Aquella noche
apenas dormí. “Tenía que hacerlo, tenía que hacerlo”, me conjuraba entre
cabezada y cabezada. Tal grado de convencimiento alcancé, que cuando me planté
por la mañana en la puerta del supermercado, ni reliquia de sueño. Me sentía
más que despejado. Bajo la mirada un tanto recelosa todavía del guardia de
seguridad, en un santiamén, retiré los libros adormecidos de la taquilla, los
metí en el lánguido carrito y me instalé tal cual a la puerta en mi acerado
suelo. Con un ligero apéndice en el escenario, puse el carrito junto al letrero
de “Libros”. Y a esperar alerta, un ojo en la España invertebrada, de la que aún me faltaban sesenta o setenta páginas,
y el otro en mi señuelo. Había más que interiorizado la decisión del pesimismo
regenerador.
Llevaría una
hora o así cuando vi caer el primer libro. Casi lo cogí al vuelo, me levanté
cual víctima de alfilerazo, llamé a su donante con voz queda pero firme, y
hasta que no se volvió con cara de media sorpresa no miré el título del libro, La vieja sirena.
-Perdone, ¿lo
ha leído? -pregunté con gesto bastante indefinible porque nunca lo había
practicado, algo así entre agradecido, reverencial, disponible, expectante,
confidente, qué sé yo.
El hombre, un
señor de edad curtida (en realidad, no me fijé cómo vestía), respondió con
postura escueta y ojos huidizos:
-Sí, pero
hasta la mitad.
-¿Por qué? -atajé
rápido antes de que se escabullera.
Su mirada, tras
un recorrido liviano y frágil por mi estampa, se retiró en pausa hacia la nada
transeúnte, pensaba, pensaba la respuesta, algo de la situación le fallaba y no
se decidía. Pretendí ayudarle:
-Una humilde
opinión, por favor.
Pero, error,
rectifiqué inmediatamente:
-Lo de
humilde, quiero decir, se refiere a mí, no a su opinión.
Resultó
acertadísimo. Menuda sonrisa de comprensión, relajó el cuerpo y la confianza:
-¿Y usted la
ha leído?
-Sí.
-Pues mire, he
aguantado hasta la mitad, y ya es hacerle un favor. Porque este Sampedro se
enreda… No sé si porque le gusta o por estrategia. Pero tú no puedes tener al
lector dispuesto a seguirte como te parezca. Te sacas una sirena de la chistera
y, hala, ya tienes para meter en la novela todo lo que te parezca, dioses,
historias, filosofías, inventos, y eso sí, venga a describir y venga a
describir… Al principio parecía otra cosa, y por eso seguía leyendo, pero… ¡qué
cansancio, por Dios!
-Si me permite,
le voy a dar mi opinión. Quizás lleve usted razón, pero creo que en parte nada
más. De lo que ha leído, su opinión sería más completa si hubiera seguido hasta
el final, ¿no le parece? Aunque después se mantuviera en sus trece. Pero tendría
mucho más fundamento, ¿no? Le propondría que se la quedara y la terminara. Ya
le anuncio que la mitad que le falta es más dinámica, la acción narrativa no se
hace tan pesada, y el argumento tiene sus sorpresas. A lo mejor le compensa. Y
otra cosa, ¿se ha dado cuenta de que es una novela tremendamente sensual?
El hombre no
cabía en sí de estupefacción, supuse que para él no dejaban de ser criterios de
mendigo. Pero no di tregua, le alargué el libro, gesto cálido y oferente, y él,
los párpados en decúbito prono, lo recogió con manos a un tris de párkinson,
pero lo recogió. Todavía le di una salida:
-Siempre me
tendrá aquí para volver a regalármelo cuando termine, igual que si no consigue
terminarlo, pero…
-No, no, lo
terminaré -hablaba con determinación y con ganas de irse-, me ha convencido. Y
le estoy muy agradecido.
Se puso el
libro bajo el sobaco, metió la mano en un bolsillo, sacó la cartera y de ella
un billete de cinco euros.
-Tome, para
sus necesidades.
Recompuso la
figura, intercambiamos sonrisa de gratitud mutua y se alejó, con prisas pero
disimulándolas.
Todavía de
pie, “bieeen -me felicité- mi primer triunfo”, y retomé eufórico el asiento y
la lectura, a la espera de la siguiente merced.
El billete de
cinco euros no lo dejé sobre el paño de “dinero” por cuestión de ética: a los
transeúntes que lo vieran allí, más que limosna podría parecer presunción o sugerencia
de mínimos mendicante.
