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martes, 30 de noviembre de 2021

LA CULPA ES DE KAFKA (1)

       Llegado a mis treinta añazos y con título universitario bajo el brazo (que malditas las puertas que me abría), había trajinado ya varios trabajillos, distintas faenas de la parte baja de la franja laboral y casi todas a tiempo parcial, pero que me daban para ir viviendo con ciertas comodidades.

Porque lo de emanciparme no entraba todavía en mis cálculos, me faltaba la vértebra dominante: aún no tenía decidido si ser algún día honesto, indecente, noble, malvado, puritano o rufián. Así, sin prioridades de orden moral, aunque con la mira puesta en un alto grado de heroicidad, eso siempre.

Tampoco me inquietaban los motivos que cocinaran esa idea en mi corazoncito. Ahora bien (siempre hay un “ahora bien” dentro de un orden), sospecho que cuando me parieron no venía integrado en el pack lo de ser un héroe amoral, sino que tal tendencia se habrá originado después, por algún súbito motín de genes, o en siembra posterior insinuada, inducida o simplemente inoculada.

En definitiva, me planteaba algo parecido a la clásica respuesta a ¿y tú qué vas a ser de mayor? Pues eso.

Y el caso es que me maliciaba que ya estaba llegando a mayor, la preguntita no paraban de hacérmela, principalmente mis padres, mis hermanos y algunos amigos, por ese orden de presión.

Cuando digo algunos amigos, me refiero a los que aún buceaban por el futuro como yo. Porque los otros, los instalados ostensiblemente en sus delicias profesionales y sociales, sólo esperaban nuestro incienso.

Pero los que me preguntaban, conste que no lo hacían por saber de mí exactamente, no. Lo notaba de lejos. Era por si se me escapaba algo que los orientara y resolviera sus propios vaivenes.

Hubo uno que medio-medio se atrevió a confesarme que lastraba cuitas semejantes a las mías. Bueno, eso me parecía. Los dos aspirábamos a la épica; que todos los actos de nuestra vida respondieran a una visión intrépida de la existencia, con independencia de la mayor, menor o ninguna carga moral o ética que acarrearan. Pero cuando los niveles de intercambio de confidencias habían alcanzado su punto, advertí una diferencia capital: él quería ser héroe, yo no, yo quería sentirme héroe, sólo sentirme. Además, lo suyo era en modo renuncia, y lo mío en plan proactivo.

Un buen día me reveló su secretísima osadía, nada menos que inspirada en la Metamorfosis de Kafka. En ese librito está la clave, me aseguró. Él, de mayor, quería ser como Gregorio Samsa, convertirse en un insecto monstruoso que no puede salir de su habitación. Me lo soltó con la determinación del héroe autopropulsado a la tragedia. Y por ahí se le desbordó la imaginación:

Una mañana, al levantarse, nota que el cuerpo se le va inflando y deformando, se expande con tanta celeridad que a los pocos minutos le impide abrir la puerta, la tapona. Atrapado en su cuarto, suelta gruñidos broncos que sobresaltan a la familia. Sus padres y hermana acuden alarmados, imposible entrar, le preguntan por una rendija, pero él solo responde con monosílabos chicharrantes, como de metal oxidado. Llaman a un carpintero para desmontar la puerta y a un albañil para romper el tabique si hiciera falta, pero en cuanto estos se enteran del motivo salen corriendo de miedo, con escándalo que trasciende a los vecinos. La familia pide auxilio a los bomberos, que llegan raudos exudando adrenalina por sus sirenas, parafernalia que convoca a buena parte del barrio y sabuesos de la prensa en las afueras del edificio. Piqueta en mano y pasmo en las tripas, derriban el tabique, operación fallida, el cuerpo de mi amigo, quiero decir, su monstruoso cuerpo, agranda su grotesca hinchazón y enseguida invade el espacio liberado. En pleno desconcierto, sin valorar alternativas, más tabiques abajo, que sin embargo no sacia la expansión inexorable del ciclópeo engendro. A medida que ceden, su aberrante volumen se desborda por la habitación de su hermana, la de sus padres, el pasillo, el salón. Ya sólo queda la cocina, pero los bomberos no se atreven a rendirla, optan por mantenerla como dique de contención. Sus paredes dan a un patio interior, donde podría irrumpir la masa gigantesca y horripilante en que se ha convertido mi amigo, espantaría a los vecinos colindantes e incluso, quién sabe, haría peligrar la integridad de sus viviendas. Alucinados bomberos en retirada que sólo permiten dejar abierta la puerta de la calle, por donde no podrá avanzar tan gigantesco bicho, aunque sí comunicarse con él, vigilarlo, escrutar su evolución, si empeora o remite, allegarle alimentos si el mal fuera para largo, y sobre todo un último intento de reducirlo al estado anterior, aplicarle varias punciones con las que desinflar tan enorme y repulsiva inflamación. A tal fin suben los médicos de las ambulancias que aguardan en la calle, que para entonces ya está abarrotada de curiosos y medios de comunicación. Pero el asedio de la batería de agujas y jeringuillas sólo consigue que expulse sangre sin que se aprecie merma alguna en las colosales dimensiones de mi amigo, ni siquiera una hora después cuando la sangre ya chorrea escaleras abajo y los alaridos herrumbrosos y cárdenos de dolor de la bestia alcanzan y sobrecogen a media ciudad. Así que no sólo hay que interrumpir la operación sino apresurarse a curar y cubrir heridas. Los médicos también claudican, como antes los bomberos, como antes que estos el carpintero y el albañil, como al principio sus padres y su hermana, que habían confiado a los demás la solución del abrumador disgusto, como después periodistas, vecinos y ciudadanos circulantes, atraídos todos ellos por el espeso rumor del insólito adefesio que tormentea edificios pero no conciencias. La noticia en todos los desayunos del día siguiente, mientras mi amigo, fantasmagórico émulo de Gregorio Samsa, se convierte en paradigma social del desahuciado… Al fin lograba ser héroe, maldito si acaso, pero héroe. Lo demás, la resolución del siniestro infortunio, poco le importaba, la sociedad sabrá, si quiere.

Conmovedora fantasía de mi amigo, quién lo duda, con trascendencia de profundo recorrido nada despreciable. Pero, sin restarle valor a su afán de ser héroe, como proyecto personal para mí no terminaba de convencerme. Esa forma de inmolarse para conseguir…, no sé.

Sin embargo, me sirvió de valiosa aportación para disipar mis titubeos, he de reconocerlo. Por un lado, demostró que debía desmarcarme, esquivar su camino. Y por otro, fortaleció mi ideal, sentirme héroe, lo que quería de mayor; y como a todas luces ya tenía edad de sobra, logró además el efecto inmediato, que mis emociones pasaran a la acción.