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martes, 4 de agosto de 2015

EL PANEGIRISTA (1)

   Mi inclinación por la oratoria atraviesa un momento crucial, prendida del vértigo de un trance, atrapada en un batir de alas retenidas… No sé, apenas acierto a describirla más allá de los apuntes para un poema primerizo y serpentino o medroso o desconfigurado.
   Todo por culpa o mérito de la Mejorana.
   Lo mío no ha sido siempre la oratoria, ni mucho menos. Ni el más mínimo indicio cabe rastrear en mi histórico de pubertad y sucesivas adolescencias, donde me debatía en un retraimiento persistente. Sin embargo, esta dedicación pública ha llegado a absorberme tanto en los últimos tiempos que, paradojas de la vida, cuestionaría fácilmente aquella introversión endémica.
   Además, así al pronto, mi actual estatus de panegirista de cabecera tampoco guarda relación con el trabajo en el que me inicié de jovencito y he consolidado ahora por la primera madurez: artesanía de la madera, o sea, talla, marquetería y derivados. Trayectoria laboral nada ajena al decisivo influjo paterno.
   Pero que nadie se venga a sospechas, claro que estudié y mucho. Y siempre con calificaciones brillantes, en el colegio, en el instituto y en la mismísima universidad (becas y diplomas incluidos). No había asignatura que se me resistiera ni profesor que no rindiera pleitesía a los galopantes avances de mi aprendizaje. En la carpintería cuelgan los títulos de licenciado en Hispánicas, en Historia Moderna y Contemporánea y en Bellas Artes. Los dos primeros lucieron casi simultáneos. El tercero fue algo posterior, cuando ya la profesión heredada me estimulaba hacia horizontes más creativos.
   En realidad, yo estudiaba con ahínco y frenesí porque de esa forma encubría la extrema timidez que me embargaba, el rasgo, cuasi mítico ya, que empantanaba mi carácter, o mi personalidad, o mis horas, o qué sé yo de mi ego. Había descubierto pronto que estudiar me enrocaba frente a un exterior que interpretaba inhóspito y amenazante. Hasta tal punto que cualquier señal sospechosa (y las percibía a menudo) acentuaba mi fervor por el saber. Los estudios me encriptaban y, simultáneamente, las frondas del preciado oficio que mi padre me había inculcado allá por los años de la pubertad.
   Quien no me conozca, a lo mejor resuelve alegremente que me encontraba infectado de misantropía. Pues no, siempre he sido respetuoso con la condición humana. En eso también mi padre ha tenido bastante que ver. Sólo que el paso siguiente se me hacía un abismo. Algún resorte obstruido que no dragaría hasta en las primeras horas de la madurez.
   Aunque lo de la oratoria aún tardaría en aparecer. Del modo más inesperado. Y tras su estela, la reciente irrupción de la Mejorana.
   Habría que precisar, sí. Mi primer contacto con la oratoria fue durante la carrera de Hispánicas, en forma de asignatura optativa. Que se llamaba así, Oratoria. La escogí principalmente por curiosidad, o quién sabe si al calor de alguna célula durmiente. Quizás algún avezado psicólogo vincularía la elección con un recóndito deseo de fumigar aquella timidez mía.
   De todas maneras, mi paso por disciplina tan exótica no acarreó cambios más allá del cultivo de conocimientos. A pesar de la pasión del profesor. Él, siempre con las carótidas en reventón para describir y exaltar las prédicas de Demóstenes, repudiar la farra léxica de fray Gerundio de Campazas, reproducir emocionado y de memoria un discurso de Cánovas, machacar una y otra vez con la estructura argumental del panegírico, o aplicar la lupa a cuantos trabajos de investigación y redacciones de discurso encargaba.
   Ni hablar, no hubo mella entonces. Continué y finalicé mis estudios de Hispánicas (también de Historia) como si tal, sin menguar en las ayudas que prestaba a mi padre en el taller. Tampoco cuando después, como queda dicho, decidí enrolarme en Bellas Artes.
   Y para que la Mejorana se convirtiera en obsesión, aún faltaban estadios.
