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miércoles, 1 de agosto de 2012


MIS HORAS CANÓNICAS (I)

(Según la Wikipedia, las horas canónicas son una división del tiempo empleada durante la Edad Media que seguía el ritmo de los rezos de los religiosos en los monasterios durante las sucesivas partes del día.)

MAITINES
(Medianoche)

        Sí, querido frenesí, he estado hiperestésico podrido, pero ya estoy peor. Me duele desde la cabeza hasta la cabeza, ida y vuelta, por dentro, por fuera y por la intrahistoria. Nada que agradecer, pues, a los santones del horóscopo optimista.
         Así que me sobraban razones para llorar, por todo.
     Recogí una lágrima viva en un tubo de ensayo y me encerré en el laboratorio. Hala, a investigar. El descubrimiento no pudo resultar más revelador:
      Uno. Lanzas de aguerridos soldados pinchaban latas de coca-cola y celofán de cocaína. Valiente puntería.
Dos. Vacas pastaban cebada intravenosa mientras los toros repantigaban atributos en las plazas del lugar.
Tres. En la pantalla apareció el vecino de enfrente conforme se mira de frente proponiéndome siete y pico posibilidades para cubrir de oro una encía vacía.
Cuatro. Un eunuco, vecino también pero de otro bloque, sugería melindres para enardecer la libido de una sonrisa marchita en medio de la insondable oscuridad de un ascensor averiado. Ante notario, con registro de entrada, tasa más o menos.
Sin embargo, mi alma ya había consensuado sus maitines con las tinieblas del bloque, del barrio, de la tierra, del cielo y del más allá de las sombras de la calle de al lado.
Por eso, rompí una botella de champán contra el visor del microscopio, por la simple complacencia de cerciorarme de que aún era capaz de rasgarme una vena de esas que chorrean sangre desde la muñeca a la rodilla pasando por la tetilla izquierda y el ombligo sordo, mudo y ciego.
Pero me distrajo la atención un terremoto, una luz de estrellitas de sonámbulo, un griterío de viejos embastonados, un gorgojeo de esputos y, sobre todo, un derrape de neumáticos, el coche gris había raspado al coche inmaculado. Y la disputa: la pintura para ti, la pintura para mí, pero tú eres un hijo de puta, ¡oh, oh, palabras, palabras!
Dispuesto a todo, hice de sirena de policía, de bomberos, de policía, de bomberos, y se hizo un silencio tenso. Pero después nada.
¡Es que no hubo nada más! Ni el tiempo, ni navajas, ni fuego, ni granizo, ni espanto, ni agobio. Nada quedaba a maitines. Ni un vil cigarrillo. Ni el brujuleo de subir y bajar de los vecinos, ni portazos, ni el sufrido panadero, ni el penitente butanero, ni un jodido cartero que llame ¿cuántas veces? Ni el delicuescente canto de la cigarra esnifando hojas de parra. Ni la madrugada de nada.
Por tanto, levantarse sin solución de continuidad, correr en calzoncillos al bar de guardia en busca del café –bueno, correr, no; sólo apresurarse-, tomarse una cerveza, leer la tele a mitad de pantalla, reposar la cabeza contra la cortinilla del coche y esperar pacientemente al oráculo de Delfos.
Hasta que vuelves tú, mi fiel frenesí. Entonces, contrito y cabreado, entono en el alma, muy dentro, para adentro, o sea, en el interior más profundo, íntimo y recalcitrante, digo, recito, como en el colegio contra la pared, las oraciones que el viento almacena desesperadamente, siempre a punto de reventar, de mandar al carajo, para poder respirar con oxígeno puro no reciclado.

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