libertad?
       R. Esa pregunta no vale.
       G. Pierdes.
       R. No seas estúpido, cuando la alcance te lo digo.
       G. Pero pierdes.
       R. Insisto, no seas estúpido: si yo pierdo en esta pregunta, tú también pier­des. Todos perdemos.
       G. Es inútil. La tenemos perdida desde siempre. La libertad es un concepto lleno de pasiones nunca vividas. La libertad sólo existe en la palabra que la expresa, y se agota en su pura expresión.
       R. Entonces, la libertad es Dios.
       G. No, pero se le parece mucho.
       R. Entonces, ¿Dios?
       G. Pierdo. ¿Quién lo conoce?
       R. ¿Dios conoce a Dios?
       G. Dios y la libertad se conocen. Estoy convencido.
       Tablas, como siempre. Llena, Custodio.

miércoles, 23 de mayo de 2012


DECLARACIÓN DE INTENCIONES

Y regreso. La integridad. Recargar la identidad. Desde el olvido. Para volver de nuevo acorazado. Un escaparate de lluvia sin tregua, de vida sin arco iris.
Llovía como en cada tarde de otoño, como en todas las tardes de los trescientos sesenta y cinco días del otoño. Nunca hubo vida en otoño hasta que la playa se desbordó aquel verano. Mejor dicho, el mar se desbordó a la altura de la playa, justamente en el recodo de la playa nudista, siete kilómetros de adanes, evas, abeles, caínes y algún que otro infiltrado, enjam­bre de presumible raza maldita en posición tendido prono a la parri­lla. Nunca el otoño volvió a ser igual después de aquella espe­luznante ba­rrida.
      Llovía como en cualquier rincón del mundo, llovía para abajo, como en Camándula (España): bien claro me lo dejaron mis padres, mis abuelos y todos los antepasados de los abuelos de mis abuelos hasta el enésimo grado de consanguinidad. A todos los quise en vida, los quiero en muerte, los querré en vida de la muerte, seguro. Porque para eso me educaron, lo demás es anecdótico o puramente racional. Por eso llovía siempre y para abajo.
      Por eso decidí regresar para irme.
      En mitad de la lluvia del camino hice tres cortes de manga, ¿o fueron cinco?, a los deudos y allegados que había abandonado atrás en la deriva de sus vanaglorias. Allí quedaban, reptiles de pisotón, extremida­des de rana, alas de mosquito. Luego, macerado el tuétano de mis reconco­mios, encendí una hoguera-maldita-madre incapaz de diluir la lluvia en gotas de rocío. ¡Ah, Rocío, cómo recuerdo tus pómulos salientes contra la arena de la playa!
      Llovía tanto que eludí cornisas con nidos de golondrinas, sorteé toldos-grandes-rebajas y desprecié los más variopintos paraguas que acudían solícitos a mi encuen­tro como manos oferentes. ¡Joder!, no, no... de­masia­do... metaexplícito..., ¡córcholis!, quería mojar­me hasta la extenua­ción, empaparme del gris natural de tus ojos, del negro amazacotado de tus pestañas posti­zas, del rojo cobalto de tus labios africanos, de tus andares puntiagudos y de tus tetas del mismo tipo.
      Sin embargo me cobijé en un portal, me acurruqué en un portal, me anonadé en un portal, esperando una ruptura de la solidaridad de las nubes del cielo, eso, del cielo. Aunque en realidad semejante actitud no podía resultar más esperpéntica, chocante e hipocondríaca, porque el agua me había llegado ya a la tras­tienda del ombligo. Entonces pasaste tú, eras tú, copiosa­mente tú, ¡jo!
      Pero a aquellos marmotas de playa que arañaron mi vida, relicarios de perogrullo, funcio­narios de capa y espada y demás miserables lindezas, a ésos ni el pan ni la sal ni los cien duros de los sábados por la tarde para el café en silla de plástico blanco de la terraza en vía pública cortada al tráfico.
      Llovía en el trópico, en el trópico de cáncer, tanto como en el trópico de capricornio. A ver, repite, trópico de cáncer, trópico de capricornio. Todavía no has bebido demasiado. Era una lluvia que daba gusto, indigesta sólo a los postres, cuando irremediablemente llegaba el momento de irse de casa del amigo que te había invitado a cenar y mani­festaba clarísimamente con descarado disimulo que en fin, que ya era hora.
      Me despedí con saludos de inefable malversación de sentimientos, con prorrateo de palabras acartonadas. Trópico de crapicronio, de capri­cro... capi...capri... Y a la vuelta de la esquina llovía con la misma intensi­dad de la meada de un borra­cho, con la misma fortaleza.
      Con tanta lluvia el mar ya no cabía dentro de sí. El mar al límite de sus posibilidades. Por eso se desnu­dó —¿a qué viene provocación tan ramplo­na y vul­gar?—, perdón, se desbordó. Se desbordó, se desbordó, por la playa nudista.
      Sonaron, retemblaron, se estremecieron unas campanas duras, recias, serias, mayestá­ticas. Los nudistas corrieron, corrieron, corrieron con el pavor del pecado al abordaje. Las mujeres sujetándose las tetas con una mano, no por taparlas como Eva; y con la otra bien remaban el aire bien pudorizaban el pubis, o sea, la emplazaban sobre las ingles, ahora sí como Eva, o sea, se tapaban el chocho (arriesgada precisión posiblemente innecesaria y seguramente chabacana). Y los hombres, los hombres... ojú, qué espantoso ridículo: también corrían, claro, pero uniformemente, como si ejecutaran el paso ligero marcado por un cornetín de órdenes —ta-ta-ta-ta-TA-ta-TA-ta, ta-ta-ta-TA-ta-ta-TA, y así—, con la mirada aver­gonzada mientras intentaban remangarse el pito, y digo bien, el pito, no pene, no polla, sólo pito.
      Cuando vinieron a llorarme cocodrilo en su jugo, les planché todos los insectos de la cabeza hasta que quedaron definitivamente descerebra­dos, y tuvieron que apuntalar frente, ojos, orejas, nariz, boca y barba con andamios de aluminosis.
      Cómo no regresar, hermano, ante tanta innovación.
En fin, llovía como una tarde de domingo de mogollón deportivo por la tarde, por la tarde-noche, en el crepúsculo —¡oh poema!: El Crepúscu­lo (lo escribiré)—, cuando los gatos son pardos, y los pardos están bajo los canalones refrescando los bigotes de la semana inmediata.
      Y si ponemos la tenue luz de un farol taciturno, tenemos todo un decorado digno de concienzudo examen, una introspección analítica de primera instan­cia, segunda magnitud, tercera fase y cuarto jinete del Apocalipsis.
Integridad, identidad. Para volver de nuevo acorazado. Desde el olvido. El arco iris no puede esperar.