   Durante aquellos años percibí en mi padre sentimientos encontrados: se debatía entre el orgullo por la portentosa trayectoria de mis estudios y la satisfacción por mis rápidos progresos en el tratamiento de la madera. A duras penas reprimía su ilusión de que el hijo continuara el oficio paterno, igual que su temor a que tanta carrera universitaria diera al traste con sus aspiraciones.
   Mi actitud se esforzaba en no alimentarle suspicacias; pero su fuero interno quizás la identificara más con simulación. Recuerdo cuando le anuncié la intención de estudiar Bellas Artes, que por entonces ya abrigaba él cierta tranquilidad. Ni atisbo de resistencia, pero el silencio en muchos casos es demasiado elocuente.
   No respiró por su deseo hasta el ecuador de estos estudios. Durante las vacaciones de verano, un buen día me propuso que me encargara del taller, que intercambiáramos los papeles, yo lo dirigía y él me ayudaba. Alegó cansancio propio de la edad y otras mentirijillas. Le pedí prórroga, con juramento de que al final de la carrera asumiría la responsabilidad con carácter permanente y perdurable. Sólo concedió una satisfacción a medias, por el recelo a que en el ínterin me sedujera algún canto de sirena, supongo, sobre todo si procedía de la enseñanza. Aunque yo, en honor a la verdad, me imaginaba enfrascado en docencias y se me aturullaba la mente y hasta el reverso de la lengua.
   En realidad, su temido canto de sirena no sucedería hasta años después de materializarse mi leal compromiso. Que no fue canto, ni sirena propiamente dicha, sino la Mejorana sentada en la primera fila de butacas paladeando mi pregón del centenario del barrio, con su minifalda ínfima, sus piernas cruzadas y en este plan.
   Todo comenzó, lo de la oratoria digo, bastante tiempo atrás. Cabría establecer el embrión a partir del traspaso de poderes en la carpintería. Cuando terminé Bellas Artes, a mi padre le faltó tiempo para colocarme al frente. No se desentendió del trabajo, pero sí del negocio como tal. Estos son los clientes y allá te las compongas (no lo dijo así, pero más o menos), tal grado había alcanzado su obsesión por implicarme.
   Acepté sin rechistar, incluso con ilusión y decisiones por mitigar y apagar sus últimas cautelas. Mi primera iniciativa, dotar de una impronta personal al taller, un cocherón antiguo, alto y profundo, con tendencia a lóbrego, que había llegado a propiedad de mi padre por sucesivos avatares hereditarios. Andaba todo bastante desperdigado: tablas, tablones, listones, maderas de múltiples calidades apiladas o entremezcladas; utensilios herrumbrosos malconvivían con otros de reputada modernidad por estantes y paneles; maquinarias inútiles, desfasadas, vetustaban entre otras de última generación.
   De todas formas, huelga decir que de aquel revolutum nada escapaba al control y la memoria inmarcesible de mi padre. Pero yo, que llevaba años padeciendo aquel laberinto, me propuse otra organización, diría que más operativa y habitable.
   Contraté a una cuadrilla de albañiles para ciertos arreglos: ante todo, repellar los muros de aquel túnel del tiempo y abrirle ventanas o ventanales según permitiera su arquitectura. Y, contra pronóstico de mi padre y de algunos entendidillos del vecindario, la estructura resistió. Después se acometió el diseño funcional: dividí todo el espacio en tres zonas. La parte de la entrada, bien amplia, dedicada al trabajo diario. La otra mitad, de techos altos y prometedores, la seccioné en dos plantas. En la de abajo delimité dos compartimentos, uno de maquinas y otro de almacén de materiales, pero también con sus correspondientes subdivisiones tabicadas. Y arriba, una escalera de caracol para subir a la base de operaciones del negocio, la oficina. En ella, la parafernalia más modernizada: estantería de archivos, mesa de despacho, sillón de ejecutivo, teléfono, wifi, ordenador, nevera, sofá para atención a clientes, acreedores y otros visiteos, mesita para tomar algo, etc.
   La reforma no sólo casaba con mis estrategias laborales y comerciales, sino que además colmaba el empeño de mi padre. Ya no le cupo duda, lo mío iba en serio.
