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sábado, 18 de agosto de 2012


MIS HORAS CANÓNICAS (II)

LAUDES
(Al amanecer)

         Si canta el gallo y un eco kikirikero se multiplica y expande  por granjas de cafés y souvenirs desde la cresta de la torre Eiffel hasta las quimeras de Notre-Dame, despierto en París. Si relampaguea una moto bramando adrenalina, en mi barrio.
     Del contraste me nacieron ideas luminosas que diluyeron legañas y espabilaron recuerdos de blanco satén que me adormecían, argucias de la paradoja.
     Salta el despertador de la radio y una voz dodecafónica (así me lo parecía) impele, acusa, tironea: huye de la almohada, es de día. Pero los ojos culebrean y sólo un hilillo mortecino se cuela por la persiana. Reniego, cabezadas hacia izquierda y derecha, una y otra vez. Claudico inmóvil, párpados boca arriba, mirada en la oscuridad del tiempo.
     Aoristo, Élisa, desaté. Griego clásico, siempre viene a soliviantar mis plácidos nirvanas, menudos recursos proporcionaba.  Élisa… Sus mejillas chispeaban cuando le cambiaba el aumento por la reduplicación y la trasladaba de tema. Lélika, perfecto, he desatado. Pero sobre todo, si la despojaba del aumento, la dejaba Lisa y llanamente…
        No, no, evocar devociones pretéritas es síntoma de debilidad. Además, la voz de caligrafía radiofónica irrumpe de nuevo.
   Me levanto, enciendo el espejo del baño y me foguean rostros intemporales, deshilvanados. Un bigote negro para sonrisa de tahúr, una ceja levadiza, una barba tempestuosa de lobo marino, el alabeo de una cabellera cobriza, párpados titilando, una sonrisa al óleo y una cara de… ¡coño, ese soy yo!
- ¿Te hago una pregunta imprudente?, de hermano.
- Ya estamos, la clásica preguntita cobardona al espejo. Ni hablar. ¡Joder con la escuela que ha creado la madrastra de Blancanieves! Se me eriza el mercurio cada vez que me venís con vuestros egos traumatizados.
- Pero si es como hermano.
- ¡Venga ya! La sinceridad absoluta es una burda grosería, y yo no sé disimular. ¿Qué esperas?
Odio los espejos respondones. Y huyo hacia el primer café en la cocina. Lo tomo con ansias de olvido. No sé por qué tengo prisa, pero la tengo. Al balcón, me digo, al balcón. Corro a por la bata de seda, de percal, de poliéster, de poliuretano, de qué sé yo. Levanto la persiana, las manos en trance nervioso, y salgo, estampida de dos pasos dos segundos. Me agarro trémulo a la baranda y levanto la mirada. Los ojos, con mesura y prevención, trazan un barrido panorámico.
Un claror azulea por encima de tejados y terrazas y acaricia los gallos de viento de los campanarios. Todavía la luna se resiste a languidecer y aún quedan minúsculas estrellas renuentes. La soledad se despereza y va encendiendo lucecitas por ventanas y balcones. El silencio brujulea entre pasos apresurados y alguna que otra salmodia de motor prudente. Emoción de pulmones henchidos.
Prodigio de equilibrio y armonía. El alma urbana en remanso, pero comienza a despertar. Oremos.


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