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lunes, 19 de octubre de 2015

EL PANEGIRISTA (y 4)

   He dormido profundamente, como en los mejores años de mi secular timidez. Pero, claro, dormir no resuelve dilemas de envergadura, sólo facilita puntos suspensivos entre corchetes y despertar con mente más fresca.
   Así he amanecido esta mañana, pero con secuencias de los últimos días entremezcladas, vertiginosas, nítidas o nublosas, vocingleras o sigilosas, racheantes o cegadoras, babélicas.
   Desbrozar, urge desbrozar. Aunque me encuentro en el taller, la perspectiva sobrepasa ebanisterías y se desboca hacia estrados y tribunas.
   Como queda dicho, mi inclinación por la oratoria atraviesa un momento crucial, prendida del vértigo de un trance, atrapada en un batir de alas retenidas.
   La Mejorana y la timidez, insólita conjunción astral que amenaza con desconfigurarme el presente y resetear el futuro.
   Y sin embargo, nunca he sido de resolución trascendente. Siempre he rehuido las disyuntivas, la elección radical. Eso del cruce de caminos inexorable me ha parecido una coacción inadmisible, obscena, blanco o negro, arriba o abajo, todo o nada, cara o cruz, etc. Y tampoco es que me atraiga especialmente lo de la tercera vía, esa moneda de nuevo cuño sacada de una almoneda para definir qué. Siempre me ha parecido que la vida y el pensamiento mismo te ofrecen una variada gama de opciones para cualquier decisión, por importante que se muestre.
   ¿Debilidad de carácter? Quizás tampoco me importaría demasiado el reproche. Vale, lo acepto como defecto de personalidad. A lo mejor más que equilibrado soy un equilibrista. Pero ahora, jo, me siento a punto de caer de la cuerda floja, y el problema es que no sé si caeré hacia un lado, hacia otro, si realmente caeré y, lo más importante, si caigo, ¿habrá red o no?
   Me despiertan del todo unos golpecitos en la puerta del taller. Son las ocho y media de la mañana. Pienso: mi padre, a saber con qué intenciones, o el cura dispuesto a mandarme al infierno antes del pecado, o mi madre que no ha podido dormir en toda la noche porque su hijo..., ¡coño, o la Mejorana!, que ayer llamó así con esos golpecitos melosos. Salto del sofá, me atuso con premura y primor, lo que me permiten los nervios, y bajo atropellado a abrir, convencido, pero convencido es poco. Es la Mejorana, seguro, ¡ya voooy!
   Tiro de todos los cerrojos con la fortaleza y la rapidez de la certeza. Abro en un segundo con el brío garboso de una tilde. Y miro, ansia, jadeo frenado en seco.
   Eduvigis Ruiz Manosalvas, la Mejorana, aguardaba tras la puerta. Su imagen, un relampagueo de pupilas. Me hago a un lado, entra con esos pasos, con ese tipo de pasos del que sólo algunas mujeres son capaces. Ya dentro, se vuelve para preguntarme con la mirada y le respondo con gesto intuitivo hacía la escalera que sube al despacho.
   Allí, los dos de pie, frente a frente, peleo contra el absceso de timidez, me socorre una ocurrencia que pretende desdramatizar:
   -Parecemos dos pistoleros a punto de…
   -Déjate de bobadas. Soy de retos, sí. Pero tú…
   Mira en derredor, leve exploración, y se sienta en el sofá, como si confiara a sus mullidos cojines el alivio de una tensión. Ahí soy consciente de mis debilidades o de mis fibras, y creo que ella también, porque mis ojos, inquietos y propensos, aun guarecidos tras los párpados, volarean como despistados hasta recalar incondicionales en los límites de sus muslos cruzados. Momento en que la pierna dominante comienza ese movimiento oscilatorio que tanto bien hizo por mi discurso de la otra noche, sólo que ahora acompasa sus palabras casi como un metrónomo:
   -De lo que te dije ayer -se detiene, pausa de exordio, verificación, mira el reloj-, no hace ni veinticuatro horas, ¿verdad?
