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domingo, 8 de julio de 2012


EXORCISMO PERIÓDICO


Ocurre cada dos meses aproximadamente. Sin la precisión de un reloj, pero con pronóstico certero. Venir, viene; darme, me da; y se repite al cabo de las ocho o nueve semanas, día arriba, día abajo, hora más o menos.
Eso sí, lo preveo con dos días de antelación, siempre el margen de cuarenta y ocho horas, y ahí ya no cabe probabilidad ni cálculo, la exactitud es milimétrica, de minutos, segundo más o menos. Una señal que llega y se va como el silbo gutural del tren hendiendo un paso a nivel. Avisado quedas, me anuncia.
Como preludia lo inevitable, no me inquieto, simplemente marco la fecha con círculo rojo en el almanaque de la cocina, una sencilla clave para la coyuntura familiar, por aquello de que las consecuencias son imprevisibles, siempre lo son. Pobrecillos, cada vez lo llevan peor, en cuanto advierten el mensajito se les demuda el gesto y un trasiego de miradas preventivas y centinelas menudea por el ambiente. Y aunque en apariencia nada altera la rutina diaria, sé que les conmueve no sólo el aviso cifrado, sino también mi estoica asunción del destino.
Suele apuntar a consecuencias dramáticas. Y parece que sí, que el recuerdo permanecerá indeleble. Aunque, en realidad, cada episodio deja su reliquia, luego se van decolorando a medida que el paso del tiempo superpone unos a otros. La memoria es permeable, esponja, pero también argamasa en continua regeneración o restauración, tal como si en el decurso normal prevaleciera el último repellado.
De todas formas, las perspectivas varían, cual reflejo de la monótona realidad. En mi caso (mis casos), a la familia le activa los resortes del temor-protección; a los compañeros y amigos, de la alucinación; y a mí, del cuajo para afrontar la incógnita primero y su resolución después.
Ellos lo achacan a que soy un voraz lector de prensa, desde siempre o desde hace mucho tiempo o de unos años para acá. Últimamente prensa impresa y digital. No lo voy a discutir, al día me puedo leer, entre una modalidad y otra, doscientos setenta y seis o trescientos cuatro periódicos, incluso en ocasiones he llegado a quinientos diecisiete (sin contar el machaque de las redes sociales). Puede sorprender, sin duda, pero no a mí. Daría tantas razones como periódicos leo al cabo del día, pero tampoco se trata de apabullar. Me limitaré a lo fundamental: comenzó como necesidad, lo de la realización personal y todo eso, una persona bien informada, lo de fraguarse criterio propio, conseguir un atinado espíritu crítico, etc., etc. Después, poco a poco, fue transformándose en búsqueda incesante, alocada y malsana de no sabía qué. Ahora ya sí lo sé, pero los vicios, por definición, son muy difíciles de erradicar.
¿Un problema de personalidad?, vaya usted a saber. El origen está en mi natural inestable -a estas alturas la dicotomía “el inestable nace o se hace” tanto da-, que a su vez me sitúa en un estado de inseguridad persistente. ¿Causa o consecuencia?, pues creo que tampoco viene al caso.
La cuestión es: de lo que leo nada me convence del todo, se me antoja insuficiente, y sume en un estado de parálisis mental o intelectual o cultural a todo el arsenal de neuronas, hormonas y demás células o asteriscos que pueblan las cavernas de mi perímetro cerebral. Intento reaccionar incrementando mis incursiones en la prensa, leyendo más y más, con fruición, activando todas mis capacidades de comprensión lectora; pero inútil, la autoestima prolonga su descenso fatídico varios grados bajo cero, a la vez que los conductos sanguíneos se me saturan de desesperación.
Entonces, es entonces cuando una lava de fatalismo invade y arrasa los módulos que custodian mis emociones.
Siempre al cabo de unos dos meses de lectura exacerbada. Y entro en sopor o relax o algo parecido, como si las nervaduras se hubieran vuelto maleables, y persigno el círculo rojo en el almanaque, el bloqueo de la oscuridad, la esperanza rendida.
Aunque, no es el mío un fatalismo inane, sino militante. Quiero decir que no renuncio a contrastarlo con la práctica. Para lo cual, arranco la hoja del periódico que me ha colmado el instinto (o la imprimo si es digital) y la asumo como guión para emularla. De ahí el plazo de cuarenta y ocho horas que me doy para burlar la vigilancia del entorno e iniciar un ejercicio de impostura o transformismo. Con el propósito de corroborar que el oleaje social no tiene remedio o escapatoria digna, que el fatalismo se encuentra en el genoma colectivo. Exorcismo que me dura eso, dos meses aproximadamente.

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