   Pero inexplicablemente ninguno de los dos contamos con un obstáculo de envergadura, mi superlativa timidez. Con el primer encargo, el trauma: convencer al cliente de haber captado su propósito de instalar un mueble-vitrina a todo lo largo y alto de un testero de su salón, alabar con mesura su sentido de la estética, explicar el diseño del boceto ideado, argumentar a favor de la calidad de los materiales necesarios y razonar el presupuesto resultante. Ah, y con soltura y solidez; el cliente puede renunciar ante cualquier vacilación o esguince expositivo. Las instrucciones de mi padre me parecieron tan precisas como escarpadas. Me bloqueé, tanto que sin su intervención postrera el mueble-vitrina habría quedado en mesilla de noche.
   Me reproché, me recriminé, me injurié hasta el encono. Y me juramenté, dramático y furibundo, para desterrar la temida timidez que me sojuzgaba. Urgía potente tratamiento de choque. Me apliqué una piqueta psicocoertiva con tal saña y a destajo que en pocos meses fui demoliendo aquel murallón subcutáneo donde hibernaba mi personalidad. Un proceso reactivo uniformemente acelerado que no dejó en pie ni a la neurona de guardia.
   Como primera medida, me afané en punzar mi natural introvertido en conversaciones sobre el oficio, en las que conseguí superar fatigas mil para manejar con cierta fluidez las estrategias paternas. Y desleído por ahí el temple taciturno que me entumecía, amplié el bisturí a la relación con las amistades que hormigueaban al calor del cambio de carácter. De tal manera notaba los efectos beneficiosos en el entorno, que al cabo devine en una especie de líder tertuliano. Qué duda cabe, el poso intelectual de mis sucesivos estudios universitarios aportó lo suyo.
   Si aquella transformación o transfiguración respondía a un clásico de la psicología -adoptar una determinada actitud para encubrir la contraria-, para eso están las apuestas. El caso es que me sentía maravillado de mí mismo, y los demás conmigo.
   Por entonces, cómo atisbar ni remotamente que semejante metamorfosis a la postre resultaría clave para mi dedicación a la oratoria, ni que su retórica travesía me llevara al encuentro -valga el eufemismo- con la Mejorana.
   Tampoco podía imaginar que el camino lo iniciara don Zoílo, el cura de la iglesia del Diezmo (así la llaman sus feligreses, a saber). Un hombre de dimensiones estándar, ojos felinos, voz rozagante y gesto pausado. Vestido de cura, parece cura, sí; pero, de paisano (las más de las veces), da perfil de director de sucursal de banco. Me refiero aquí al camino de la oratoria, no a la senda de mis efluvios hacia la Mejorana.
   No. El cura, como profesional de la escucha entre celosías, experto husmeador de la condición humana y amigo de mis padres, a lo más alcanzaría a intuir mis cuitas amorosas y colaterales. Pero de mi pulsión amorosa socavada, fantasía erótica desbocada y práctica sexual onanista, ni mú; ni en confesión (por razones obvias, la timidez como bandera y disculpa). Así que difícilmente arriesgaría soluciones, y mucho menos vía Mejorana.
   Y sin embargo, todo tiene su encaje.
   La cuestión surgió, lo de la oratoria digo, cuando un buen día don Zoílo me encargó la restauración del retablo del altar mayor. Se presentó en el taller, y con el mismo tono manierista que utiliza en las homilías, cual reflejo del retablo, me rogó encarecidamente aquel trabajo teologal. Lo de teologal es suyo, aseguraba que el dichoso retablo reproducía un compendio alegórico en bajorrelieve de las virtudes teologales. Aunque para mi gusto más bien semejaba el mar bravío de los pecados capitales.
   La parroquia del Diezmo estaba en otro barrio de la capital, pero don Zoílo se había criado en el nuestro, mantenía una relación supuestamente de melancolía con él y de amistad con mis padres. Así que consulté a mi padre, me pidió que aceptara y acepté. Nunca hasta hoy había cuestionado los criterios de mi padre.
