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miércoles, 15 de noviembre de 2017

LIBROS, DINERO (6)




Como no terminaba de perfilar una maniobra definitiva de repliegue (por llamarlo de manera decorosa), los acontecimientos me desbordaron y mis temores se confirmaron. Un mediodía, de vuelta del supermercado al coche, acababa de acomodar en el maletero la cosecha de libros y bregaba en el asiento del conductor con el cambio de galas y atavíos, cuando unos golpecitos en el cristal del copiloto me sobresaltaron, me interrumpieron la transición, dejándome rico de cintura para arriba y pobre de cintura para abajo. Entre el desconcierto y que llovía a despropósitos, apenas acertaba a distinguir quién me violentaba la intimidad. Mi ángulo de visión apreció sucesivamente una falda apaisada en tonos beige, los nudillos de una mano tersa que volvía a repiquetear sobre el cristal con insistencia gallarda pero firme, y finalmente el rostro de la mujer, revelado, cálido y premioso, bajo un paraguas incapaz. La señora de edad elegante.

Abandoné el desajuste de la corbata y atropellé los brazos para abrirle:

        -Vamos, entre. Se va a poner chorreando.

     No lo dudó. En pocos segundos ya ocupaba el asiento del copiloto y nos cruzábamos las primeras miradas analítico-confusas. Intenté despejarme la turbación:

        -¿A dónde la llevo? -pregunté con obligada deferencia.

        -A su casa, si no le importa.

       ¿Me importaba? No era momento para cálculos. Su intrusión en el coche no daba para otra.

     Conduje concentrado en afrontar con aplomo aquella lluvia amazónica bochornosa y traicionera. Me importaba dar la talla, esa talla, ante la compañía de mujer tan… tan… heteróclita (lo que se me ocurrió en ese momento). Firme y neutro ante el mosconeo de sibilas.

La realidad se me vino de bruces a las puertas mismas del chalet. Cuando activé el mando a distancia de la puerta del garaje y a ella se le escapó un vaho de arcoiris:

-¡Pero si vive aquí!

De pronto tomé conciencia de que me acompañaba una mujer de la que sólo conocía su aspecto de edad elegante y algo así como su libro fetiche, Historias de mis putas tristes. En definitiva, una desconocida.

Me siguió del garaje a la vivienda sin que cruzáramos palabra. En el recibidor fue acogida por los libros de poesía, armónicamente repartidos en un cuarteto compuesto por estanterías que enmarcaban un espejo, mesita rococó, zapatero reconvertido en librería y cajonera colgante multifunción. Pudoroso de condición, reprimí volverme a comprobar su impresión. En el salón sí, allí quedé paralizado de mente y cuerpo frente a ella, siguiendo con mirada atónita su barrido visual panorámico y maravillado, los libros de narrativa colonizaban armarios de cristaleras, consolas, aparadores y alguna que otra mesita auxiliar, en orden de biblioteca los más, atildados; pero también había otros hacinados por las esquinas o medio derrengados cual en cola de espera. Se acercó a un aparador y acariciaba unos lomos con complacencia: Madame Bovary, Ana Karenina, Jane Eyre, La señora Dalloway, El diario de Anaïs Nin, Lolita, Naná, Medea, Antígona… Dejó la mano taciturna sobre ellos y me devolvió un semblante pensativo, brumoso. Hice mi particular interpretación y le indiqué que me siguiera, un pasillo hasta el dormitorio de invitados. Volúmenes de ensayo ocupaban las mesitas de noche, un tocador y parte de un armario ropero. Concedió una exploración panóptica, pero la afinó un momento en El segundo sexo de Simone de Beauvoir, que remataba el montón de una banqueta, me pareció una mirada de consanguinidad. De nuevo volvió a mí: qué más, parecía decir. Eso deduje, y me apresuré a responder:

-El resto, la farfolla, está relegada al trastero -lo dije serio, despectivo y absoluto.

Pero ella permanecía en fase indagativo-fantasiosa:

-¿Ya está? -preguntó con esa cadencia de tórtola que ya le conocía-. ¿No hay libros en el dormitorio principal? ¿Libros que se apagan con la lamparita de la cabecera?

-No -respondí más que turbado.

-Supongo que es meterme en intimidades, pero me gustaría comprobarlo. ¿Sería demasiado?

¿Cómo negarme?, ¿ni para qué? Aquella mujer de edad elegante, melódica, entrometida, sugestiva, singular, que había calado mi laberinto, y sin reproche luego había arrullado con la yema de sus dedos el calor de las heroínas literarias de mi salón, lo merecía. Abrí el brazo izquierdo para indicar la dirección remedando seguridad. Metros de pasillo más allá, el destino. Abrí la puerta, le cedí el paso. Entró. Con los mismos pasos de arpa se situó en el centro de la habitación. Otra vez ese mirar inquisitivo y fascinado a cámara lenta en derredor, el cuerpo girando en pausas, hasta que se detuvo en mí, ante mí, unos segundos larguísimos de observación:

-Siempre lo sospeché -dijo con voz acuosa y de retén-. No cuadraba, tú no podías ser un pobre cualquiera.

Se me erizó el estupor, sin encomendarse a nadie, me tuteaba.

