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jueves, 27 de enero de 2022

ELEFANTE COMO SU AMBICIÓN

   

      

Nadie supo cómo ni por qué. Un mal día, un elefante que se hizo llamar Adolfo se convirtió en indiscutible señor de un pequeño y recóndito hormiguero, que él extremaba enorme, como su ambición. Y todo, todo, se enturbió, se descuadró, se trastocó, hasta los milenarios conceptos de moral y emoción se descoyuntaron y reagruparon en inéditos mestizajes.

Adolfo alardeaba de envidiable altruismo como piedra angular de su carácter, que cultivaba en la afanosa labor y ciega obediencia de las hormigas. Así, en el caso de que alguna despistada incumpliera cualquier norma, este inusitado elefante, con la amabilidad propia del rango, aporreaba los aledaños del hormiguero con un rudo pateo, torvo, cafre. Inmediatamente todas las hormigas, febriles y conturba­das, se apresuraban a pedir perdón, aun desconociendo los motivos del enfado. Pero servía para poco, no evitaban que les lanzara violentas diatribas cargadas de mal aliento y babosa saliva, aunque, eso sí, con zalamera y encantadora sonrisa bajo la trompa. Ante lo cual, las hormigas renovaban delirantes la firme promesa de eterno amor de odio a Adolfo.

Sin embargo, esta querencia de las hormigas se exteriorizaba en diferentes grados. Había una camarilla selecta con especial inclinación hacia el amantí­simo odiado. Por ello, gozaban de privilegios exclusivos, como el alojamiento en cámaras del hormiguero especialmente confortables. A cambio, Adolfo les exigía una prueba constante de amores despiadados y brutales hacia las demás súbditas. Con tal fin celebraban frecuentes reuniones donde deliberaban sobre crueldades con las que obsequiar a la comunidad. Semejante ramillete de primerísimas inter pares ostentaba diferentes carguitos otorgados por la fiera autoridad del paquidermo.

De entre estas destacaba la hormiga-elefantita. Así la motejaban buen número de hormigas en sus comentarios furtivos por entre galerías, era un calco en miniatura de Adolfo. Su ministerio, asegurar una absoluta disciplina filantrópica, repleta de intervenciones del más encarnizado amor-odio, lo ejecutaba con precisión automática. Con lo que conseguía que las demás le profesaran un refinadísimo odio-amor.

También despuntaban dos lugartenientes más: la hormiga aduanera, que controlaba cuantos alimentos y enseres traían del exterior las obreras, y la mayordoma, que los administraba y distribuía. Adolfo les había encomendado tales puestos no por sus capacidades, sino porque eran impagables cotillas, le suministraban, desintere­sadamente por supuesto, información sensible sobre las demás, sobre todo de las señaladas por la autoridad como más perversas.

Además, otras sin cargo preciso configuraban una especie de séquito consagrado a nutrir de incienso los oídos del elefante, a la vez que pordio­seaban míseras transacciones de mezquinas prebendas. Aunque ninguna reconocía como propia esta dedicación, pues siempre afirmaban, reafirma­ban y confirmaban que sólo las movía un inequívoco amor-odio.

 

Cuando años atrás Adolfo se erigió en caudillo máximo del hormiguero, decidió dotarlo de un título que reflejara fielmente la idiosincrasia ambiente, un nombre apoteósico, rutilante. Y su cabeza monumental, como su ambición, parió un esplendoroso lema: El Garito Mixto.

Las hormigas se asombraron ante tamaña inteligencia y ya entonces comenzaron a amarlo con odio desmedido. Concebían perfectamente lo de "Garito", la palabra les sonaba a recinto lóbrego donde serían moneda común las trampas, el desaire, la humillación y en general cualquier vileza de intenciones. Enseguida se dispusieron a promocionarlo bajo los honrosos y ruines agüeros del elefante-director. Sin embargo, no alcanzaban a descifrar las claves de "Mixto". Abatidas, suplicaron a Adolfo que las iluminara. Éste, con trompa erecta y colmillos refulgentes, como su ambición, se expresó en los siguientes términos:

—Mis amadas mentecatas y zafias hormiguitas, de sobra sabía que vuestras cortas luces me obligarían a perder el tiempo en aclaraciones innecesarias. Con la palabra "mixto" proclamo la mezcla de gente diversa que habitamos aquí. Las diferencias son bien patentes. Primera y funda­mental, la que hay entre vosotras, desvalidas sin mi cetro, y yo, potente elefante con una trompa soberbia donde las haya. Y la segunda, entre vosotras mismas: de una parte mis lacayas predilectas, y de otra el resto de necias y mediocres. Cabal acierto, pues, dar a este hogar el nombre de Garito Mixto.