   Arrancaba así mi andadura por el intrincado mundo de la restauración lignaria. Los trabajos se prolongaron dos meses. Durante los cuales hubo tiempo además para intercambiar con el cura opiniones y consideraciones sobre la vida social, cultural, etc. De religión, poco. No era don Zoílo muy dado a la pejiguera doctrinal.
   Allí surgió el germen, la predestinación. Avanzadas aquellas conversaciones, al pronto no advertí que el cura adoptaba una suerte de estrategia: cualquier tema que tratáramos le valía para elogiar mi capacidad y soltura expresiva. Se nota tu nivel universitario, apostillaba. Cada vez con más frecuencia.
   Claro que me sentía honrado. Pero ni llegué a sospechar finalidad alguna tras sus aleluyas. Hasta que, concluida la restauración, me desveló sus intenciones. Menuda jugada. Aquello, que ahora lo recuerdo como inaudito, ya entonces me pareció raro.
   Don Zoílo, con el desparpajo que le amparaba su condición sacerdotal, me recomendó-exigió la condonación de la factura que le presenté. Adujo como razones de peso las redichas virtudes teologales que mi pericia acababa de restaurar. Sobre todo la tercera, la caridad. Se explayó con lo del buen cristiano y tal, y remató con la prerrogativa de la iglesia en cuestión, el Diezmo (pero refiriéndose a la totalidad de la factura, conste). Me quedé ojiasombrado, cariperplejo y…y… cuerpiagarrotado todo. Como durante un minuto (un minuto es muchísimo en pasmos de esta índole).
   Al cabo, fue descosiendo el silencio con el tono más confidencial y sugerente que jamás haya percibido (ni con la Mejorana -por extremar el parangón-): la Cofradía de Nuestro Padre Jesús del Madero, con sede canónica en el Diezmo, andaba buscando pregonero para su Solemne Misa Penitencial previa a la Semana Santa. ¿Por qué no tú, hijo?, me arrulló. Aseguró de seguido que no le había pasado inadvertido mi verbo fluido y florido, de cuántos recursos expresivos en mis conversaciones habituales. Pasarán de las musas al teatro -así lo dijo el tío-. No dudaba, mi oratoria, inédita pero enjundiosa, estaría a la altura, y proporcionaría empaque y fuste -sus palabras- a la ceremonia. Y añadió un dato especialmente significativo para él: tratándose de la advocación del Madero, quién con mejores galas que un artesano de la madera para modular el más excelso panegírico de Jesús.
   Panegírico, la clave. La palabra y su concepto invadieron mis cavidades mentales. Aún no me lo explico.
   Todavía, ante mis presumibles reticencias, más que justificadas (ya me la había jugado con el retablo), completó su maniobra envolvente garantizando un generoso estipendio de la Cofradía a mi discurso. En realidad, le endosaba al Madero el pago del Diezmo. ¡Dios!, no recuerdo urdimbre tan jugosa en toda la literatura picaresca.
   Abrumado por el ardid, domesticado por mi ingenuidad, espoleado por la fantasía, impelido quizás por una loca carrera hacia las antípodas de mi timidez, consulté a mi padre, me pidió que aceptara y acepté.
   Por una extraña asociación de ideas, evoqué las voladoras de cadena, aquel artilugio del que apenas bajaba en las ferias de la pubertad. Me sentía como entonces, aquellos momentos en que las voladoras comenzaban a girar abriéndose en abanico. Bullían los nervios, el estómago contraído y la emoción del vértigo. Así se fraguó mi traslación al trópico de la oratoria, latitud de panegírico.
   Faltaban cinco meses. Escarbé por los apuntes de Hispánicas hasta dar con los de Oratoria. Busqué por Internet sin mucha convicción, pero topé con nutrida información sobre técnicas y recursos para esta forma de discurso. También encontré pregones de Semana Santa pronunciados en los últimos cincuenta años a lo largo de la geografía española. A la vez que me documentaba sobre el origen y trayectoria de la Cofradía del Madero mediante su presidente y el cura.
   Recopilación seguida de un trabajo metódico: eje temático y ramificaciones, estructura y vasos comunicantes, apartados y subapartados, cadencias, semicadencias y anticadencias, curvas melódicas, enlaces, músculo y crema expresiva. Boceto, pinta y colorea.
