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lunes, 15 de mayo de 2017

LIBROS, DINERO (3)



Aquella noche apenas dormí. “Tenía que hacerlo, tenía que hacerlo”, me conjuraba entre cabezada y cabezada. Tal grado de convencimiento alcancé, que cuando me planté por la mañana en la puerta del supermercado, ni reliquia de sueño. Me sentía más que despejado. Bajo la mirada un tanto recelosa todavía del guardia de seguridad, en un santiamén, retiré los libros adormecidos de la taquilla, los metí en el lánguido carrito y me instalé tal cual a la puerta en mi acerado suelo. Con un ligero apéndice en el escenario, puse el carrito junto al letrero de “Libros”. Y a esperar alerta, un ojo en la España invertebrada, de la que aún me faltaban sesenta o setenta páginas, y el otro en mi señuelo. Había más que interiorizado la decisión del pesimismo regenerador.

Llevaría una hora o así cuando vi caer el primer libro. Casi lo cogí al vuelo, me levanté cual víctima de alfilerazo, llamé a su donante con voz queda pero firme, y hasta que no se volvió con cara de media sorpresa no miré el título del libro, La vieja sirena.

-Perdone, ¿lo ha leído? -pregunté con gesto bastante indefinible porque nunca lo había practicado, algo así entre agradecido, reverencial, disponible, expectante, confidente, qué sé yo.

El hombre, un señor de edad curtida (en realidad, no me fijé cómo vestía), respondió con postura escueta y ojos huidizos:

-Sí, pero hasta la mitad.

-¿Por qué? -atajé rápido antes de que se escabullera.

Su mirada, tras un recorrido liviano y frágil por mi estampa, se retiró en pausa hacia la nada transeúnte, pensaba, pensaba la respuesta, algo de la situación le fallaba y no se decidía. Pretendí ayudarle:

-Una humilde opinión, por favor.

Pero, error, rectifiqué inmediatamente:

-Lo de humilde, quiero decir, se refiere a mí, no a su opinión.

Resultó acertadísimo. Menuda sonrisa de comprensión, relajó el cuerpo y la confianza:

-¿Y usted la ha leído?

-Sí.

-Pues mire, he aguantado hasta la mitad, y ya es hacerle un favor. Porque este Sampedro se enreda… No sé si porque le gusta o por estrategia. Pero tú no puedes tener al lector dispuesto a seguirte como te parezca. Te sacas una sirena de la chistera y, hala, ya tienes para meter en la novela todo lo que te parezca, dioses, historias, filosofías, inventos, y eso sí, venga a describir y venga a describir… Al principio parecía otra cosa, y por eso seguía leyendo, pero… ¡qué cansancio, por Dios!

-Si me permite, le voy a dar mi opinión. Quizás lleve usted razón, pero creo que en parte nada más. De lo que ha leído, su opinión sería más completa si hubiera seguido hasta el final, ¿no le parece? Aunque después se mantuviera en sus trece. Pero tendría mucho más fundamento, ¿no? Le propondría que se la quedara y la terminara. Ya le anuncio que la mitad que le falta es más dinámica, la acción narrativa no se hace tan pesada, y el argumento tiene sus sorpresas. A lo mejor le compensa. Y otra cosa, ¿se ha dado cuenta de que es una novela tremendamente sensual?

El hombre no cabía en sí de estupefacción, supuse que para él no dejaban de ser criterios de mendigo. Pero no di tregua, le alargué el libro, gesto cálido y oferente, y él, los párpados en decúbito prono, lo recogió con manos a un tris de párkinson, pero lo recogió. Todavía le di una salida:

-Siempre me tendrá aquí para volver a regalármelo cuando termine, igual que si no consigue terminarlo, pero…

-No, no, lo terminaré -hablaba con determinación y con ganas de irse-, me ha convencido. Y le estoy muy agradecido.

Se puso el libro bajo el sobaco, metió la mano en un bolsillo, sacó la cartera y de ella un billete de cinco euros.

-Tome, para sus necesidades.

Recompuso la figura, intercambiamos sonrisa de gratitud mutua y se alejó, con prisas pero disimulándolas.

Todavía de pie, “bieeen -me felicité- mi primer triunfo”, y retomé eufórico el asiento y la lectura, a la espera de la siguiente merced.