Semejante caudal de pensamiento y expresión no les pasó desapercibi­do. Así que una vez más vitorearon la exquisita personalidad del elefante que el destino les había propiciado. En cuyo reconocimiento, las hormigas, cual dócil y diligente rebaño de egipcios construyendo pirámides, se aprestaron a edificar para él un hermoso y descomunal palacio. Además, en asamblea plenaria y plebiscitaria otorgaron títulos oficiales al egregio y deífico elefante; aunque ya el mero nombre de Adolfo las hacía temblar de amor-odio extremo.

Lo proclamaron Adolfo Único el Bueno. Se trataba del primer Adolfo que las gobernaba, sin embargo prefirieron agregar al nombre la dignidad regia de Único en lugar de Primero, pues deseaban, anhelaban, conservarlo junto a ellas eternamente. Y añadieron Bueno como renombre, dado el vasto y basto derroche de elefantidad desplegado: que si pisotón por aquí, que si berrido por allí, que si un bufido. Incluso en una ocasión, llevado de extremada ternura, orinó en la boca misma del hormiguero, ante lo cual las "amadas mentecatas", que en principio pensaron improvisar refugios para la noche a la espera de que se secaran sus cubículos, enseguida decidieron permanecer en vigilia con cánticos de elogio y lisonjas a Adolfo en agradecimiento por regalo tan inesperado y sorprendente. Cuando el elefante escuchó tal despliegue de aleluyas, rompió en saltos de júbilo tan desmesurados, como su ambición, que las hormigas corrieron ufanas y despavoridas a un tiempo, temerosas de caricias excesivamente cordiales.

 

Un aparatoso entramado de relaciones y normas presidía la conviven­cia en el Garito Mixto, siempre sometido a un principio rector: las ruines intenciones de amor de Adolfo Único el Bueno y las amorosas resignaciones de odio de las hormigas.

Con todo, el régimen comenzó a cuartearse con la llegada de una nueva hormiga. De aspecto y palabras análogas a las de las demás, nada hacía presagiar que el acto de su presentación al elefante se convirtie­ra en detonante de una serie de sucesos conmovedores.

Según el ritual impuesto, el grupo dirigente la condujo a presencia del jefe. Enseguida surgió la sorpresa: aquella hormiga, contra las reglas y usos del hormiguero, tenía nombre. Importunó a Adolfo este incidente y la increpó exigiéndole renuncia a la identidad. Apelaba a la igualdad de sus súbditas:

Igualité, igualité —proclamaba con pretenciosos aires de intelectual—. Nadie se puede oponer al status existente, sería una afrenta para la buena armonía que reina en el hormiguero.

Pero Eloísa, así se llamaba la hormiga, se negó.

Como la paciencia no era virtud que adornara la insuperable egola­tría de Adolfo, enseguida se aplicó a achantarla con estruendoso vocerío de expresiones arrabaleras y soeces zamarreadas por el alocado balanceo de la trompa.

Cuando terminó su sarta de insultos, dilató en un silencio espeso su respiración desquiciada, como su ambición. Largos y anchos minutos de tensión abismada. Eloísa, estupefacta, ojeó el entorno, le había extrañado el berrinche de Adolfo, pero las cabezas gachas de su alrededor la sobrecogieron.

Finalmente tornó la voz de Adolfo, más suave, digna y escueta:

—Apártate de esta honorable reunión. Y medita despacio los daños y correctivos que te acarreará tu osadía.

Una reflexión generalizada pasaba sin filtros a la voz de la masa coral: Eloísa debe recapacitar y retractarse, Adolfo no se merece esto.

Eloísa se retiró cabizbaja hacia el hormiguero. Al poco, hasta la soledad de su rincón alcanzaba el eco de categóricos testimo­nios de exacerbado y servil cariño hacia Adolfo. Nadie hasta ahora había cuestionado la autoridad absoluta de semejante trompa, se imponía un desagravio contundente. Broncas carcajadas del elefante se mezclaban con chanzas de miedo de las hormigas. La fiesta se prolongó hasta muy entrada la madrugada.

