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miércoles, 30 de abril de 2014

BITÁCORA DE ESTÍO (10)

DÍA DE NAVEGACIÓN Y…


   Repiquetea la alarma del móvil: azulea el alba por el horizonte. Espabilo los ojos y apresuro el cuerpo y los sentidos hacia el balcón del camarote, sin conciencia de pudor, desnudo. De pie, ante la inmensidad de un oleaje esmeralda y rumboso, estiro los miembros, músculos y articulaciones en escorzo sensual. Y tengo que reprimir un ululeo a lo tarzán. Distensión, me siento en la butaca, absorto en esa media naranja alimonada que allá en la lejanía imprecisa emerge mayestática del mar cual numen enigmático. El mundo es un murmullo inútil y la existencia un manjar, el deleite, una inmensa cúpula de silencios provisores, amorosos, sutiles, tornasolados, vivificantes, melancólicos, afables, mansos, fragantes, voluptuosos, gentiles, sinfónicos, cuasiselváticos, periparadisíacos, ambiladinos, esternocleidobarbitúricos… Hasta que unos nudillos discretos llaman a la puerta del camarote y de la vida. Todavía un momento, retener la sensación, pero los nudillos se vuelven insolentes. Me levanto, desperezo el cuerpo y la realidad, ¡pero, coño, si estoy desnudo! Y me pongo en lo peor, o en lo mejor, ¿Cristina ya tan temprano? ¿Y si no es ella? Por si acaso, el albornoz. Abro. Good morning, señor, su desayuno continental. Una bandeja repleta en las diestras manos atezadas del camarero de planta. No me acordaba, lo encargué anoche. Where… poner? En la terraza, por favor. Agradecimiento, “buen gusto” (que aproveche, pretende decir), good-bye y tal. Me instalo ante el desayuno intentando retomar el ejercicio espiritual que antes me embargaba, incluso me despojo del albornoz. Pero ya no es lo mismo, los ojos no consiguen levantar el vuelo por encima de los huevos revueltos y compañía. En verdad, el hambre no mata al espíritu, pero lo condiciona tanto. Así que, entre bocado y bocado, programo un día sin salir del barco. Folleto informativo de la empresa, “Today”, ocio, entretenimientos, tiendas de a bordo, instalaciones, propuestas, sugerencias y todo eso. Después al cuarto de baño, habitual escatología completa y aseo completo. Indumentaria playera, mochililla con el kit de supervivencia (gafas de sol, tabaco, papel, boli y la entrañable seapass) y urgente visita de vasallaje al rincón del fumador.
   Lógico, tan temprano (las 8,30) sólo encuentro una pareja de edad y educación tan imprecisas como la nacionalidad. Porque les he dado los buenos días, el good morning, el bonjour, el buon giorno, el guten tag, y hasta he arriesgado un kalemera, y nada, han permanecido con la misma cara de tabique al sol. Desisto, estarán en su hora de meditación (un crucero propicia estos estados de abundancia reflexiva). O acaso sostienen un cabreo afilado y mudo. O, sin más cavilaciones, son pareja de sordomudos, por qué no. Basta. Reparto la distracción entre el mar, que ya refleja perlitas de sol, la piscina, calma, solitaria y azul, y unos seres extraños, pocos, que a estas horas hacen footing por la cubierta de arriba.
   A punto de apagar el cigarrillo, aparece Cristina, como si aguardara mi presencia agazapada en donde sea. Sola, camiseta de tirantes marinada y blanca minifalda maxicorta, andares decididos, ondulosos, blandiendo un cigarrillo y una sonrisa perversa y lasciva (ya sé que la calificación es clásica, pero es que así al pronto no acerté con otra). Se detuvo a dos centímetros de mí, o a uno. Medida que llevo calculada desde hace tiempo, según la cercanía que percibo del aliento ajeno. Algún mecanismo hay en mí que cuando…, salta el limitador. Por ejemplo, hay gente que tienen un subconsciente inconsciente de aproximación, te hablen de lo que te hablen, y tú (por lo menos yo) procuras retirarte, porque oyes bien y además escuchas, y tampoco es necesario que alguna salivilla interfiera. Pero el hábito, erre que erre. Y muchas veces no son confidencias inextricables, sino simples frasecillas intrascendentes, pongamos por caso, el pantagruélico tapeo de anoche en un bar fuera de circuito.
