Como no
terminaba de perfilar una maniobra definitiva de repliegue (por llamarlo de
manera decorosa), los acontecimientos me desbordaron y mis temores se
confirmaron. Un mediodía, de vuelta del supermercado al coche, acababa de acomodar
en el maletero la cosecha de libros y bregaba en el asiento del conductor con
el cambio de galas y atavíos, cuando unos golpecitos en el cristal del copiloto
me sobresaltaron, me interrumpieron la transición, dejándome rico de cintura
para arriba y pobre de cintura para abajo. Entre el desconcierto y que llovía a
despropósitos, apenas acertaba a distinguir quién me violentaba la intimidad.
Mi ángulo de visión apreció sucesivamente una falda apaisada en tonos beige,
los nudillos de una mano tersa que volvía a repiquetear sobre el cristal con
insistencia gallarda pero firme, y finalmente el rostro de la mujer, revelado,
cálido y premioso, bajo un paraguas incapaz. La señora de edad elegante.
Abandoné el
desajuste de la corbata y atropellé los brazos para abrirle:
-Vamos,
entre. Se va a poner chorreando.
No
lo dudó. En pocos segundos ya ocupaba el asiento del copiloto y nos cruzábamos
las primeras miradas analítico-confusas. Intenté despejarme la turbación:
-¿A
dónde la llevo? -pregunté con obligada deferencia.
-A
su casa, si no le importa.
¿Me
importaba? No era momento para cálculos. Su intrusión en el coche no daba para
otra.
Conduje
concentrado en afrontar con aplomo aquella lluvia amazónica bochornosa y
traicionera. Me importaba dar la talla, esa talla, ante la compañía de mujer
tan… tan… heteróclita (lo que se me ocurrió en ese momento). Firme y neutro
ante el mosconeo de sibilas.
La realidad se
me vino de bruces a las puertas mismas del chalet. Cuando activé el mando a
distancia de la puerta del garaje y a ella se le escapó un vaho de arcoiris:
-¡Pero si vive
aquí!
De pronto tomé conciencia de que me acompañaba
una mujer de la que sólo conocía su aspecto de edad elegante y algo así como su
libro fetiche, Historias de mis putas
tristes. En definitiva, una desconocida.
Me siguió del
garaje a la vivienda sin que cruzáramos palabra. En el recibidor fue acogida
por los libros de poesía, armónicamente repartidos en un cuarteto compuesto por
estanterías que enmarcaban un espejo, mesita rococó, zapatero reconvertido en
librería y cajonera colgante multifunción. Pudoroso de condición, reprimí
volverme a comprobar su impresión. En el salón sí, allí quedé paralizado de
mente y cuerpo frente a ella, siguiendo con mirada atónita su barrido visual panorámico
y maravillado, los libros de narrativa colonizaban armarios de cristaleras,
consolas, aparadores y alguna que otra mesita auxiliar, en orden de biblioteca
los más, atildados; pero también había otros hacinados por las esquinas o medio
derrengados cual en cola de espera. Se acercó a un aparador y acariciaba unos
lomos con complacencia: Madame Bovary, Ana Karenina, Jane Eyre, La señora Dalloway, El
diario de Anaïs Nin, Lolita, Naná, Medea, Antígona… Dejó la
mano taciturna sobre ellos y me devolvió un semblante pensativo, brumoso. Hice
mi particular interpretación y le indiqué que me siguiera, un pasillo hasta el
dormitorio de invitados. Volúmenes de ensayo ocupaban las mesitas de noche, un
tocador y parte de un armario ropero. Concedió una exploración panóptica, pero
la afinó un momento en El segundo sexo
de Simone de Beauvoir, que remataba el montón de una banqueta, me pareció una
mirada de consanguinidad. De nuevo volvió a mí: qué más, parecía decir. Eso
deduje, y me apresuré a responder:
-El resto, la farfolla, está relegada al
trastero -lo dije serio, despectivo y absoluto.
Pero ella permanecía en fase
indagativo-fantasiosa:
-¿Ya está? -preguntó con esa cadencia de
tórtola que ya le conocía-. ¿No hay libros en el dormitorio principal? ¿Libros
que se apagan con la lamparita de la cabecera?
-No -respondí más que turbado.
-Supongo que es meterme en intimidades, pero
me gustaría comprobarlo. ¿Sería demasiado?
¿Cómo
negarme?, ¿ni para qué? Aquella mujer de edad elegante, melódica, entrometida,
sugestiva, singular, que había calado mi laberinto, y sin reproche luego había
arrullado con la yema de sus dedos el calor de las heroínas literarias de mi
salón, lo merecía. Abrí el brazo izquierdo para indicar la dirección remedando
seguridad. Metros de pasillo más allá, el destino. Abrí la puerta, le cedí el
paso. Entró. Con los mismos pasos de arpa se situó en el centro de la
habitación. Otra vez ese mirar inquisitivo y fascinado a cámara lenta en
derredor, el cuerpo girando en pausas, hasta que se detuvo en mí, ante mí, unos
segundos larguísimos de observación:
-Siempre lo
sospeché -dijo con voz acuosa y de retén-. No cuadraba, tú no podías ser un
pobre cualquiera.
Se me erizó el
estupor, sin encomendarse a nadie, me tuteaba.
Menudencias que superó en la
secuencia siguiente:
-Ya no tienes
que fingir -ahora la voz matizó a fragancia-, estás en tu casa y con la única
persona que te ha desenmascarado. Ya puedes quitarte la mitad de mendigo que te
queda.