El episodio se fue diluyendo día a día. Adolfo, prefirió la fórmula del paso del tiempo para evaporar utopías moles­tas. Con una política bien llevada de presiones propias y del grupo dirigente relegaría al olvido el nombre de la hormiga rebelde.

Las demás, por su parte, temerosas del imprevisible Adolfo, eludían la cercanía de Eloísa, que percibía cada vez más el aislamiento. Su laboriosidad mermaba, realizaba las tareas mecánicamente, los días transcurrían para ella tristes, anodinos, grises.

         

Las palabras de una compañera cuando recolectaban alimentos le devolvieron cierta esperanza:

—Tengo que hablar contigo, lejos del hormiguero, que no nos vean. Ve hacia el río. Espérame junto al hierro donde el hombre ata la cuerda de la barca.

Sorprendida pero escéptica, Eloísa se encaminó al lugar de la cita. Encontró una penumbra desierta. Esperó, esperó. El croar impenitente de una rana la aturdía entre la amargura y el enojo. Se sentía engañada.

Ya había decidido marcharse con su humillación a cuestas, cuando apareció la hormiga:

—Perdona la tardanza, pero la hormiga-elefantita andaba cerca del río con otro grupo de recolectoras. Si nos viera juntas se lo diría a Adolfo y...

—Pues ya me iba, estoy harta de burlas.

—Escucha primero. Aunque no lo creas, muchas estamos contigo. De sobra conocemos las injusticias de Adolfo, pero le tenemos un miedo tremendo. Que ninguna te defendiéramos el otro día no quiere decir que lo hayamos olvidado, mereces nuestro respeto. Yo también tenía mi nombre cuando llegué aquí. Me extrañó que nadie me lo preguntara. Por eso al poco tiempo en una conversación, no recuerdo a santo de qué, pedí a una compañera que me llamara Amelia. Esto llegó a oídos de Adolfo y montó en cólera, clamaba que en el Garito Mixto no había más nombre que el suyo. Y, como contigo, ordenó borrar el mío de las mentes de todas. Pero, créeme, muchas hormigas están al límite de las apariencias. El problema es plantarle cara al elefante, idear un plan en el que la mayoría estemos de acuerdo, y sin riesgo de chivatazos, claro. No sé. Quizás sea demasiado pronto todavía para eso.

Amelia miró al cielo y agregó:

—Es tarde. Tenemos que separarnos. No olvides la solidaridad de muchas compañeras; no estás sola. Ya recibirás la cita para otros encuentros.

Un tímido balbuceo de Eloísa retuvo un momento la despedida:

—Gracias, Amelia, muchas gracias.

—Reconforta sentirte nombrada en esta danza anónima. Adiós, amiga, hasta pronto.

Un cierto optimismo burbujeaba en Eloísa. Durante los días siguientes supo advertir gestos de respeto y aprecio hacia ella. Aunque no de todas, las secuaces de Adolfo continuaban el acoso.

 

Una mañana Eloísa faltó al trabajo por encontrarse enferma. Al punto, la hormiga-elefantita informó a Adolfo, que no tardó en reaccionar ni un segundo. Vomitó una orden rabiosa de entre sus colmillos como una lava, como su ambición:

—Que se incorpore al trabajo inmediatamente. No hay excusa que valga. Y si está enferma, que hubiera pedido permiso antes.

La hormiga-elefantita, mueca de trofeo, se apresuró a cumplir los nobles designios inmisericordes de Adolfo. Pero como la enfermedad apenas permitía caminar a Eloísa, pidió a la embajadora que transmitiera al elefante el mal que la mantenía postrada y el ruego de dispensarla del trabajo hasta curar.

Con hoscas palabras de cariño hacia Eloísa la hormiga-elefantita regresó al gran jefe:

—Amadísimo Adolfo, un nuevo agravio te hace esa bella hormiga asquerosa. Tu benigna orden la ha despachado con estas palabras: Le dices a ese mamón que se meta la trompa en el culo, a ser posible a través de las patas, para que mantenga la boca cerrada y no pueda decir más memeces. Y luego añadió que irá a trabajar cuando le salga de sus santos gametos.

Los colmillos del elefante vibraron en un rugido de rabia desatada. El borboteo de sangre alterada levantó las patas delanteras y las sostuvo en vilo. Seguidamente arrancó con la trompa un árbol de cuajo y lo estrello contra el hormiguero.

—No importa; yo iré a verla; no importa, yo iré —repetía con histéricos espumarajos.