El billete de cinco euros no lo dejé sobre el paño de “dinero” por cuestión de ética: a los transeúntes que lo vieran allí, más que limosna podría parecer presunción o sugerencia de mínimos mendicante.

Al cabo de una hora aproximada y tres calderillas, dos libros del tirón. Rehíce las premuras del anterior, pero inútil. El bienhechor, nuca rapada y espaldas adolescentes con cazadora motera, se alejaba rápido, como liberado de un trauma. Ante la imposibilidad, atendí a los libros: Lázaro de Tormes y El conde Lucanor, leí. Ediciones de bolsillo, tan intactas que bien habrían merecido figurar en cualquier Feria del Libro Antiguo y de Ocasión.

Los acogí bajo mi custodia y propiedad con el pesar de un fracasillo, me empañaba un poco la victoria anterior, y me dio por especular. “Ea, otro más del Lazarillo -recordé-. No sé, no sé, lo de la enseñanza -me decía-,… estos libros tienen tanto dentro…, si no se leen a esas edades… Es que lo mío ha sido muy distinto, pero estos chavales… Claro que, si de primeras, en vez de ir al fondo de la cuestión, les pegas un papirotazo con el castellano antiguo, pues con qué se quedan, pues eso, con que lo antiguo les resbala. Y sin embargo, mira por dónde, luego viene un habilidoso, les traduce en las redes sociales una frase tan antigua, ¡antigua!, de cualquiera de los dos libros ¡y les parece magnífica! Me da que el sistema de enseñanza lleva un tiempo desnortado”.

Me estaba traspapelando. El silogismo me seducía pero no me incumbía, así me lo planteé para abandonar. Vino en mi socorro un comentario rasposo y cínico:

-Toma, tío, para el revuelto de huevos con libros, eh -a la vez que al paso caía a mi izquierda una moneda de veinte céntimos.

“Qué ingenioso -concedí para mis adentros con la vista errátil hacia el adoquín”.

Poco después, tres libros más acudían de las manos de una mujer en segunda juventud. Sólo ajusté un agradecimiento semilelo a media incorporación, que ella respondió con el ensayo de una sonrisa mientras se alejaba. No es que me faltara tiempo para retenerla, mi primera intención, no. Me frenó la lectura inmediata de los tres títulos: Fundamentos de Filosofía de Bertrand Russell, Me he enamorado de un hombre separado de autores (hombre y mujer) con nombre de factura inglesa e Introducción a la acuarela de alguien. Una ensalada tan indigerible que se me cortó la intención de preguntar. Y eso que parecía asomar por los hoyuelos de su sonrisa un destello mezcla de promisor y promiscuo. Me recordó a la nuera de don Fermín. Me miraba igual cuando visitaba a mi provecto preceptor. Mi natural tímido, junto a la bisoñez en la erótica práctica que me caracterizaba por entonces, no acertaba a discernir etiologías. Me dio por fantasear, y por alguna inexplicable asociación de ideas, comencé a sentirme como Fonchito en su atmósfera de El elogio de la madrastra. Al final tomé una iniciativa, o quizás fue que la animé a que ella la tomara, no recuerdo bien. El caso es que la ocasión única terminó en única ocasión: unas caricias apresuradas y audaces entre pasillos con orgasmos de amanuenses. La postración uniformemente acelerada de don Fermín no permitió más oportunidades.

Aun me quedaría otra sorpresa aquella mañana. Un chico recién cumplidos los 18 años (así me lo dijo), estatura en proceso de espigarse, mofletes grana y mirada resuelta, depositaba una Enciclopedia Ilustrada de tres volúmenes respetables. Se detuvo un momento dirigiéndome un rostro curioso y receptivo. Le agradecí, me preguntó por mi sorprendente limosneo de libros, le expliqué un interés intelectual y de trabajo de campo, tanteé los motivos de su dádiva, y me aclaró sin complejos ni reparos:

-Me la regaló mi abuelo cuando empecé el bachillerato, pero ya no me sirve. En internet hay mucha más información.

No repliqué, qué iba a decir, le deseé la mejor suerte en sus estudios y me permití un ofrecimiento de circunstancias:

-Si me necesitas ya sabes dónde encontrarme.

Nos dimos la mano en despedida medio protocolaria medio cordial.