Menudencias que superó en la secuencia siguiente:

-Ya no tienes que fingir -ahora la voz matizó a fragancia-, estás en tu casa y con la única persona que te ha desenmascarado. Ya puedes quitarte la mitad de mendigo que te queda.

Ipso facto recordé que en el coche ella me había interrumpido a medio reverso. Me miré hacia abajo estupefacto, atrapado en la evidencia. No sé si me delataba más la parte de arriba (chaqueta de corte ejecutivo, camisa y corbata de seda) que la de abajo (vaqueros lacios y zapatones raídos), o el ominoso contraste. Elevé los ojos hacia sus palabras inerme y boquiabsorto.

Y de nuevo sin encomendarse a nadie, vino hacia mí decidida y lúbrica de ojos a manos:

-Yo te ayudaré -dijo con un tono trabado en la garganta.

 Mi conciencia literaria se puso en lo peor, me horrorizaba terminar como Masoch con la Von Pistor. Atisbé así otra manifestación, inédita esta, de mi pesimismo netamente activo-interactivo.

Décimas de segundos cruciales pero inservibles, para entonces mis pantalones y calzoncillos ya habían caído hasta los cordones de los zapatos y pugnaban en grupo por escapar de la lujuria que se avecinaba. A ellos se unieron en la huida faldas y chaquetas, corbatas, camisas, sujetadores y, la joya de la corona, tanguita de media samba. A partir de ahí todo se desmadejó en una sinfonía erótica polivalente, serigrafiada, manupremiosa, linguoreptante, interfrenética, biorgásmica.

Al cabo, con las ondas de la placidez llegaron las primeras confidencias, las de la exculpación. En mi caso fue fácil: si ella me había descubierto la falsía mendicante, ¿a qué negar que era mi primera vez de sexo compartido y total? Y eso que desde los primeros lances se me agudizó un hilo conductor hirviente entre mis lecturas de literatura erótica y su puesta en práctica. Desde el imprescindible Kamasutra hasta Diario de una ninfómana,  pasando por el Decamerón, Trópico de cáncer, Emmanuelle y otros más recientes que omito por temor al celo editorial de sus autores. Fogonazos de la memoria literaria que me estimularon la testosterona a nivel de libros de autoayuda.
   
Le sorprendió la confesión, claro; pero no por mis destrezas en las artes forniamorosas que, supongo, descontaba como de prácticas de becario, sino porque no cuadraban con la edad de la piel que había honrado.

-Así que me he tirado a un virgo cincuentón -concluyó retozona antes de abrir la espita de sus traumas.

Empezó por el final, parecía urgirle una explicación, o acaso liberar algún secreto. En el preámbulo, su satisfacción de que la farfolla de libros, como yo la había llamado, la hubiera confinado en el trastero. Y enseguida aderezó por mi cuerpo una caricia lasciva a la par que renegaba de Corín Tellado, mensaje explícito con el que rubricaba una verdad: nunca había leído una línea de esos libros. Por más que su marido, fanático del romanticismo licuado, le insistiera allá por los preludios de la convivencia matrimonial. Me aseguraba que durante el noviazgo, unos tres años, él le había ocultado que libaba en ese formato amoroso. Pero ella, lectora de tradición y carácter, entabló entonces una férrea lucha para subvertir las querencias del marido. Memorias de mis putas tristes no resultaría más que un intento a la desesperada.

Ahí comprendí la mano leal a sus principios, deslizada antes por los libros de sus heroínas literarias y ahora por mis reflujos erógenos. Me iluminaba alguna que otra conclusión. Primero, yo había jugado al engaño con el tal matrimonio de donantes (con los demás también, pero ahora no venía al caso), como ellos conmigo. Es decir, yo era un falso mendigo, vale, aunque con flecos ilustrados, eso sí, que aconsejaba o proporcionaba lecturas según las pistas de mis redentores, de los cuales, además, no tenía motivos para dudar. Segundo, el destino trufado de mis libros a ese matrimonio: se los intercambiaban sin más a mis cándidas espaldas. Y tercero, el marido apuntaba a artífice del naufragio matrimonial.

Retazos de vida, livianos unos, espinosos otros, prolongaron la sobrecama hasta aquel atardecer turbio y pardo.

Pero en proyectos para el día después fuimos parcos o prudentes o retraídos. Aunque sí que mi vis inquieta le desveló uno para el corto plazo: desprenderme del ejército de libros que me allanaba la vivienda, aunque no de cualquier modo, sino mediante donación a receptor honorable y competente. Le expuse las preferencias que barajaba y le pedí consejo. Quién mejor para orientarme, ella era de allí, y por lo poco que había traslucido, conocía los quiénes y los dóndes. Tampoco me defraudó en esto, comprometió su ayuda al despedirnos, en la puerta misma del chalet, antes de subir al taxi que la devolvería al seno de su sociedad, a pesar de las sombras que le emburujaban la frente.

Lógica su maraña de presagios. Después de haber apilado libros y libros, le parecería poco convincente regalarlos ahora por cuestiones de espacio en la vivienda. Y tampoco aportaba mayor consistencia la orientación filantrópica que añadí a vuelapluma. Más cabía interpretarse como lo que era en realidad, mi primer paso para abandonar al personaje que interpretaba, y tras él, la ciudad en la que había interactuado. Seguramente ella, perspicaz, lo adivinaría desde mis primeras frases, por más que alimentara otras ilusiones.


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