En dos pasos el hormiguero a sus patas. La hormiga-elefantita se lanzó tras él, por nada del mundo se perdería la vehemente escena de odio-amor que intuía inmediata.

Adolfo dio un patadón en la misma entrada del agujero y vociferó:

—Que salga ahora mismo esa hormiga que simula estar enferma. Aquí me tiene si era eso lo que buscaba. Vamos a ver quién tiene los gametos más gordos en el Garito Mixto.

Varias hormigas aparecieron desbocadas con pasos desorientados. Adolfo no les reprendió la ausencia del trabajo a esas horas, la mayoría eran de su camarilla. "La hormiga rebelde, la hormiga rebelde, que no se me escape entre la bullanga de estas ineptas", pensaba obsesio­nado.

Reanudó el pataleo en torno al hormiguero con fuerza de carnaza encabritada, como su ambición.

Acudió Eloísa con paso renqueante y resistió queda a la entrada del hormiguero. Al verla en tal estado, Adolfo dejó de tronar furia. Ella aprovechó para hablarle:

—Señor elefante, apenas me muevo con un poco de energía, por eso os envié el ruego de permanecer en mi rincón. Nunca he pretendido ofende­ros.

El bueno de Adolfo el Bueno, confundido al principio por la flaqueza que advertía, no tardó en recordar el mensaje de la hormiga-elefantita y activó un inefable despliegue de afectos:

—Mentirosa, más que mentirosa, hormiga renacuaja. ¿Qué pretendes de mí? Has faltado al trabajo sin mi permiso, me has ofendido con ordina­rieces, ¡a mí!, ¡tu jefe!, ¡tu señor!; y me quieres engañar con palabras bobaliconas. Esto es insoportable. Jamás una hormiga me creó tantos problemas. Primero aspirabas a igualarte a mí ostentando un nombre desdichado, ¡como si tú gozaras de personalidad propia! Y ahora te aplicas la ley a tu antojo. Y encima te burlas de mí, ¡de mí!, ¡tu jefe!, ¡tu señor!, ...m...m...m...¡tu dueño! No, no lo voy a permitir. Ya veremos cuánto tardo en doblegar tu soberbia. Abandona ahora mismo el hormiguero, pero te alojas por tu cuenta dentro del recinto del Garito Mixto. Y para el trabajo, ni se te ocurra una excusa más; como no vayas, te mando al destierro. Nada más, vil hormiga, retírate de mi vista.

Eloísa se fue alejando de la boca del hormiguero con traspiés de fatiga y angustia. Adolfo la contemplaba impávido, mientras recuperaba su estado normal de semisosiego.

Pero las vejaciones hacia esta desgraciada hormiga no cesaron. El mismo elefante aprovechaba cualquier pretexto para degradarla y difamarla, a grito pelado llegó a tacharla de la más vaga, pérfida y sabandija de todas las hormigas del mundo. Violencia que secundaban las validas y sus redes clientelares. Le soltaban zancadillas al cruzarse con ella ante el beneplácito y regodeo del elefante, le fisgoneaban el trabajo hasta el detalle por si conseguían algún indicio de chivatazo remunerado, hasta le saboteaban con frecuencia el pequeño habitáculo de arena donde dormitaba. En general la marginaban como a una apestada.

 

Eloísa soportaba las ofensas con fortaleza de ánimo; pero una la atemorizaba sobremanera, el fanfarroneo de Adolfo cuando balanceaba una pata y amagaba con aplastarla. Lógicamente ella no sobreviviría a la consumación de esta broma macabra.

Confió su desazón a Amelia e idearon argucias para escapar de tan diabólica cacería. Sobre todo, que Eloísa procurara siempre la cerca­nía de otras hormigas, el elefante rehusaría pisarlas juntas. Y para las horas de soledad en su retiro pensaron hincar una estaca lo más grande que pudieran junto a la entrada del agujerito; así, en el caso de que Adolfo pretendiera pisarla en esos momentos, se pincharía antes y el gruñido de dolor la avisaría para escabullirse.

Decididas, buscaron en el bosque la estaca idónea. Para su traslado y colocación Amelia reclutó un puñado de hormigas leales, que ejecutaron la operación durante dos días de los permitidos para pasear fuera del hormiguero. Con el mayor de los sigilos lograron finalmente dejar la estaca enhiesta como un diminuto obelisco a la entrada del refugio de Eloísa, que respiró alivio, solidaridad y recuerdos de amores a la antigua usanza.