   Perdón, me he perdido. Sí, Cristina, el centímetro. Duró un instante (el centímetro). Miró en derredor ese instante, como para asegurarse de que la pareja de esfinges sentadas que fumaban al lado no se inmutarían. Ajustó sus pupilas a las mías, el brazo derecho a mi cuello, el izquierdo a mi cintura, sus labios entreabiertos a los míos entredispuestos. Y un torbellino de lenguas. Pulsión, pasión. Mis brazos abrazaron también sin dilación, pero sin orden, con el instinto todavía un poco desprevenido, hasta que el orgullo tocó a rebato y les dio por tomar la iniciativa, y una mano fogosa (creo que la derecha) fue a su culo y presionó hacia sí, quiero decir, hacia mí, y se cebó y se cebó, mientras que la otra prodigaba caricias de fervor y hervor -lo sagrado y lo profano-, y por arriba las bocas ensalivaban al unísono la ceremonia de la confusión. Hasta que en un interludio anheloso ella preguntó anhelante si la iba a violar allí. Y saqué pecho expresivo sin relajar la presión: pordiós, soy un caballero, no sin tu consentimiento, te violaré aquí o donde prefieras. Pausa de vértigo. Miradas tormentosas hacia el entorno sin desenredar el abrazo o lo que fuera aquella filigrana de cuerpos en trance. Los inciertos de al lado, los del footing de arriba y algún que otro mañanero de tumbonas que ya tomaba posiciones junto a la piscina y distraía reojos a nuestro espectáculo. Desconcierto y ansias. En mi camarote, apremió Cristina, audaz y salaz (no sé si por este orden), mi marido seguro que está todavía atiborrándose en el buffet. La decisión, más que morbosa, como para dispersarse en análisis de pros, contras, etc. Ascensor, botón a Cubierta 9. Entre un barullo que subía o bajaba, Cristina y yo con manos entrelazadas de testosterona y premuras, pensé: espectacular que en un crucero un marido te parta la boca. Estas cosas, ya se sabe, si no las cuentas, nunca existieron, ni para ti que las viviste. Casi corríamos por el pasillo sin soltarnos de la mano. Cuando llegamos, topamos con que estaban aseando la habitación. Vamos al mío, propuse, y tiré de su mano sin esperar respuesta. Ascensor otra vez, el barullo también, parecían los mismos de antes que seguían en el ascensor. Cubierta 11. Nueva urgencia por el pasillo. A tres metros del camarote, frenazo. En la puerta hacia guardia el carrito de la limpieza. Llegamos a paso ralentizado. Efectivamente, la puerta abierta y dentro dos empleados en sus quehaceres. Frustración, desaliento y bajada de niveles erótico-pélvicos. Todavía en un postrer intento de revival, les pregunté si terminarían pronto. Acababan de empezar. Sonrisitas y todo lo que quieras, pero acaban de empezar. Y esta gente son concienzudos, eh. Desandamos el pasillo con la libido por la moqueta. Precoito interrupto. Cristina se había quedado sin margen. Tenía que volver al encuentro del marido-buffet (qué lástima, así lo calificó). Sin remedio, nos despedimos, eso sí, con un beso que juramentaba venganza. Un día de navegación da para mucho, incluso para todo.
   Volví al rincón del fumador. Un cigarrillo. ¿Y ahora qué? Momentos de indecisión hasta que recuerdo haber echado en la mochililla el “today” de hoy (valga la redundancia bilingüe). Es mi natural caótico y previsor -previsor por caótico-. Cuando dependo de mí mismo, no queda otra, me impongo una mínima programación como flagelo. Así y todo, con frecuencia abandono la disciplina a las primeras de cambio; aunque no hacia la inactividad, sino hacia el sinfín de alternativas que tientan mi voracidad poliédrica. Claro, a veces con resultado de fenómenos adversos, una parálisis insoportable.
   Así pues, leo. Primero con interés panorámico. Y una deducción inicial: este día de navegación consiste básicamente (ea, ya se me escapó el `básicamente´, ¿cómo escapar de la rabiosa moda léxico-gramatical?) en sucumbir a los reclamos ocio-comerciales del barco. En alta mar no hay escapatoria.
   Un aviso luce con letras de relumbrón (colibrí, 24) al comienzo y al final del today: noche de gala. Noche de gala, me repito, transformando la metáfora primera (la lexicalizada del folleto) en una segunda de voltaje libidinoso. Cristina y yo exudando lujuria por los poros y las sombras disolutas de la transgresión, expuestos sólo al rumor mudo de un oleaje cómplice,… noche de gala. Escanciaremos la madrugada de la piel…
   Irrumpe un grupo de fumadores y mi poema de verso libre y libertino se desvanece. Y vuelvo al folleto. Y decido consentir con la primera propuesta, visitar tiendas.
