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martes, 18 de octubre de 2022

DAMA SENTADA SOBRE METACRILATO

No fue hace tantos años. Me llegó como signo de regalo o privilegio, no sé. ¿Por ensalmo?, no, de eso estoy seguro. Ahora me inclino más por la sospecha, quizás el mensaje encubriera una pócima de motivos umbríos. Pero en aquellos momentos de humores y confetis, ni olérmelo. Me intrigó, me fascinó, hasta el punto de confiarle lugar destacado en la vitrina de mis afectos y vínculos.

Desde entonces lleva sentada ahí, así, estilizada y estilosa ella, sobre una peana de metacrilato: las piernas recogidas, las rodillas abrazadas, la espalda ligeramente combada en escorzo, mentón romo que galvaniza la expresión de una mirada versátil de alabastro girada hacia la izquierda, hacia mí. Y me cuesta, jo, cómo me cuesta interpretarla.

La mayoría de las veces creo que simplemente me observa, a ratos con ojos de ácido licuado, a horas con rictus de incertidumbre bufa, a días con rostro de brasa ronca, pero siempre el cuerpo reposado en paciente espera. Siempre sentada así, año tras otro.

Yo la contemplo embebido, como a la defensiva, casi en trance de derrota. Hasta que supero esa oscura rastra y me da por chasquear los dedos de pronto en sus narices. Pero ni se inmuta. Claro, la comprendo, aunque sin convicción. Cuánto habría celebrado un mínimo respingo al menos, siquiera un ligero estremecimiento de sus curvas góticas. Pero no, nunca, permanece inmune, labrada en un diseño impasible.

En ocasiones me rebelo, intento devolverle la expresión, echarle un pulso. Me enfrento a ella denso y templado, infranqueable al sentimiento, le mantengo el gesto y los párpados con la misma pretensión de ubicuidad inerte que percibo de su pose modelada. Inmovilizo los músculos del cuerpo, de todo el cuerpo, afronto estoico el proporcionado reposo de sus volúmenes, encaro su rostro con ánimo de turbarlo. Mis ojos, alertados e instruidos por savia  fiel, primero toman distancia para punzar el nimbo de su atmósfera, e intento sostenerlos en esa trinchera; pero enseguida se relajan y serpentean por su silueta con inconsciente envidia, instantes como en letargo, hasta que algún duende los despabila para incardinarlos de nuevo en el empeño inicial, y lo consigue, sí, aunque no sin reticencias. Un reto imposible, desigual, que  no alcanza más allá del minuto suspenso. Pronto volverá la inquietud, el desasosiego por descifrar, el recelo ante una estatuilla que me violenta la armonía.

Por más que petrifico el ademán y afino las pupilas a la busca de un alma, no vislumbro nada, no descubro nada. Y me vuelve el desconcierto, la fatiga y el rechazo, que no es sino consecuencia de la agresión de una petulante dama sentada en metacrilato, aposentada, cuyo afán depredador aspira a campear sobre el moblaje de mi morada.

Con el tiempo, sólo un consuelo me serena: ese empaque de su personalidad, tan afilado y gélido, tan inculpador y victimista, paradigma donde se guarece, es finito, limitado. Su táctica envolvente y seductora se desvanece al cabo, cuando por fin reaccionan las poleas íntimas del oprimido, que lo liberan del hechizo.

Entre tales orillas ha discurrido mi proceso. Hasta que el aliento de la conciencia me ha despojado de escollos, turbulencias y rémoras de devociones y ternuras ajadas. Momentos bruñidos en los que esa efigie sinuosa y desalmada la he abordado con hebras bien distintas. Sin desgarros de furor ni odio contra ella, ni siquiera de desdén o menosprecio. De pena si acaso.

Comprendo que quizás le sorprenda mi mesura después de la tensión a la que sometía mis emociones casi hasta ayer mismo. Seguramente por contraste con el títere en que me ha ido desfigurando, desequilibrado, perdido, subyugado por sus encantos, aislado de los apegos y ternuras nobles de mi existencia. Pues eso, no parece que se lo crea, demasiado gráfica esa mueca cínica que nunca relaja porque, claro, está en su naturaleza de alabastro. Pero ya no me interesa, allá ella.

Ahora sólo me importa resolver la ecuación de mis reflexiones. No, no voy a destrozarla en añicos contra el suelo, lo más obvio y radical, aunque sea lo que me susurra el soplo de la venganza. Ni desprenderme de ella en forma de regalo, cómo obviar la posibilidad de que mis mismas tribulaciones se reproduzcan en el destinatario. Ni venderla a incautos de mercadillo, rastreadores de lo esotérico, ajenos a una compra de contingencias imprevisibles. No, nada de eso.

La dejo ahí, donde lleva tanto tiempo, sobre esa repisa de mis primicias, solo que del revés, con un giro de ciento ochenta grados, con su fortaleza cara a la mudez de la pilastra de blanco desvaído, de espaldas a mi existencia. Así que no eludo su presencia; pero de ella sólo advertiré cada día las miserias del acabado y me redimirán, también cada día.

Luego, cuando yo me vaya, dejaré por escrito mi petición de destino último para ella.