Ipso facto
recordé que en el coche ella me había interrumpido a medio reverso. Me miré
hacia abajo estupefacto, atrapado en la evidencia. No sé si me delataba más la
parte de arriba (chaqueta de corte ejecutivo, camisa y corbata de seda) que la
de abajo (vaqueros lacios y zapatones raídos), o el ominoso contraste. Elevé
los ojos hacia sus palabras inerme y boquiabsorto.
Y de nuevo sin
encomendarse a nadie, vino hacia mí decidida y lúbrica de ojos a manos:
-Yo te ayudaré
-dijo con un tono trabado en la garganta.
Mi conciencia literaria se puso en lo peor, me
horrorizaba terminar como Masoch con la Von Pistor. Atisbé así otra
manifestación, inédita esta, de mi pesimismo netamente activo-interactivo.
Décimas de
segundos cruciales pero inservibles, para entonces mis pantalones y
calzoncillos ya habían caído hasta los cordones de los zapatos y pugnaban en
grupo por escapar de la lujuria que se avecinaba. A ellos se unieron en la
huida faldas y chaquetas, corbatas, camisas, sujetadores y, la joya de la
corona, tanguita de media samba. A partir de ahí todo se desmadejó en una
sinfonía erótica polivalente, serigrafiada, manupremiosa, linguoreptante,
interfrenética, biorgásmica.
Al cabo, con
las ondas de la placidez llegaron las primeras confidencias, las de la
exculpación. En mi caso fue fácil: si ella me había descubierto la falsía
mendicante, ¿a qué negar que era mi primera vez de sexo compartido y total? Y
eso que desde los primeros lances se me agudizó un hilo conductor hirviente
entre mis lecturas de literatura erótica y su puesta en práctica. Desde el
imprescindible Kamasutra hasta Diario de una ninfómana, pasando por el Decamerón, Trópico de cáncer,
Emmanuelle y otros más recientes que
omito por temor al celo editorial de sus autores. Fogonazos de la memoria
literaria que me estimularon la testosterona a nivel de libros de autoayuda.
Le sorprendió
la confesión, claro; pero no por mis destrezas en las artes forniamorosas que,
supongo, descontaba como de prácticas de becario, sino porque no cuadraban con
la edad de la piel que había honrado.
-Así que me he
tirado a un virgo cincuentón -concluyó retozona antes de abrir la espita de sus
traumas.
Empezó por el
final, parecía urgirle una explicación, o acaso liberar algún secreto. En el
preámbulo, su satisfacción de que la farfolla de libros, como yo la había
llamado, la hubiera confinado en el trastero. Y enseguida aderezó por mi cuerpo
una caricia lasciva a la par que renegaba de Corín Tellado, mensaje explícito
con el que rubricaba una verdad: nunca había leído una línea de esos libros.
Por más que su marido, fanático del romanticismo licuado, le insistiera allá
por los preludios de la convivencia matrimonial. Me aseguraba que durante el
noviazgo, unos tres años, él le había ocultado que libaba en ese formato
amoroso. Pero ella, lectora de tradición y carácter, entabló entonces una
férrea lucha para subvertir las querencias del marido. Memorias de mis putas tristes no resultaría más que un intento a la
desesperada.
Ahí comprendí la mano leal a sus principios, deslizada antes por
los libros de sus heroínas literarias y ahora por mis reflujos erógenos. Me
iluminaba alguna que otra conclusión. Primero, yo había jugado al engaño con el
tal matrimonio de donantes (con los demás también, pero ahora no venía al
caso), como ellos conmigo. Es decir, yo era un falso mendigo, vale, aunque con
flecos ilustrados, eso sí, que aconsejaba o proporcionaba lecturas según las
pistas de mis redentores, de los cuales, además, no tenía motivos para dudar.
Segundo, el destino trufado de mis libros a ese matrimonio: se los
intercambiaban sin más a mis cándidas espaldas. Y tercero, el marido apuntaba a
artífice del naufragio matrimonial.
Retazos de
vida, livianos unos, espinosos otros, prolongaron la sobrecama hasta aquel
atardecer turbio y pardo.
Pero en
proyectos para el día después fuimos parcos o prudentes o retraídos. Aunque sí
que mi vis inquieta le desveló uno para el corto plazo: desprenderme del
ejército de libros que me allanaba la vivienda, aunque no de cualquier modo,
sino mediante donación a receptor honorable y competente. Le expuse las
preferencias que barajaba y le pedí consejo. Quién mejor para orientarme, ella
era de allí, y por lo poco que había traslucido, conocía los quiénes y los
dóndes. Tampoco me defraudó en esto, comprometió su ayuda al despedirnos, en la
puerta misma del chalet, antes de subir al taxi que la devolvería al seno de su
sociedad, a pesar de las sombras que le emburujaban la frente.
Lógica su
maraña de presagios. Después de haber apilado libros y libros, le parecería
poco convincente regalarlos ahora por cuestiones de espacio en la vivienda. Y
tampoco aportaba mayor consistencia la orientación filantrópica que añadí a
vuelapluma. Más cabía interpretarse como lo que era en realidad, mi primer paso
para abandonar al personaje que interpretaba, y tras él, la ciudad en la que había
interactuado. Seguramente ella, perspicaz, lo adivinaría desde mis primeras
frases, por más que alimentara otras ilusiones.
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