Faltaba todavía más de una hora para el final de la jornada pedigüeña. Pero hice recuento de emociones y libros (obvié el dinero, claro) y me sentía más que servido, y además, advertí que mi carrito de transporte, entre los libros del día anterior y del presente, probablemente estaría al borde de su capacidad, lo estaba. Así que eché el cierre antes de lo previsto.

Me encaminé hacia la pensión con el carrito a rastras, pesaba lo suyo, pero con la satisfacción espoleando mis músculos. El proyecto de pesimismo activo e interactivo comenzaba a dar frutos, modesto, sí, pero al menos había conseguido devolver un libro. Cuestión aparte, que el señor de la edad curtida siguiera mis consejos.

Otra realidad más prosaica me inquietó cuando descargué lastre bajo la cama de la pensión: “Con este ritmo en la cosecha de libros, dentro de una semana violentan los límites de la colcha”. Ya en la entrada el pensionero ejecutivo había alargado unos ojos preventivos hacia mi cargamento. Convenía, pues, anticiparse a las consecuencias.

Coyunturas de todo rango y condición me iban y venían durante el almuerzo. Hasta las natillas del postre no entreví un remedio, el alquiler de un local donde apilar los libros. Seguiría con mi quehacer mendicante, solo que pagando un sitio para ellos. Un fin encomiable sin duda, la literatura a salvo del contenedor de papeles (en el mejor de los casos, o en el de basura, en el peor).

Pues no sería la elección definitiva. Enseguida me asaltaron dudas y requisitos. El local, debería pillarme cerca del supermercado donde ejerzo mi labor o, en todo caso, de la pensión. Lógico, sólo contaba con mis piernas como medio de desplazamiento. Lo que en principio cabía justificar como provechoso para el ejercicio físico. Pero, veamos, si a los tres kilómetros que median entre el supermercado y la pensión añadimos la distancia al local alquilado, con la posibilidad, por qué no, de dislocación geográfica, el proyecto adolecía de fibra de mendigo.

De modo que, primera premisa: el local, o cerca de aquí o de allí, pero no equidistante. Segunda, encontrarlo en muy pocos días, la pila de libros apremiaba. Y tercera, fraguar tal historia que el arrendador se fiara del arrendatario, o sea, de mí, o sea, de mis motivos por el alquiler y de mi solvencia económica.

       Tales restricciones no acobardaron la búsqueda aquella misma tarde por el entorno de la pensión. Tras sucesivos perímetros de ampliación, descubrí uno que me pareció idóneo por el cerramiento de su entrada, corredera de chapa metálica similar a la de un garaje. Cartel de “Se Alquila” con número de teléfono. Sopesé, llamé, me respondió una voz callosa y tornadiza, pregunté el precio, me pareció desorbitado, contraoferté, me arguyeron acuerdos de hermanos sobre una herencia, con escasas posibilidades de avenencia para rebajar por enconos y tal, y con resolución a dos-tres meses vistas en el mejor de los casos. Renuncié.

    A la mañana siguiente, mis ceremonias a la puerta del supermercado. Y en poco tiempo, diez o doce libros más, entre los que volvía a colarse Lázaro de Tormes (sesudos sociólogos tendrán algo que decir al respecto, ¿no?). También, conseguí la interacción con una jovencita que, gafas retraídas y vacilantes todavía, me entregaba dos volúmenes de Las mil y una noches. Faltaba el tercero, no lo había leído todavía. La convencí para que se los quedara hasta completar la lectura, por si después reconsideraba desprenderse de obra tan valiosa. Impagable la sonrisa de empatía con que acogió mi propuesta. Y la que a mí me quedó.

Pintaba bien el día, pero me urgía dónde dar con mis libros, y otra vez que cancelé la jornada mendical con antelación.

Ahora orienté la búsqueda de alquiler en las cercanías del supermercado. Parecía perspectiva más halagüeña. Pero el problema cambiaba de perfiles, de vicisitudes, de lógicas. Justo junto al supermercado alquilaban un local. Por supuesto que a ese no se me ocurrió llamar. Cómo un mendigo puede permitirse alquilar un local junto a su puesto de trabajo. Cualquiera que me viera entrar en él, le removería más de una suspicacia. Socialmente incomprensible y, por tanto, inaceptable. Pensaba en el guardia de seguridad del supermercado y sus favores, y me reconcomía el pudor. No, no, ése por lo menos, no.