Al cabo de una
hora aproximada y tres calderillas, dos libros del tirón. Rehíce las premuras
del anterior, pero inútil. El bienhechor, nuca rapada y espaldas adolescentes con
cazadora motera, se alejaba rápido, como liberado de un trauma. Ante la
imposibilidad, atendí a los libros: Lázaro
de Tormes y El conde Lucanor, leí.
Ediciones de bolsillo, tan intactas que bien habrían merecido figurar en
cualquier Feria del Libro Antiguo y de Ocasión.
Los acogí bajo
mi custodia y propiedad con el pesar de un fracasillo, me empañaba un poco la
victoria anterior, y me dio por especular. “Ea, otro más del Lazarillo -recordé-. No sé, no sé, lo de
la enseñanza -me decía-,… estos libros tienen tanto dentro…, si no se leen a
esas edades… Es que lo mío ha sido muy distinto, pero estos chavales… Claro que,
si de primeras, en vez de ir al fondo de la cuestión, les pegas un papirotazo con
el castellano antiguo, pues con qué se quedan, pues eso, con que lo antiguo les
resbala. Y sin embargo, mira por dónde, luego viene un habilidoso, les traduce
en las redes sociales una frase tan antigua, ¡antigua!, de cualquiera de los
dos libros ¡y les parece magnífica! Me da que el sistema de enseñanza lleva un
tiempo desnortado”.
Me estaba
traspapelando. El silogismo me seducía pero no me incumbía, así me lo planteé
para abandonar. Vino en mi socorro un comentario rasposo y cínico:
-Toma, tío,
para el revuelto de huevos con libros, eh -a la vez que al paso caía a mi
izquierda una moneda de veinte céntimos.
“Qué ingenioso
-concedí para mis adentros con la vista errátil hacia el adoquín”.
Poco después,
tres libros más acudían de las manos de una mujer en segunda juventud. Sólo ajusté
un agradecimiento semilelo a media incorporación, que ella respondió con el
ensayo de una sonrisa mientras se alejaba. No es que me faltara tiempo para
retenerla, mi primera intención, no. Me frenó la lectura inmediata de los tres
títulos: Fundamentos de Filosofía de
Bertrand Russell, Me he enamorado de un
hombre separado de autores (hombre y mujer) con nombre de factura inglesa e
Introducción a la acuarela de alguien.
Una ensalada tan indigerible que se me cortó la intención de preguntar. Y eso
que parecía asomar por los hoyuelos de su sonrisa un destello mezcla de promisor
y promiscuo. Me recordó a la nuera de don Fermín. Me miraba igual cuando
visitaba a mi provecto preceptor. Mi natural tímido, junto a la bisoñez en la
erótica práctica que me caracterizaba por entonces, no acertaba a discernir
etiologías. Me dio por fantasear, y por alguna inexplicable asociación de ideas,
comencé a sentirme como Fonchito en su atmósfera de El elogio de la madrastra. Al final tomé una iniciativa, o quizás
fue que la animé a que ella la tomara, no recuerdo bien. El caso es que la
ocasión única terminó en única ocasión: unas caricias apresuradas y audaces
entre pasillos con orgasmos de amanuenses. La postración uniformemente acelerada
de don Fermín no permitió más oportunidades.
Aun me
quedaría otra sorpresa aquella mañana. Un chico recién cumplidos los 18 años
(así me lo dijo), estatura en proceso de espigarse, mofletes grana y mirada
resuelta, depositaba una Enciclopedia
Ilustrada de tres volúmenes respetables. Se detuvo un momento dirigiéndome
un rostro curioso y receptivo. Le agradecí, me preguntó por mi sorprendente
limosneo de libros, le expliqué un interés intelectual y de trabajo de campo, tanteé
los motivos de su dádiva, y me aclaró sin complejos ni reparos:
-Me la regaló
mi abuelo cuando empecé el bachillerato, pero ya no me sirve. En internet hay
mucha más información.
No repliqué,
qué iba a decir, le deseé la mejor suerte en sus estudios y me permití un
ofrecimiento de circunstancias:
-Si me
necesitas ya sabes dónde encontrarme.
Nos dimos la
mano en despedida medio protocolaria medio cordial.
Faltaba
todavía más de una hora para el final de la jornada pedigüeña. Pero hice
recuento de emociones y libros (obvié el dinero, claro) y me sentía más que
servido, y además, advertí que mi carrito de transporte, entre los libros del
día anterior y del presente, probablemente estaría al borde de su capacidad, lo
estaba. Así que eché el cierre antes de lo previsto.
