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martes, 21 de diciembre de 2021

LA CULPA ES DE KAFKA (y 2)

    Un buen día, ojeaba el periódico, quizás sin confesármelo, aún bajo los efectos espirituosos de la gesta que tramaba mi amigo. Pasaba las páginas con el mosqueo de que a la vuelta de alguna me diera de bruces con él, o mejor dicho,  con la imagen del marco de la puerta de su casa abierta de par en par atorado por una descomunal obesidad y el pié de foto “así ha quedado…” Pero no, la mayoría de las noticias iban del gobierno a la oposición, de uno a otra y de otra a uno, se pirraban por la política.

    Justo ahí me vino la inspiración, la señal, el medio para sentirme héroe. Decidí afiliarme a partidos políticos. Digo bien en plural, se ve que mi amoralidad ya  comenzaba a tomar cartas en el asunto, seguramente bajo el pretexto de cotejar afinidades y contrastes.

     Busqué las direcciones de los partidos políticos. Había un montón, de direcciones y de partidos. Elegí cuatro, los más conocidos por la prensa. Y allá que me fui de visita itinerante.

    Tras la ronda inicial, las similitudes me parecieron asombrosas. Empezando por los filtros que había en el local de cada partido para acceder a la sección de solicitudes: un vigilante de seguridad con aspecto de profesional del aburrimiento, una señora tras mostrador de conserje-recepcionista vestida o para cuestación o para manifestación semanal, un despacho de paso a cuya mesa leía el periódico un señor con trazas de guardián del reino y por penúltimo un maestro de ceremonias de mediana edad con sonrisa de diseño y pantalones vaqueros. Más o menos, la misma foto fija.

    Hasta llegar por fin ante cada apuntador de afiliaciones. En estos al pronto sí que noté cierta diversidad: barba vikinga, voz de fibra óptica, muñeca blandiendo peluco y andares de terracota. Singularidad efímera, pues enseguida mostraron una rabiosa identidad tanto en el trato como en el mensaje, parecían recién graduados en el mismo máster (que bien podría titularse “Nuevas afiliaciones para los retos de siempre: política de la realidad”).

    Conste que había preparado a conciencia estas entrevistas —iluso de mí, pensaba que serían eso, entrevistas—; sobre todo porque me considero ligeramente pusilánime en lo tocante a ideología. Por si acaso, había reflexionado profundamente y calculado los argumentos que debería esgrimir ante las preguntas, propuestas o cualquier tesitura con las que abordarían mi solicitud, según el partido fuera de derechas, de izquierdas, de mucha o relativa derecha o de similar izquierda. De lo que nada habría que recriminarme, eh, formaba parte de la impostura.

    También, esperaba una encendida proclama de los ideales del partido. Para lo cual, me había pertrechado de una amplia batería de esas expresiones que los políticos toman del acervo popular o de sus propias meninges y soban y soban hasta conseguir auparlas a los primeros puestos del ranking chirigotero. Tales como “arrimar el hombro”, “hemos hecho un esfuerzo”, “visión de estado”, “calidad democrática”, “más pronto que tarde”, “vocación de servicio”, “pacto constitucional”, “manda huevos” y tantas cuantas.

    Pues todo se fue al garete al primer compás. Me refiero al primer compás de cada presentación (lo cuento en simultáneo pero ocurrió en sucesivo).

    —Buenas, vengo a afiliarme al partido.

    Caras planas, miradas de recelo, sonrisas displicentes (por ese orden) y la misma acogida:

    —Pues ponte en cola.

    Respuesta tan deprimente me puso depresivo, lógico. Se me paralizaron las emociones y el sistema musculoesquelético (vulgo, quedarse de piedra).

    Seguidamente, cada cual me acercó indolente un impreso para rellenar los datos personales. Aunque dos de ellos, el de la voz de fibra óptica y el de la muñeca blandiendo el peluco, sacaron de un cajón sendos mamotretos y, pasando las hojas por fajos, apostillaron:

    —Aquí tienes: la cola de los diputados nacionales, la de los senadores, diputados autonómicos, diputados provinciales, concejales, asesores y demás. Apúntate en la que quieras.

    Había más colas, pero tampoco quiero ser prolijo. Se me hacía un mundo, y una ordinariez, decidir la cola a la que adscribirme. Dilema que no plantearon el de la barba vikinga y el de los andares de terracota, porque no tuvieran listas o porque desecharan ofrecérmelas, muy entusiasmados con mi incorporación al partido no se les veía. Aunque a los otros tampoco, la verdad.

    Resolví darme un tiempo. Así lo comuniqué. Ni un mal gesto de contrariedad, me despidieron con sonrisa apelmazada y un “vuelve cuando quieras”, que bien podría interpretarse como un “adiós, pringao”. De hecho, lo interpreté así.

     En la soledad de aquella tarde, con la visión de sentirme héroe borrosa y cuestionada por los cuatro costados —simbolizados aquí por esos cuatro partidos políticos—, postrado ante la evidencia, aún me cupo una postrera duda: ¿y si había confundido las direcciones de los partidos con las de las oficinas de empleo? Lo comprobé, pero no.