       Lo deduje enseguida: ni ése porque está demasiado cerca, ni los de calles adyacentes. Había que buscar hacia afuera, en las adyacentes de las adyacentes. Y allá que me aventuré. Tirando del carrito con los diez o doce libros de más del día, que tampoco ayudaba. Pero no cejaba.

     Dos, descubrí dos. Dos extremos. Uno, propiedad de enrevesado y extenuante trilero: me pagas tanto y descuento por entrega de nosecuantos meses por adelantado pero nada de papeles y si me viene otro te vas aunque puedes superar la oferta, y por ahí. Y el otro, al contrario: papeles, papeles, y venga papeles, y cuando me exigió fotocopia fehaciente (así lo dijo) de la última nómina, lo desbaraté asegurándole que no había problema, que me la certificaría el guardia de seguridad de la puerta del supermercado donde mendigaba. Y se quedó mudo, y yo también, y colgamos el teléfono los dos a la vez.

    Y me fui para la pensión revolviendo dilemas, o como se le quiera llamar a aquello que puruleaba por mis pensamientos, hostigados por la sombra flamígera de mi personaje y un acaso de reconversión, o de adaptación. Según. Los medios y los métodos importaban, en tanto en cuanto, el objetivo era el objetivo.

     Por la tarde, aun con escasa convicción ya, volví de nuevo a peinar los alrededores de la pensión. Nada, ni siquiera alejándome un poquito más. En honor a la verdad, sí, un corralón medio derruido de portalón carcomido, indecente para pósito de literatura.

Pasé toda aquella noche dormitando paralelepípedos. Al alba una cierta idea comenzaba a abrirse paso; pero, persona madura como me considero, no convenía precipitarse, y mucho menos eludir la responsabilidad de mi cotidiano pordioseo. Además, la naturaleza de esas horas menesterosas permitía sopesar el esbozo. El final de la España invertebrada tendría que esperar. Continuaba el descuelgue de libros sobre la parcela asignada, pero ajenos al ensimismamiento del nuevo propietario. Durante buena parte de la mañana.

Hasta que la caída en semicascada de un puñado de libritos de Corín Tellado me despabiló la mirada hacia arriba. A cualquier observador le chocaría la foto fija: mendigo sentado en su resignada pobreza frente a la de un hombre de pie, rondaría los cuarenta, ojillos de recámara, con más que estudiada elegancia de diario y apostura que conjuga humildad-altivez.

No me levanté, andaba demasiado enfrascado en mis lucubraciones; pero me avivó la educación por atender su reclamo, y también un cierto picor inquisitivo:

-¿Usted… -inicié átono y tardoso mientras ultimaba los términos de la pregunta.

       Suficiente. El señor con más que estudiada elegancia de diario sólo esperaba que le facilitara un exordio por mínimo que fuera:

       -No es lo que usted cree, se lo aseguro. Odio estos libros -subió dos octavas el tono, voz tupida-. Son de mi mujer. Y antes de que acaben con mi matrimonio -otra octava más-, acabo yo con ellos.

       Se detuvo un momento, como para tomar aire. Lo tomó, luego me miró, me pareció deseoso de seguir pero indeciso. A saber si porque del gesto de mi rostro dedujo contrariedad o solidaridad o las dos cosas pero sucesivas y a la vez complementarias -contrariedad por lo de su mujer, y solidaridad con él-. El caso es que desamarró:

-La amo con locura, de verdad -aquí bajó a octavas de confidencia-, y ella a mí también. Pero…

      Pausa. Para que lo entendiera su accidental confidente-mendigo, creo que sabía por dónde seguir pero no cómo. Además, se había inclinado un poco hacia mí y daba muestras de incomodidad, por la postura en sí y por lo ridículo que pudiera parecer a las miradas transeúntes.

     Algún zarandeo subcutáneo y la educación me alentaron a ponerme a la altura de las circunstancias. Lo hice, me levanté, improvisé aire freudiano y le dije sentencioso:

         -Sólo que se aman con locuras distintas.

        El señor con más que estudiada elegancia de diario reaccionó a mi lógica con tres espasmos de cejas: sucesivamente, contracción inquisitiva, distensión receptiva y tensión argumentativa.