Me encaminé
hacia la pensión con el carrito a rastras, pesaba lo suyo, pero con la
satisfacción espoleando mis músculos. El proyecto de pesimismo activo e interactivo
comenzaba a dar frutos, modesto, sí, pero al menos había conseguido devolver un
libro. Cuestión aparte, que el señor de la edad curtida siguiera mis consejos.
Otra realidad
más prosaica me inquietó cuando descargué lastre bajo la cama de la pensión: “Con
este ritmo en la cosecha de libros, dentro de una semana violentan los límites
de la colcha”. Ya en la entrada el pensionero ejecutivo había alargado unos
ojos preventivos hacia mi cargamento. Convenía, pues, anticiparse a las
consecuencias.
Coyunturas de
todo rango y condición me iban y venían durante el almuerzo. Hasta las natillas
del postre no entreví un remedio, el alquiler de un local donde apilar los
libros. Seguiría con mi quehacer mendicante, solo que pagando un sitio para
ellos. Un fin encomiable sin duda, la literatura a salvo del contenedor de
papeles (en el mejor de los casos, o en el de basura, en el peor).
Pues no sería
la elección definitiva. Enseguida me asaltaron dudas y requisitos. El local, debería
pillarme cerca del supermercado donde ejerzo mi labor o, en todo caso, de la
pensión. Lógico, sólo contaba con mis piernas como medio de desplazamiento. Lo
que en principio cabía justificar como provechoso para el ejercicio físico. Pero,
veamos, si a los tres kilómetros que median entre el supermercado y la pensión añadimos
la distancia al local alquilado, con la posibilidad, por qué no, de dislocación
geográfica, el proyecto adolecía de fibra de mendigo.
De modo que,
primera premisa: el local, o cerca de aquí o de allí, pero no equidistante.
Segunda, encontrarlo en muy pocos días, la pila de libros apremiaba. Y tercera,
fraguar tal historia que el arrendador se fiara del arrendatario, o sea, de mí,
o sea, de mis motivos por el alquiler y de mi solvencia económica.
Tales
restricciones no acobardaron la búsqueda aquella misma tarde por el entorno de
la pensión. Tras sucesivos perímetros de ampliación, descubrí uno que me
pareció idóneo por el cerramiento de su entrada, corredera de chapa metálica similar
a la de un garaje. Cartel de “Se Alquila” con número de teléfono. Sopesé,
llamé, me respondió una voz callosa y tornadiza, pregunté el precio, me pareció
desorbitado, contraoferté, me arguyeron acuerdos de hermanos sobre una herencia,
con escasas posibilidades de avenencia para rebajar por enconos y tal, y con
resolución a dos-tres meses vistas en el mejor de los casos. Renuncié.
A
la mañana siguiente, mis ceremonias a la puerta del supermercado. Y en poco
tiempo, diez o doce libros más, entre los que volvía a colarse Lázaro de Tormes (sesudos sociólogos
tendrán algo que decir al respecto, ¿no?). También, conseguí la interacción con
una jovencita que, gafas retraídas y vacilantes todavía, me entregaba dos
volúmenes de Las mil y una noches. Faltaba
el tercero, no lo había leído todavía. La convencí para que se los quedara
hasta completar la lectura, por si después reconsideraba desprenderse de obra
tan valiosa. Impagable la sonrisa de empatía con que acogió mi propuesta. Y la
que a mí me quedó.
Pintaba bien
el día, pero me urgía dónde dar con mis libros, y otra vez que cancelé la
jornada mendical con antelación.
Ahora orienté
la búsqueda de alquiler en las cercanías del supermercado. Parecía perspectiva
más halagüeña. Pero el problema cambiaba de perfiles, de vicisitudes, de
lógicas. Justo junto al supermercado alquilaban un local. Por supuesto que a
ese no se me ocurrió llamar. Cómo un mendigo puede permitirse alquilar un local
junto a su puesto de trabajo. Cualquiera que me viera entrar en él, le
removería más de una suspicacia. Socialmente incomprensible y, por tanto,
inaceptable. Pensaba en el guardia de seguridad del supermercado y sus favores,
y me reconcomía el pudor. No, no, ése por lo menos, no.
Lo
deduje enseguida: ni ése porque está demasiado cerca, ni los de calles adyacentes.
Había que buscar hacia afuera, en las adyacentes de las adyacentes. Y allá que
me aventuré. Tirando del carrito con los diez o doce libros de más del día, que
tampoco ayudaba. Pero no cejaba.
