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sábado, 28 de septiembre de 2013

BITÁCORA DE ESTÍO (5)

BUFÉ, EMERGENCIA Y EL BAILE DEL BARCO

El salón del bufé era un sinfín ávido y ferviente, de babor a estribor y tres cuartos de popa –calculo yo.
Tras varias zozobras e intentos fallidos, conseguí instalarme en el único asiento libre de una mesa para seis. No soy muy dado a compartir mantel con desconocidos, la verdad; pero la situación no se prestaba a remilgos. Y los otros cinco tampoco parecían un dechado de cordialidad, ni entre ellos, ni en conjunto. Si acaso, alguna pareja intercambiaba bisbiseos cifrados.
Tenía hambre, pura y llana, pero el apetito no me impidió entretener la mirada. Me encontraba frente al vomitorio de entrada. Una jovencita, atuendo de cocinera, gesto candoroso, sostenía entre sus manos un dispensador de gel acuoso, que ofrecía solícita a las manos de cuantos seguían acudiendo a saciar las primeras y primarias emociones. La chica casi se interponía en el camino, de manera tan sutil y ajustada que en cierto modo regulaba el acceso. Esa fórmula, intencionada o no, de acompasar y canalizar el tráfico, me proporcionó tal análisis que ríase usted de los estudios sobre Pilatos y su pantomima.
Lavarse las manos y, sobre todo, la forma de enjugárselas arriesga acto tan espontáneo que delata el estado emocional.
Me puso sobre aviso la imagen de un señor que rondaría los cincuenta años. En realidad, había reclamado mi atención por su vestimenta hawaiana, pero enseguida puse el foco en cómo se enjugaba el gel de las manos mientras avanzaba. Un revoltijo de dedos acelerados que se enzarzaban entre ellos con arrebato de gresca. Me perdí el final, el boscaje lo absorbió tres pasos más allá.
Con un regusto de insatisfacción y curiosidad seguramente malsana, volví a la aduana del gel. Prescindí ya de sexos y vestiduras. Qué importaba si fuera hombre o mujer, mayor, menor, intermedio o intemporal, vistiera acorde, a la moda o al gusto. Lo relevante radicaba en las manos, en su interacción con el vértice anímico del individuo concreto, gel de dispensador mediante.
No me defraudó el instinto.
Una secuencia tras otra, vi pasar manos que se frotaban vivarachas, o reptaban entre sí supurando sensualidad, o se repasaban inquietas en un pálpito de ilusión, o engarzaban dedos trémulos, o resbalaban entre ellas con prudencia o indolencia, o se acariciaban como protegiéndose, o se relamían en escorzo radiante, o tramitaban una costumbre, o se restregaban como despabilando el sueño de un anhelo, manos disolutas, azarosas, litúrgicas, diligentes, fariseas, ufanas, manidas, presuntuosas, acarameladas, escépticas, bulliciosas, lánguidas, complacientes, avaras. Cada cual, cada par, avanzando hasta mimetizarse con el paisaje.
Al cabo, el dispensador descansó, o se agotó, o desapareció. Y volví en mí, o a mí. Fue cuando advertí que había terminado de comer hacía tiempo. Y busqué mis manos. Las encontré recogidas en el regazo, fascinadas.
Me sentía saciado.
Miré alrededor. No recordaba si mis circunstanciales compañeros de almuerzo eran los de antes u otros, aunque la mesa seguía completa. Narcotizado un poco todavía por mi ebullición mental, me levanté y me despedí con cortesías de baja intensidad.
Al salir, la chica del dispensador permanecía allí, si bien en un lateral, aunque lista para atender a los rezagados. Le dirigí una sonrisa de agradecimiento, que ella correspondió en los mismos términos. Claro que, a saber a qué nos referíamos cada uno.
¿Y ahora? Son las cuatro de la tarde.
Como faltaba una hora para la emergencia programada –simulacro de cómo organizar civilizadamente el sálvese quien pueda- fui a localizar el camarote. Allí estaba el equipaje esperándome en la puerta, solitario y digno. Sobre él un folleto de instrucciones para el simulacro de emergencia.
“Uff –pensé satisfecho- parece que la organización funciona”. Abrí con la tarjetita-salvaconducto y entré el equipaje como quien lleva de la mano a un hijo encandilado. Somera revista del habitáculo y evaluación provisional: equivalente a la habitación de hotel de cuatro estrellas, salvo las estrechuras del cuarto de baño. El balcón, espacioso, con mesa y dos butacas tipo bar de copas, circunstanciales vistas a Montjuich -es que el barco aún no había zarpado-. Y me dispuse a instalarme.
Abrí el maletón y esparcí su contenido en la cama. Es la costumbre, así me resulta más fácil repartir ropa y demás enseres por armario, cajones, etc.
Apenas había iniciado el proceso, cuando comenzó a resoplar la sirena del barco, anginosa y persistente. La emergencia anunciada. Inmediatamente recordé el guión y asumí el papel: abandoné el revuelto de la cama –bien que a mi pesar, manías de uno- cogí la tarjeta de los mil accesos, puse cara de pánico, comprobé un momento ante el espejo si efectivamente respondía al trance y salí de aluvión. Con cuanta premura alcancé a impostar, me dirigí a la cubierta cinco –según folleto-. Por las escaleras, por las escaleras, nada de ascensores, peligro.
Pero, no sé. Me temía otra presión. Había tráfico de gente, sí, pero ni barullo, ni aglomeraciones, ni rostros de inquietud siquiera. Más parecía que acudían de paseo al reclamo de un juego de rol desnutrido, con regustillo de intriga quizás, pero sólo por novedoso. “Verdaderamente –pensé, o reflexioné-, uno no participa en un naufragio todos los días, a qué tanta prisa”. Así que relajé mi exceso de simulación.