    Penoso. Me inquietaba que el heroísmo dinámico que me estimulaba resultara tan inválido como el pasivo practicado por mi amigo. Y sin embargo, algún oscuro presagio me impelía a exprimir la impostura, aún disponía de cinismo gran reserva para dotar de la máxima eficiencia al experimento.

    Al día siguiente, segundo acto de la farsa. Con la temeraria ingenuidad que me caracteriza, inicié una nueva gira por los cuatro angelitos de las cuatro esquinitas que me hacían la cama:

    —Mira, es que yo puedo prestar un gran servicio al partido, cuento con información sensible de los otros. Para conseguirlo me he hecho pasar por uno de ellos. Claro, he tenido que afiliarme para no levantar sospechas.

     A los cuatro les hablé entre apocado y sibilino, entre compungido y delator, más delator quizás.

    En la diana. Cuatro respuestas del mismo calco:

    —¡Coño, eso lo cambia todo! Vamos para adentro —brazo sobre mis hombros—. Olvida lo de ponerte en cola. Hace tiempo que no tenemos un espía en condiciones.

    Lo que más me sorprendió no fue la acogida, no esperaba menos, sino lo de “un espía en condiciones”. ¿De dónde ni de qué, deducción tan…? —jo, no sé qué calificativo poner aquí—. Tampoco la reflexión me dio para más, porque enseguida comenzó un festival de preguntas calabresas y alcahueteos mil.

    Nunca he sido muy hábil para fabular, pero cuando empiezas a exudar adrenalina, es verdad que funciona el instinto de conservación, a plena caldera. Sentí llegado el momento de rentabilizar mi afición a la prensa. Así que tiré de hemeroteca —tengo los depósitos cerebrales bien provistos— para afrontar situación tan promiscua y homologable.

    A delación por partido, con método rotatorio, revelé de cada cual un trazo negro o manchurrón (según se interprete), un a modo de calumnia.

    En uno (o sea, en los cuatro) se fraguaba una conspiración interna para derrocar toda la cúpula del partido.

    En otro (o sea, en los cuatro) campaba una trama por cuyas arterias fluían millones hacia el enriquecimiento personal de unos cuantos y calderilla para la financiación ilegal del partido.

    Y en otro (o sea, en los cuatro) secreteaban, no líos de faldas, sino fragor. Aún me faltaba información concreta, porque no sabía con exactitud si se trataba de uno para todas o de todos para una.

    Lo que me extrañaba es que no se extrañaran de lo que les contaba, ni se escandalizaran ni nada de eso. Detalles, más detalles era lo que apremiaban. Y promesas, todas en la misma dirección: me eximirían de las colas de espera y me situarían en el entorno del jefe, pertenecería al grupo donde pastan y pastorean las personas de confianza, ¿de confianza?, ¡de confianza!, ¡un espía sobrevenido!

    Pues sí, expectativas más que cumplidas, superadas, desbordadas. El héroe que iba a sentirme de mayor a un tris de cumplirse, con trampa y todo. Pero simultáneamente también cierto temor me rasgueaba señales de un peligro inédito. ¿Cómo escapar airoso y oreado de aquel lodazal tras alcanzar, materializar y consolidar la mayoría de edad? Carecía de prospectiva. Hasta que el recuerdo de mi amigo acudió al rescate, para ser héroe no necesitaba cabildeos con el futuro, lo dejaba a expensas de la sociedad, daba por supuesto que ella se encargaría de encumbrarlo. Y eso en realidad se me antojaba bastante más complicado que lo mío, sentirme héroe no dependía de criterio ajeno sino de mí mismo. Mucho más sencillo, dónde va a parar.

    Así que, sin estrategia que me redimiera y arrancara el clamor del ojo crítico de la comunidad, se me ocurrió citar a los cuatro apuntadores de afiliaciones (a cada uno por separado) para el día siguiente por la mañana, a la misma hora en la cafetería “La Retranca”. Supuse que la conocían, acerté una vez más (un motivo más).

    Cuando llegué, allí que estaban los cuatro. Cual personajes de vodevil, compartían mesa, café, conversación… y la misma perplejidad en cuanto me vieron, eso primero, y a continuación idéntica mirada a mi yugular. Como no me había planteado por dónde derrotar, puse rostro trascendente y patriarcal para encubrir el pánico que verberaba por mis entretelas, y les dije lo primero que me vino a la cabeza:

    —Perdonad, no puedo pararme mucho; pero voy a contaros un caso más: se fragua un pucherazo para las próximas elecciones, a base de sobornar y envenenar los circuitos de los votos emitidos, desde los presidentes de mesa hasta los empleados de la junta electoral y el juez mismo. Ahí tenéis, con este ya son cuatro los asuntos que os he levantado, ahora repartíroslos como os parezca. No dudo de que actuaréis en consecuencia.

    Atónitos como gatos sin escape, babeaban indignación y centellas. Unos segundos, que aproveché para despedirme, o huir:

    —Adiós, me esperan en otro partido.

    Antes de que llegara a la puerta de la calle, reaccionaron. Un coro de endemoniados:

    —¡Hijo de puta, me las pagarás! ¡Insecto! ¡Mal bicho!

    Coño, pensé, como Gregorio y mi amigo. Al fin me sentía héroe. Así que sobre la marcha me volví y les solté:

    —La culpa es de Kafka.