Dos, descubrí dos. Dos extremos. Uno, propiedad de enrevesado y extenuante trilero: me pagas tanto y descuento por entrega de nosecuantos meses por adelantado pero nada de papeles y si me viene otro te vas aunque puedes superar la oferta, y por ahí. Y el otro, al contrario: papeles, papeles, y venga papeles, y cuando me exigió fotocopia fehaciente (así lo dijo) de la última nómina, lo desbaraté asegurándole que no había problema, que me la certificaría el guardia de seguridad de la puerta del supermercado donde mendigaba. Y se quedó mudo, y yo también, y colgamos el teléfono los dos a la vez.
Dos, descubrí dos. Dos extremos. Uno, propiedad de enrevesado y extenuante trilero: me pagas tanto y descuento por entrega de nosecuantos meses por adelantado pero nada de papeles y si me viene otro te vas aunque puedes superar la oferta, y por ahí. Y el otro, al contrario: papeles, papeles, y venga papeles, y cuando me exigió fotocopia fehaciente (así lo dijo) de la última nómina, lo desbaraté asegurándole que no había problema, que me la certificaría el guardia de seguridad de la puerta del supermercado donde mendigaba. Y se quedó mudo, y yo también, y colgamos el teléfono los dos a la vez.
Y
me fui para la pensión revolviendo dilemas, o como se le quiera llamar a
aquello que puruleaba por mis pensamientos, hostigados por la sombra flamígera
de mi personaje y un acaso de reconversión, o de adaptación. Según. Los medios
y los métodos importaban, en tanto en cuanto, el objetivo era el objetivo.
Por
la tarde, aun con escasa convicción ya, volví de nuevo a peinar los alrededores
de la pensión. Nada, ni siquiera alejándome un poquito más. En honor a la
verdad, sí, un corralón medio derruido de portalón carcomido, indecente para
pósito de literatura.
Pasé toda
aquella noche dormitando paralelepípedos. Al alba una cierta idea comenzaba a
abrirse paso; pero, persona madura como me considero, no convenía precipitarse,
y mucho menos eludir la responsabilidad de mi cotidiano pordioseo. Además, la
naturaleza de esas horas menesterosas permitía sopesar el esbozo. El final de
la España invertebrada tendría que
esperar. Continuaba el descuelgue de libros sobre la parcela asignada, pero
ajenos al ensimismamiento del nuevo propietario. Durante buena parte de la
mañana.
Hasta que la
caída en semicascada de un puñado de libritos de Corín Tellado me despabiló la mirada
hacia arriba. A cualquier observador le chocaría la foto fija: mendigo sentado en
su resignada pobreza frente a la de un hombre de pie, rondaría los cuarenta,
ojillos de recámara, con más que estudiada elegancia de diario y apostura que conjuga
humildad-altivez.
No me levanté,
andaba demasiado enfrascado en mis lucubraciones; pero me avivó la educación por
atender su reclamo, y también un cierto picor inquisitivo:
-¿Usted… -inicié
átono y tardoso mientras ultimaba los términos de la pregunta.
Suficiente.
El señor con más que estudiada elegancia de diario sólo esperaba que le
facilitara un exordio por mínimo que fuera:
-No
es lo que usted cree, se lo aseguro. Odio estos libros -subió dos octavas el
tono, voz tupida-. Son de mi mujer. Y antes de que acaben con mi matrimonio
-otra octava más-, acabo yo con ellos.
Se
detuvo un momento, como para tomar aire. Lo tomó, luego me miró, me pareció
deseoso de seguir pero indeciso. A saber si porque del gesto de mi rostro dedujo
contrariedad o solidaridad o las dos cosas pero sucesivas y a la vez
complementarias -contrariedad por lo de su mujer, y solidaridad con él-. El
caso es que desamarró:
-La amo con
locura, de verdad -aquí bajó a octavas de confidencia-, y ella a mí también.
Pero…
Pausa. Para que lo entendiera su accidental confidente-mendigo, creo que sabía por
dónde seguir pero no cómo. Además, se había inclinado un poco hacia mí y daba
muestras de incomodidad, por la postura en sí y por lo ridículo que pudiera parecer
a las miradas transeúntes.
Algún
zarandeo subcutáneo y la educación me alentaron a ponerme a la altura de las
circunstancias. Lo hice, me levanté, improvisé aire freudiano y le dije
sentencioso:
-Sólo
que se aman con locuras distintas.