El crucerista es un ser confiado. Seguramente atesora la aventura en algún rinconcito de su corazón, pero rehúye contingencias de riesgo. Si acaso, en forma de pincelada, condimento o guarnición, como el brócoli caramelizado o algo así. El crucerista desdeña la diligencia, los avisos desmedidos y que le prohíban el uso del ascensor. Se deja guiar, pero sin agobios ni urgencias. Trastea el móvil mientras camina -en esto no se diferencia del resto de los mortales-. El crucerista oye, más que escucha. Aunque de natural acomodaticio, su conducta laxa interpreta las normas como simples sugerencias.
Por el camino había empleados revestidos de chalecos reflectantes –franquicia de autoridad subsidiaria siglo XXI- organizando, los de tal por aquí, los de cual por allí. Pero con los nervios acicalados, como el portero de cine que amablemente te pide el tique para indicarte la sala de proyección de tu película.
Llegué al sitio. Un salón enmoquetado con barra de cafetería en el círculo central. Los más avisados o previsores disfrutaban de nobles butacones. El resto, en sus conversaciones a pie de espera.
Al cabo, reclamó la atención de los cientos de presentes una pantalla de plasma, cuarenta y dos pulgadas, que colgaba en un ángulo del salón. Desde la esquina donde me encontraba sólo percibía el resplandor de los cambios de plano o secuencia. El sonido sí, la voz modulada que comenzó por explicarse en inglés, después en español, alemán, francés y algún idioma asiático –chino o japonés, no los distingo bien-. Profusa y dilatada exposición de qué hacer en caso de pasar del simulacro a la temible realidad. Terminó agradeciendo el interés en todos los idiomas y aclaró que, para quien quisiera repasar la lección, el mismo vídeo estaba disponible en la televisión del camarote, zapeando desde inicio, etcétera. Acabáramos.
La dispersión fue lenta, como reanudando el paseo interrumpido, y tibia, ajena a aquel aluvión de advertencias enlatadas.
Regresé al camarote, para reanudar la tarea que había dejado desparramada y pendiente encima de la cama. Sin apremios, entre intuiciones o sospechas, calibraba el sabor de las horas y los días venideros.
Después acudí a proa, presencié en primera línea cómo zarpaba esta ciudad flotante, sobrepasaba la bocana del puerto y se deslizaba serena, pero resuelta y orgullosa, hacia la línea del horizonte. Absorto en aquella visión, no conseguí arrancarme un verso de infinito.
Evocaciones non natas, suele ocurrir en almas sensibles y despiadadas, señuelo de alerta o algo parecido. La coraza se funde y fragilidad al desnudo. Luego, recomposición de vergüenzas, un retoque, y hasta la próxima.
Antes de la cena había espectáculo en el teatro. Allá que fui. Coreografías de musical americano, entre danza y circo. Justo cuando el trompeta, en un alarde de innovación o dificultad, soplaba clave de sol –supongo- por la pata hueca de una silla de metal, comencé a sentir una especie de mareo, como si, aun estando sentado, mi cuerpo perdiera estabilidad, consistencia vertical, algo. Una vez, dos, en escasas décimas de segundos, tres, cuatro. No había probado una gota de alcohol.
Como la sensación no era agobiante, pero persistente, me atreví a preguntar a la señora de al lado:
-Perdone, no he bebido nada, casi ni agua. ¿Son mis cervicales?, ¿o es que el barco se mueve?
Me concedió una respuesta de conmiseración:
-Pues mire, creo que no debe preocuparse por sus cervicales.
Así que era el barco. Una danza sutil, en cadencias caprichosas, contrapunto a las cabriolas simétricas y trepidantes que fosforescían por el escenario.
¿Qué piensa un neófito como yo en estos casos? Pues claro, será lo normal. Al fin y al cabo, a un barco, por colosal y soberbio que parezca, el mar puede bajarle los humos.
Ya lo creo que se los bajó. A la media hora, mientras el escenario seguía en sus fulgores como si tal, el patio de butacas se divertía -es un decir- con el vaivén creciente de su moqueta. Corrían risillas entre divertidas y nerviosas. La mía, desde luego más nerviosa que divertida, mucho más.
Al fin, terminó la función. Pero no el baile del barco, que incrementaba el compás y descabalaba los pasos de los espectadores al abandonar sus butacas. La salida del teatro se me antojó una sinfonía de andares desafinados, interpretados por el común como si volvieran de una juerga. Pero en mi conciencia burbujeaba algo parecido a la desazón. Casi suspiraba por que todo se hubiera reducido a un problema de mis cervicales.
Sin embargo, no tardé en recuperar cierto sosiego. La megafonía de avisos permanecía callada, ni yo advertía signos de alarma, ni entre los pasajeros, ni entre la tripulación, ni entre el personal de servicios y camareros que cubrían la cena, a pesar de sus improvisados malabares a bandeja repleta.
Por si acaso, me pedí una botella de vino para cenar. Cuando terminé, comprobé que mis piernas respondían al mismo desequilibrio anterior. Descarté la evidencia, nada de cervicales, abandoné recelos e improvisé una variante castiza: que le quiten lo bailao al barco, ese zarandeo, por favor.
Cuando me acosté, la cama bailaba, por supuesto, pero vaya usted a saber por efecto de qué. Y dormí plácidamente.
 



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