Las precauciones resultaron eficaces. Adolfo disponía de menos ocasiones para acogotar a Eloísa. Normalmente la encontraba en grupo; y si alguna vez la sorprendía sola, ella se apresuraba a buscar compañía.

La estratagema fastidiaba a Adolfo. Hasta que un día no reprimió el bullebulle de su soberbia. Se hallaba Eloísa con otras compañeras, y el elefante ordenó que se alejaran de ella. Obedecieron al instante con el pánico metido en el cuerpo, lo que no impidió que Eloísa, con miedo más fundado, correteara pegada a ellas. Adolfo veía que no lograba su objetivo, pero no arrió prepotencia, y las conminó a que se dispersaran. Sin embargo, Eloísa consiguió mantener carrera junto a una. Con semejante estorbo, levantó la trompa desazonado, vomitó un rugido de despecho y se marchó mascullando insultos.

Y como era de esperar, no se resignó. Aquella misma noche, mientras el hormiguero dormía, acudió al rinconcito de Eloísa y la llamó en voz baja:

—¡Eeeeh!, hormiga estúpida, pavitonta, ahora te tengo a placer. No volverás a abusar de mi bondad escudándote tras seres indefensos. Mi pata pide venganza.

Tales improperios despertaron a Eloísa y se removía turbada. Aun así, detuvo la reacción instintiva de huir. Adolfo se mostraba últimamente muy encrespado con ella y temía lo peor; la única salvación era, por tanto, aguantar arrimada a la estaca.

Asombraba al animal que Eloísa, al contrario de escaramuzas anteriores, permaneciera quieta, nerviosa pero contenida. Varias veces amagó con pisarla, pero sólo conseguía arrancarle un leve temblor. Cada pavoneo inútil acrecentaba la iracundia de la bestia y provocaba virulentas palabras:

—¿De qué inmunidad te consideras revestida, repugnante bichito? ¿O me crees incapaz de ejecutar mis envites? Ah, eso es, desdeñas mi valor. Piensas que lo mío son bravuconadas, ¿eh? Pues estás equivocada, muy equivocada, enana... m… m… decadente. ¡Ahora verás!

Alzó la pata, majestuosa, como su ambición, tensa, como su ambición, la desplomaba como un meteorito cuando la frenó repentinamente antes del final para comprobar y saborear el efecto causado. Pero Eloísa, aunque aterrada, permanecía inmóvil cual reo de mármol. A Adolfo Único el Bueno se le desencadenaron todas las furias de odio-amor; hecho un basilisco, descargó el golpe fatal:

 

Planta de la pata que cae verdugo sobre Eloísa, pero a escasos milímetros de su criminal destino siente la punzada de la estaca, cual sacudida eléctrica. Brinco de retroceso  y un alarido de horror y agonía chirría por entre los colmi­llos trompa arriba, bramido de espanto. Al momento, Eloísa  percibe atónita un hilillo de aire concentra­do, tibio, procedente de la minúscula brecha abierta en la planta de la pata. Adolfo no barrita, expele aullidos terroríficos cual animal herido de muerte. Por fin la estaca se descuelga inerte dando paso a un chorro de aire ronco. Eloísa teme que la arrastre. Pero de pronto, el elefante se eleva en vertiginosas piruetas de imposible trayectoria, como un cohete desmadejado; los rasgos del cuerpo se desgalichan en fofa silueta; ha perdido el ímpetu del grito, cada vez se le escucha más tenue, uáu, uáu, uóu, uó, ú, ú, u, u,...ffff...fff... ff...ff...

 

No tardó en acudir toda la comunidad del hormiguero. Con silencio entumecido pestañeaba absorta cómo esa masa disforme, paracaídas sin rumbo, caía lentamente a tierra y palmo a palmo se posaba en el terreno. Hasta que aquel globo gigante yacía totalmente desinflado, como su ambición. Las hormigas deambulaban sobre él, remiraban aún perplejas cada una de las partes de aquella plancha de pellejos de plástico.

Muchas se concentraron en la mella donde la estaca se había clavado. Allí andaban cavilando sobre lo insólito del hecho, cuando al poco advirtieron que algo se removía en el orificio: a duras penas una hormiga desconocida intentaba zafarse de lo que había sido su coraza durante años. Descubrieron que, sí, era una hormiga como ellas, negra como ellas, con dos antenas y seis patas como ellas, igualita, igualita que ellas, como su ambición.

Y se estremecieron.