   El ineflable today reza: “Evento de venta”. ¿Aliteración de corte literario? Pero, claro, luego añaden: “10 dólares”, continuación prosaica del anuncio que lo deja a nivel de mercadillo.
   Consiento, pero en plan observador ligeramente ecuánime. Cubierta 4. Efectivamente, una hilera de tenderetes y percheros, camisetas, sudaderas, chándales, gorras, ropa interior, cada prenda con el logotipo del crucero estratégicamente bordado o pegado o incrustado. Y cruceristas de consumo desaforado de recuerdos, mirando, sopesando, eligiendo por sí mismos o calibrando según los comentarios y las compras de otros. Un chaval se prueba una gorra y pregunta qué tal para llevarla al instituto; el padre, un chándal para el gimnasio; y ya puestos, la madre elige entre risitas un tanga donde el logotipo figura ahí. El hijo descalifica, anda, mamá, déjate de, dónde vas con eso. De pronto, sentí curiosidad malsana, quizás procaz, por conocer la decisión última. Como me encontraba al lado, fingí interés en un rebujo cercano de braguitas, mientras aventuraba una mirada furtiva inciso-erótica hacia la señora, que, a pesar de mi simulación, me la sorprendió. Y una vez descubierto, qué importaba, lo afronté. Y, vaya, ella también. Un fugaz intercambio mudo de mensajes: te quedará excitante (uno), verdad que sí (otra). Como luego advirtió que el marido bizqueaba con pupilas agudas, no necesitó más, sacó del bolso la seapass con decisión impúdica. De lo que no se enteró fue del comentario que me hice a renglón seguido: si Cristina se me desnuda con eso puesto, la mando con el logotipo a otra parte, ¡qué cosa más friki!
   Después, a sugerencia del today subí a la Cubierta 5: “En la Boutique C descubra los hermosos huevos de Fabergé”. Lo reconozco, me llevó allí mi adicción al ecosistema sexual, amén de las carencias que arrastro en cultura suntuaria o suntuosa de clase. Aunque, en realidad, cada vez que patino en algo de esto siempre lo achaco a la mentalidad pequeñoburguesa de los demás, una justificación que aún desconozco de qué me salva. Es mi recurso. En resumidas cuentas, llegué a la tal Boutique C con el ánimo cartilaginoso de evaluar los huevos de un famoso de nombre Fabergé expuestos a la consideración (tamaño, dimensión, turgencia, hinchazón, carga hacia la izquierda o a la derecha) de los visitantes, como quien va al circo a verificar la autenticidad de la mujer barbuda. Bueno, también pensé que podría tratarse de una estatua, de un desnudo de algún adonis de la época clásica (como navegábamos por el Mediterráneo). Pues no. Un cartel en la entrada ya me situaba en sospecha de error: “…colección de San Petesburgo disponibles hoy a bordo de nuestro barco”. Entré. Vitrinas, adosadas o exentas, luces cálidas en su interior alumbrando huevos de oro en posición Colón con incrustaciones de brillantes. Huevos fulgentes, fúlgidos, henchidos, esotéricos, humillantes, achatados o estilizados, embarazados o aflautados, enhiestos todos, a media docena por vitrina. El crucerismo visitante, escaso, se dividía entre el de pose selecta, entendido y visa oro, y el de rostro fascinado a secas. El mío era simplemente analítico, en lo económico siempre he transitado por sueños rampantes.
   Me retiré pronto. Aquello tampoco ofrecía mucha savia para mi áspid crítico, huevos aderezados para luminaria de mueble auxiliar en saloncitos y paisanaje acariciando o acallando las vibraciones de la seapass en el bolsillo. Si acaso, la comparativa que un señor, en pulido castellano, gafas de presbicia colgando de cordoncillo, polo de marca que marca y de ahí para abajo por el estilo, la comparativa, digo, que doctoraba entre el huevo derecho de una vitrina y el izquierdo de la siguiente. Allí, situado en el centro del medio metro que mediaba entre una y otra, cuello para un lado, cuello para el otro, los ojos de avezado espeleólogo, la comparativa, digo, entre las potencias auríferas de uno y otro en función de los haces de luz y destellos según el ángulo con que lo enfoca la iluminación intravitrinal -así lo llamó, eh-, entre la carga reflectante de los brillantes de los huevos, de cada uno, proporcional al número de estas piedrecitas, comparativa, digo, entre la huella dejada por los orfebres de cada uno de sus huevos, comparativa, digo, de todos tales extremos entre los precios que un huevo y otro exhibían de forma vergonzante en sus correspondientes peanas, comparativa, digo, con que enardecía a su pareja, esposa, compañera o amante, o tres en la misma, que exasperada hasta los ovarios, con perdón, le urgía a que decidiera la compra de uno de los dos, cualquiera la haría feliz, aunque bien podría prescindir de la dichosa comparativa, si tanto lo confundía, y mejor los dos, ¿no?