   Como no necesito comprobarlo, mantengo la mirada, el tipo y el silencio en la misma dirección. Tampoco ella esperaba respuesta. Y sigue:
   -Te lo puedo repetir ahora con la misma sinceridad, todo, todo, todo -mágica aseveración en escala intensiva que reclama mis ojos hacia los suyos-. En eso no ha habido el más mínimo cambio, te lo puedo jurar por lo más sagrado. Pero no te conté toda la verdad. Y para eso he venido, para que la conozcas completa. Por si más adelante algún mala sangre va y te lo explica de aquella manera… -otra pausa, dramatización espontánea, inspirar, expirar y seguir-. Aquí donde me ves, con esta pose de desenvuelta, con esa familla de triunfadora, inaccesible y casi matahombres, soy una mujer débil, ya te lo he dicho. O mejor, una persona débil, porque eso de cargar siempre las mujeres con el mismo sambenito… ¿O es que tú, por ejemplo, no lo eres?
   Ofensiva tan directa me paraliza momentáneamente el proceso natural de filtrado del cerebro. Pero también me proporciona un asidero de urgencias:
   -Que no soy qué, ¿mujer o débil?
   No, no voy a recrearme en el acierto. Un minuto mágico de distensión, sus risas de caricia, hay que ver cómo eres, y vuelta al proceso:
   -Bueno, ya lo sabes, tengo un problema. Voy a ser clara, el amor. He tenido bastantes novios, quizás demasiados, y no sé si… pero… Cada vez se me hace más difícil diferenciar entre amor, cariño y buitres… A los buitres los calo enseguida, o eso creo; pero últimamente, no sé si por las prisas de la edad, que no para, me cuesta más distinguir entre amor y cariño… Y siento como si…, como si ya me conformara con el cariño…
   De nuevo se detiene, hasta la pierna metrónoma ralentiza. Mis pulmones no daban abasto. Pero ella, otra vez inspiración-expiración, mirada que parece recorrer mundos, confiesa:
   -Tú me has emocionado -pausa de tragar saliva-. Pero desde hace unos meses el cariño y la determinación de otro tampoco me han dejado indiferente. Me halaga, a qué negarlo. Pero creo que sé distinguir, eh, lo mío por él es cariño; y lo suyo, pasión. No cuadra mucho, ¿verdad? Conste que él se la juega, tiene mucho que perder... Y un tío que arriesga tanto por ti…, pues qué quieres que te diga… Este año ha ido a verme a Madrid en plan clandestino por lo menos diez o doce veces. Al principio disimulaba con eso de qué casualidad vernos y tal, pero a la tercera o cuarta… Sería un escándalo tremendo, y le importa, créeme, pero le puede más… Está dispuesto a pedir la dispensa y dejarlo todo para casarse conmigo… Bueno, te voy a decir quién es, don Zoílo.
   Cloc, el interruptor, fundido en negro. Disparo de alarmas, ahhhhh, ahhhh, y ahhhhhhhh….. ¡El cura del Diezmo!
   Recuerdos como lanzallamas, su enigmático acompañar a la Mejorana en la primera fila de mi discurso, y después durante la fiesta su irrupción cuando la Mejorana me situaba en el vértice de su primera caricia, sus Evas, Salomés y Magdalenas de ayer, falso, más que falso, las advertencias de mi padre advertido por el cura, y las que mi madre me tenía guardadas por la misma vía… ¡Hijo de…de…de la viruta! ¡Me teme! ¡Teme que yo…
   Seguramente ella traía previsto el guión, porque tras esos segundos de encefalograma descoyuntado va y activa la corriente con su voz de seda:
   -Pero si tú…
   Y se levanta, y me acerco, nos acercamos, los brazos en ruedo, y besos que superan las comisuras, y las manos enloquecen y desabrochan botones y cremalleras y desnudan, y embebecidos nos vamos reclinando en el sofá, ávidos de caricias, un tornado sin retorno, mientras un pensamiento lábil, vengativo, se me escapa, “por lo menos esta vez sí me cobro el diezmo, cura del timo; de momento el futuro queda por escribir”.
   Luego nos sumergimos en la piel.

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