        -Ahí está la clave -celebró como si hubiera dado por fin con la fórmula de los aminoácidos del DRAE-. No hay otra forma mejor de decirlo. Mi mujer -y ya imparable- ha leído tanto de esta…

         No le salía.

         -Hojarasca -ayudé flemático.

        -Eso, eso -de nuevo, octavas arriba-, hojarasca. Se ha metido en ese mundo de dulzuras y dulzuras y corazoncitos y postales y frasecitas bonitas y magias y luceros de noche y de día y de traiciones enormes, también, enormes, porque, cariño, no podemos defraudar al paraíso del amor, y lánguido, todo muy lánguido, y lagrimilla va y lagrimilla viene, y qué pena que no me comprendas pero no importa porque yo te amaré siempre, ven, dame tus manos y bésame. Y yo voy, le cojo las manos las subo por mis hombros hasta dejarlas detrás de mi cuello, y bajo las mías a su cintura, beso suave, con prudencia, y ella responde igual, pero en cuanto me atrevo un poco más con el beso, y con las manos que se me van a su culo, qué bruto eres, te pierde el animal que llevas dentro… Y ahí -jadeaba como en la final de una maratón, o de una confesión inconfesable- se acabó todo.

          Yo, que le seguía agnóstico el hilo, apostillé doctrinal:

          -Todo y nada.

          Tardó un momento en comprender, pero sólo un momento.

 -Lleva usted razón, nada -el desamparo le salió del alma, supuse.

Me sentí impelido a enjugar su postración, pero mi experiencia amorosa era limitadísima, por no decir nula. ¿A qué recurrir?, me pregunté. En mi bagaje sólo contaba con la literatura, ¿serviría para algo?, me preguntaba también. ¡La literatura!, abracadabra, la literatura al rescate. Y de pronto Don Quijote, inexplicable y sibilino, cabalgaba por mi horizonte. Y a él me agarré como a asta de pendón:

  -Mire, si Don Quijote perdió la cabeza por sus lecturas; pues, con todos los respetos, a lo mejor su mujer se encuentra bajo el mismo síndrome.

Me sorprendió a mí mismo el convencimiento con que me salió, pero el efecto resultó devastador. El señor con más que estudiada elegancia de diario me respondió con ojos extenuados y un chapurreo tan deforme como diáfano:

-Sin..dro… ¿Sin… qué? Don Quijote…, mi mujer… No sé de qué me habla.

Pero superó la confusión, reahormó pundonor e inició una despedida acorde:

-Muchas gracias por haberme escuchado.

-Espere, espere, por favor -me vino una idea, quizás malsana, no sé-. Quiero proponerle algo.

Se le escapó una mueca de impaciencia. Hice caso omiso, me acerqué al carrito de los libros, rebusqué un poco, y saqué Memorias de mis putas tristes. Miré al libro como pensando, le limpié unas motas de polvo y se lo ofrecí:

-¿Qué le parece si le propone esta lectura a su mujer?

Del trastabilleo de la mano con que lo tomó pasó a ojos de asombro en cuanto vio el título. Un estupor sin matices. Bueno, sí, un poco interrogativo (poco para lo que me temía):

-Pero qué…

-¿Lo conoce?, le estoy ofreciendo un escritor de fama universal, premio Nobel por más señas -no me costaba organizar la respuesta-. Las lecturas de su mujer están en las antípodas de este libro, desde luego, pero cuando se vive entre obsesiones y melancolías, a lo mejor un tratamiento de choque funciona. Igual le cambia el panorama, o mejor, se lo revoluciona, ¿no le parece?

En mi improvisado rol, sin pestañear, ojos de precisión, añadí:
       -Recuerde lo que le he dicho del síndrome de Don Quijote.
       -Sí, sí, claro -respondió dubitativo unos segundos.
       Expresión que trocó a categórica enseguida, a la vez que metía el libro bajo el brazo. Y rehuyó comentario adicional con la consabida fórmula para batirse en retirada:

-¡Muchas gracias! -parecía salirle de algún alma.

Se giró con despedida casi de taconazo militar, una sobreactuación que detecté impropia de él, más consecuencia de su marasmo amoroso-intelectual que de los hábitos sociales que practicaría. Allá se alejaba el hombre con pasos firmes pero bufando desvelos, creo. Todavía mis ojos lo acompañaron enternecidos o algo similar hasta que se mimetizó en las lontananzas del paisanaje.

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