   Justo ahí me retiré. Prefería dejar el final abierto, lo contrario me daba repelús.
   Me dirigí al salón-buffet para el tentempié de media mañana. Al pronto me sorprendió el gentío que trasegaba por él. Parecía el almuerzo en hora punta. Ah, no lo recordaba, día de navegación, no hay salidas de excursiones. Embarcado el pasaje al completo, comer supone un divertimento más para el crucerismo, además de una amortización del capital invertido, el servicio de comedor permanente va incluido en el contrato. Un bandejeo lentorro y curiosón, gama de edades y atuendos, pastorea o se arracima o tristrarea o piscolabea, y escoge o repone o amontona o equilibrea, a pasos cortos o detenidos o desganados o atentos o caderados, y avizora la mesa libre y se lanza a ella cual tierra prometida. Me agobia tanto hervidero para intuir o descubrir gustos y sabores. Me proveo de algo de bollería y un café solo con mucha agua -argucias de la máquina expendedora- una frugalidad con la simple pretensión de aplacar jugos gástricos. Encuentro hueco en una mesa donde dos señoras y un señor de edades provectas, mucho más provectas que la mía, atiborran los carrillos de algo con carne, creo. Engullen casi por turnos, dando la tregua mínima para comentar algo, en alemán. Por lo cual, me considero exento de departir. Termino, ensayo una sonrisa de cortesía a modo de despedida, me pertrecho de un nuevo café solo con mucha agua y salgo hacia el rincón del fumador, al fin, para respirar aire puro. Aunque allí vuelvo a notar los efectos de todos sin salir del barco. Contamos más cruceristas fumadores de lo que parece. El acceso a un cenicero me costó lo mío.
   Después nueva consulta al today y elección: “El arte del vidrio soplado”, Cubierta 15. Allá que fui. Sesiones de una media hora de duración, acceso libre e intermitente; es decir, que podías incorporarte en mitad de la sesión, por ejemplo, y continuar en la siguiente, o abandonar cuando te parezca. Como esas proyecciones que presencias en algunos museos o en centros comerciales, pues así. En este caso, esperé a una nueva sesión. Lo de in media res sólo me gusta en las novelas (y no en todas); pero, para lo demás, prefiero el comienzo natural. Y además, había reconocido a Cristina entre los asistentes de la sesión en curso. A Cristina, a su marido y al resto de sus asiduos. Prudencia, prudencia, me recomendaba algún duendecillo moralista.
   Fin de la sesión. La mayoría se levanta, la salida es por el lado contrario. Mientras, vamos entrando los que esperábamos y ocupamos los asientos vacíos, unas banquetas corridas frente a una especie de habitación abierta con dos hornos industriales al fondo y otros tantos bancos de trabajo delante, unas cajas grandotas y soportes de los que cuelga instrumental de hierro de varios tamaños y diseños. Un chico y una chica provistos de delantal y manoplas para altas temperaturas reinician la enésima sesión: trozo de cristal macizo en punta de lanza entra en un horno, al cabo sale incandescente, otro artilugio le insufla aire, baño de agua, manipulación, recorte con tijeras especiales hasta adquirir forma extravagante, paso al otro horno, nueva rojez. Mientras, otra chica va explicando el proceso a la audiencia. Y dos manos llegan desde mis espaldas y me tapan los ojos, y una voz me musita al oído: derretirse, yo no necesito tantos grados como el vidrio. Incombustible, inconfundible. Tomo las manos sobrevenidas con las mías sin volverme, y las guío a mis labios. Doy todo el calor a los besos. Y su voz, melosa junto al lóbulo de mi oreja: al salir he mirado para atrás y te he visto, les he dicho que, como habíamos llegado tarde, quería ver el comienzo, con mi amiga y cómplice. Enfrente, el vidrio hierve. Pocos minutos después me vuelvo hacia Cristina. Me estampa un beso desatado y urgente en el límite de la audacia, e inmediatamente se levanta, coge de la mano a su amiga y se van, con las clásicas risillas y miradas traviesas. Me quedo sin iniciativa y con el vidrio soplado, como el entendimiento. Pero, así y todo, aguanto hasta el final de la sesión.
