Dos fervores
En el hecho religioso, además de en otros de similar categoría social, existen dos fervores: el interno y el externo.
El interno se genera y prospera en el espíritu, alma o cosa invisible que hemos convenido en llevar dentro, por más que ese dentro tampoco alcancemos a concretarlo, situarlo, perimetrarlo o cosificarlo. Lo que parece más o menos indiscutible es su existencia, por efluvios, emociones, deslumbramientos, vibraciones, pálpitos, esperanzas, vitalismos, amparos, redenciones, universos de quisicosas que brotan de un manantial íntimo, sea cual fuere su recóndito lugar de ubicación. Justamente lo que se le viene resistiendo a la ciencia, dónde se encuentra tan escurridizo surtidor. Años y años lleva con cábalas o con sagaces investigaciones aunque saturadas de controversias, y todavía no. Pero como últimamente anda empecinada en localizarnos hasta la hormona de la bondad, es de alabar sus arduos y perseverantes rastreos, sin subvenciones y relegada a la sombra por determinados grupos de presión. Mientras tanto, convengamos que, dado el nivel cultural y científico medio de la población, existe un abstracto del espíritu del que por el momento se desconoce su genoma completo.
En cuanto al externo, este sí, este es palpable, mensurable, loable, soportable o insoportable. El rito. Sostén de la fe, valedor, canal, amparo, coartada, recurso, plétora, reflector, embozo, espejismo, cubrecarencias. En el universo creyente, no hay religión sin fervor, no hay fervor sin culto, no hay culto sin rito. En esto la ciencia no tiene nada que hacer. Todo rito religioso es alegoría más o menos feliz, más o menos creíble, viable, más o menos forzada, dogmatizada, más o menos propagada, apostolada, más o menos enfervorizada, prosélita; pero cuando se dispara a hipérbole, se convierte en folklore, de todas todas.
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