El
señor con más que estudiada elegancia de diario reaccionó a mi lógica con tres
espasmos de cejas: sucesivamente, contracción inquisitiva, distensión receptiva
y tensión argumentativa.
-Ahí
está la clave -celebró como si hubiera dado por fin con la fórmula de los
aminoácidos del DRAE-. No hay otra forma mejor de decirlo. Mi mujer -y ya
imparable- ha leído tanto de esta…
No
le salía.
-Hojarasca
-ayudé flemático.
-Eso,
eso -de nuevo, octavas arriba-, hojarasca. Se ha metido en ese mundo de
dulzuras y dulzuras y corazoncitos y postales y frasecitas bonitas y magias y
luceros de noche y de día y de traiciones enormes, también, enormes, porque,
cariño, no podemos defraudar al paraíso del amor, y lánguido, todo muy
lánguido, y lagrimilla va y lagrimilla viene, y qué pena que no me comprendas
pero no importa porque yo te amaré siempre, ven, dame tus manos y bésame. Y yo
voy, le cojo las manos las subo por mis hombros hasta dejarlas detrás de mi
cuello, y bajo las mías a su cintura, beso suave, con prudencia, y ella responde
igual, pero en cuanto me atrevo un poco más con el beso, y con las manos que se
me van a su culo, qué bruto eres, te pierde el animal que llevas dentro… Y ahí -jadeaba
como en la final de una maratón, o de una confesión inconfesable- se acabó
todo.
Yo,
que le seguía agnóstico el hilo, apostillé doctrinal:
-Todo
y nada.
Tardó
un momento en comprender, pero sólo un momento.
-Lleva usted
razón, nada -el desamparo le salió del alma, supuse.
Me sentí
impelido a enjugar su postración, pero mi experiencia amorosa era limitadísima,
por no decir nula. ¿A qué recurrir?, me pregunté. En mi bagaje sólo contaba con
la literatura, ¿serviría para algo?, me preguntaba también. ¡La literatura!,
abracadabra, la literatura al rescate. Y de pronto Don Quijote, inexplicable y
sibilino, cabalgaba por mi horizonte. Y a él me agarré como a asta de pendón:
-Mire,
si Don Quijote perdió la cabeza por sus lecturas; pues, con todos los respetos,
a lo mejor su mujer se encuentra bajo el mismo síndrome.
Me sorprendió
a mí mismo el convencimiento con que me salió, pero el efecto resultó devastador.
El señor con más que estudiada elegancia de diario me respondió con ojos
extenuados y un chapurreo tan deforme como diáfano:
-Sin..dro…
¿Sin… qué? Don Quijote…, mi mujer… No sé de qué me habla.
Pero superó la
confusión, reahormó pundonor e inició
una despedida acorde:
-Muchas
gracias por haberme escuchado.
-Espere,
espere, por favor -me vino una idea, quizás malsana, no sé-. Quiero proponerle
algo.
Se le escapó
una mueca de impaciencia. Hice caso omiso, me acerqué al carrito de los libros,
rebusqué un poco, y saqué Memorias de mis
putas tristes. Miré al libro como pensando, le limpié unas motas de polvo y
se lo ofrecí:
-¿Qué le
parece si le propone esta lectura a su mujer?
Del
trastabilleo de la mano con que lo tomó pasó a ojos de asombro en cuanto vio el
título. Un estupor sin matices. Bueno, sí, un poco interrogativo (poco para lo
que me temía):
-Pero qué…
-¿Lo conoce?,
le estoy ofreciendo un escritor de fama universal, premio Nobel por más señas
-no me costaba organizar la respuesta-. Las lecturas de su mujer están en las
antípodas de este libro, desde luego, pero cuando se vive entre obsesiones y melancolías,
a lo mejor un tratamiento de choque funciona. Igual le cambia el panorama, o mejor,
se lo revoluciona, ¿no le parece?
En mi improvisado rol, sin pestañear, ojos de
precisión, añadí:
-Recuerde lo
que le he dicho del síndrome de Don Quijote.
-¡Muchas
gracias! -parecía salirle de algún alma.
Se giró con
despedida casi de taconazo militar, una sobreactuación que detecté impropia de
él, más consecuencia de su marasmo amoroso-intelectual que de los hábitos
sociales que practicaría. Allá se alejaba el hombre con pasos firmes pero
bufando desvelos, creo. Todavía mis ojos lo acompañaron enternecidos o algo
similar hasta que se mimetizó en las lontananzas del paisanaje.
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