   Luego paseo sin rumbo entre cubiertas. El tránsito de cruceristas por pasarelas, pasillos y ascensores es constante, casi agotador. Si te sientas y permaneces en el mismo lugar, pongamos, media hora, pueden pasar por allí unas doscientas personas, de las cuales, veinticinco por lo menos son las mismas (ida, vuelta, reída y revuelta), en los más diversos atuendos y con distintos utensilios, aunque principalmente son vasos, copas, copones y botellas. Añádase un incesante trajín de camareros y personal auxiliar de las piscinas (toalleros, limpiadores, reponedores de algo, etc.) con una estampa representativa de todas las razas.
   Sin embargo, el casino a estas horas, soledad verde de tapetes en reposo, alterada por algún que otro entrechocar metálico que llega del pasillo de las máquinas tragaperras. Me asomo al paso, dos o tres personas de edades frustradas, rostro trabado en el titilar cantarino de la fortuna y dedos picoteando botones. Sigo hacia una exposición de cuadros en venta, que vadeo desdeñoso, indiferente, no sé. Miro la fecha de uno, 2007, y me alejo preguntándome cuántos cruceros llevarán estos cuadros a sus espaldas.
   Una cerveza en la Cubierta 14, por encima de la piscina. Barra de bar con terraza extensión del rincón del fumador. Aquí también se permite. Sentado en un taburete de la barra entretengo la distancia en las largas filas de tumbonas atestadas de cruceristas, cadencias de cuerpos en piel, gama de tonos, escala de dedicación, leen o charlan de una tumbona a otra o extasian los párpados cerrados a los rayos solares, y por pasillos, idas y venidas desparramadas. En la segunda cerveza llega Cristina. Viene sola en su biquini y con esa sonrisa confidencial que se gasta. Y se explica:
   - Lo sabía. Bueno, suponía que estabas aquí. Le he dicho que venía a tomarme una cerveza con un cigarro. Como él no fuma. Te voy a invitar.
   Se acoda en la barra, ondulación de caderas mientras sus ojos observan el culebreo de mis miradas y la caricia de mis silencios. Confirmado el efecto, pide dos cervezas al camarero y vuelve a mí, se acerca, sobrepasa el perímetro de seguridad, centímetro a centímetro, a la vez que bisbisea:
   - Vengo del aquaspá. Aromaterapia de algas. La publicidad del today tiene razón, en parte. Dice que te calienta el espíritu interior, y es verdad, pero el es-pí-ri-tu exterior, por lo menos a mí… ¿Quieres comprobarlo?
   No esperó respuesta. Me tomó una mano para dar fe y la acercó al espíritu de su epidermis. La mano, la mía, que en un principio accedía pasiva, o medio medio, al calor del calor de la aromaterapia que percibía, poco a poco fue liberándose de escrúpulos medioambientales y adoptando un rol activo, cada vez más activo y desinhibido, hasta la tijeretada del camarero con las dos cervezas.
   “Bamboleo, bambolea…”, cantaba abajo en la cubierta de la piscina un latincountry por cuenta ajena.
   Nada es comparable y quizás todo mensurable, pero aventurarse en las circunstancias de cada cual y cadas cuales, establecer parámetros, coordenadas, isobaras, cuasiconjunciones o por ahí, una quimera, otra más. Nos empeñamos en que, del sol abajo -y arriba- , la humanidad discurre por cauces de la misma partícula de dios, número limitado de arquetipos y meandros fruto del big-bang. Y sin embargo, cómo atreverse a integrar en tan fascinante dimensión el universo emocional de dos personas -un hombre y una mujer en este caso (sálvese el orden de prelación)- que comparten la bebida de una cerveza, cada uno la suya por supuesto. Habrá que releer a Epicuro.
   Después Cristina acudió a sus rutinas y yo a almorzar.

1 comentario:

  1. Decía ayer, aunque parece no quedó constancia, por negligencia ignorante o por incorrecta administración manipuladora; hoy vuelvo a la carga [...] Creo recordar decía, algo así, como que a mí me parece que Ricardo S.M. en sus mini relatos, medios, o enteros, da igual, se muestra como exclente esgrimidor de las ideas y los conceptos. Yo, al leerlos, aunque haciendo obligados descansos, debido al recalentamiento neuronal que ya se me produce, debido al chirrrio ocasionado en el tránsito neuronal, por pérdida de lubricante quizás, por años transcurridos. [...] Tambien comentaba, que cuando leo sus relatos, siento como me acaricia, un suave y disimulado viento con carga de perfume poético. Yo, por mi cuenta y libre albedrío, he decidido, estar leyendo, prosa poética y dicen los más de letras que yo, que la prosa poética corresponde al 2º tipo de obras y líricas que existen etc. etc. y que es una variedad de escritura que otorga una grata sensación de libertad.

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