   A los tres meses, primera redacción y ensayos. Grabaciones en audio y vídeo. Siempre encontraba algo que me soliviantaba: ¿pero cómo he podido decir eso? o ¿cómo es posible que me haya salido ese tono desplumado? Análisis provisional: fracasillos, pequeñas frustraciones y el papelón del futuro.
   Pero la insatisfacción inicial no me arredró. En las semanas siguientes no salí ni un día de casa, ni del youtube. Devoré vídeos y vídeos, di con una fauna de oradores y fantasmas tan dispar como disparatada. Personajes de toda índole, insulsos, brillantes, palurdos, emotivos, ilustrados o engolados hasta la soberbia más ridícula. De todos aprendí, creo.
   Luego volví al borrador. Correcciones párrafo a párrafo, en gramática y léxico, inyección de metáforas, ajuste de tonos expresivos. Y sobre todo, embridar la espontaneidad. Escollo de difícil compostura: a veces me prende una idea, la intuyo relacionada con el tema del que hablo, y la suelto sin más, sin mesura, sin tamiz reflexivo. Reliquia de rebeldía, sin duda, contra el pusilánime que fui.
   En los últimos días, cabe imaginar. El discurso definitivamente pergeñado, los nervios en 3D, la timidez a buen recaudo, la osadía cociendo al vapor, más el temor permanente a la frase descontrolada.
   Así llegué al pregón. Aplomo y teatro, elegancia y tono, gravedad y apología. Digno panegírico del obrero de la madera al Señor del Madero. Salvo el derrape de alguna inconveniencia: al comparar el mar bravío del retablo de la iglesia con la madera del Madero. El cura, que presidía sentado a mis espaldas, improvisó tal absceso de tos, que el símil quedó en sajadura de sierra.
   Aunque todavía me pareció más grave cuando enfilé las humillaciones infligidas a Jesús en el Calvario. Obcecado en la bajeza de sus verdugos, mi pensamiento se salió de texto: “…y porque los romanos aún desconocían la melamina, que si no, habrían utilizado ese material tan burdo para crucificarlo”. Un halo de estupor se expandió por la iglesia. Unos segundos durante los cuales perdí el pulso y el párrafo por donde discurría mi pregón. Hasta que de nuevo el cura, desde su sitial en el centro del altar mayor y revestido de pontifical, rompió a hacer palmas, ambiguas, como de cortesía, pero suficientes para inducir las de cofrades y feligresía en general como si de un acto de fe se tratara, el pueblo cristiano asumiendo la doctrina del pastor.
   Con los aplausos recuperé la consciencia, la tranquilidad y la línea exacta del texto por donde iba leyendo.
   Para compensar la metedura de pata, de pata de banco, de banco de carpintero, desplegué énfasis hasta un estremecido colofón en el último clavo del Madero, pero a pie de texto. Del cura al último pecador de la última fila aplaudieron con fruición y ojillos en su punto de lágrima.
   Hubo cena penitencial (entremeses de salmorejo, pincho de tortilla, fritura de bacalao, croquetas de gambas, primero de sopa de marisco, segundo de lubina al horno y postre de pastelitos, bebida a discreción). La plana mayor del Madero acompañada de su capellán, el cura del Diezmo por supuesto, agasajaba de este modo al pregonero. Palabritas, discursitos, felicitaciones y regalos de agradecimiento: diploma enmarcado del evento y edición facsímil de Panegíricos de los Santos de un tal Juan Francisco Senault del siglo XVII. Poco faltó para que vomitara la pregunta que me sobrevino: ¿Coño, este es el estipendio que decía el cura? Al final, despedida de protocolo, palmaditas en la espalda, renovada aspersión de felicitaciones y agradecimientos y felices pascuas.
   Aquella noche, en la soledad de la cama, cuando los vapores etílicos aún lidiaban con el sueño, descubrí que el catecismo económico-especulativo del cura habría fastidiado mis ingresos, pero a cambio había apuntillado mi atávica timidez. Quizás por un vago anhelo, barruntaba que mi vida emprendía nueva ruta.

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