EXORCISMO
PERIÓDICO
Ocurre cada dos
meses aproximadamente. Sin la precisión de un reloj, pero con pronóstico
certero. Venir, viene; darme, me da; y se repite al cabo de las ocho o nueve
semanas, día arriba, día abajo, hora más o menos.
Eso sí, lo
preveo con dos días de antelación, siempre el margen de cuarenta y ocho horas,
y ahí ya no cabe probabilidad ni cálculo, la exactitud es milimétrica, de
minutos, segundo más o menos. Una señal que llega y se va como el silbo gutural
del tren hendiendo un paso a nivel. Avisado quedas, me anuncia.
Como preludia lo
inevitable, no me inquieto, simplemente marco la fecha con círculo rojo en el
almanaque de la cocina, una sencilla clave para la coyuntura familiar, por
aquello de que las consecuencias son imprevisibles, siempre lo son.
Pobrecillos, cada vez lo llevan peor, en cuanto advierten el mensajito se les
demuda el gesto y un trasiego de miradas preventivas y centinelas menudea por
el ambiente. Y aunque en apariencia nada altera la rutina diaria, sé que les
conmueve no sólo el aviso cifrado, sino también mi estoica asunción del
destino.
Suele apuntar a
consecuencias dramáticas. Y parece que sí, que el recuerdo permanecerá
indeleble. Aunque, en realidad, cada episodio deja su reliquia, luego se van
decolorando a medida que el paso del tiempo superpone unos a otros. La memoria
es permeable, esponja, pero también argamasa en continua regeneración o
restauración, tal como si en el decurso normal prevaleciera el último
repellado.
De todas formas,
las perspectivas varían, cual reflejo de la monótona realidad. En mi caso (mis
casos), a la familia le activa los resortes del temor-protección; a los
compañeros y amigos, de la alucinación; y a mí, del cuajo para afrontar la
incógnita primero y su resolución después.
Ellos lo achacan
a que soy un voraz lector de prensa, desde siempre o desde hace mucho tiempo o
de unos años para acá. Últimamente prensa impresa y digital. No lo voy a
discutir, al día me puedo leer, entre una modalidad y otra, doscientos setenta
y seis o trescientos cuatro periódicos, incluso en ocasiones he llegado a
quinientos diecisiete (sin contar el machaque de las redes sociales). Puede
sorprender, sin duda, pero no a mí. Daría tantas razones como periódicos leo al
cabo del día, pero tampoco se trata de apabullar. Me limitaré a lo fundamental:
comenzó como necesidad, lo de la realización personal y todo eso, una persona
bien informada, lo de fraguarse criterio propio, conseguir un atinado espíritu
crítico, etc., etc. Después, poco a poco, fue transformándose en búsqueda
incesante, alocada y malsana de no sabía qué. Ahora ya sí lo sé, pero los
vicios, por definición, son muy difíciles de erradicar.
¿Un problema de
personalidad?, vaya usted a saber. El origen está en mi natural inestable -a
estas alturas la dicotomía “el inestable nace o se hace” tanto da-, que
a su vez me sitúa en un estado de inseguridad persistente. ¿Causa o
consecuencia?, pues creo que tampoco viene al caso.
La cuestión es:
de lo que leo nada me convence del todo, se me antoja insuficiente, y sume en
un estado de parálisis mental o intelectual o cultural a todo el arsenal de
neuronas, hormonas y demás células o asteriscos que pueblan las cavernas de mi
perímetro cerebral. Intento reaccionar incrementando mis incursiones en la
prensa, leyendo más y más, con fruición, activando todas mis capacidades de
comprensión lectora; pero inútil, la autoestima prolonga su descenso fatídico
varios grados bajo cero, a la vez que los conductos sanguíneos se me saturan de
desesperación.
Entonces, es
entonces cuando una lava de fatalismo invade y arrasa los módulos que custodian
mis emociones.
Siempre al cabo
de unos dos meses de lectura exacerbada. Y entro en sopor o relax o algo
parecido, como si las nervaduras se hubieran vuelto maleables, y persigno el
círculo rojo en el almanaque, el bloqueo de la oscuridad, la esperanza rendida.
Aunque, no es el
mío un fatalismo inane, sino militante. Quiero decir que no renuncio a
contrastarlo con la práctica. Para lo cual, arranco la hoja del periódico que me
ha colmado el instinto (o la imprimo si es digital) y la asumo como guión para
emularla. De ahí el plazo de cuarenta y ocho horas que me doy para burlar la
vigilancia del entorno e iniciar un ejercicio de impostura o transformismo. Con
el propósito de corroborar que el oleaje social no tiene remedio o escapatoria
digna, que el fatalismo se encuentra en el genoma colectivo. Exorcismo que me
dura eso, dos meses aproximadamente.
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