Síntomas
El paso de la pubertad a la adolescencia, como los demás procesos migratorios —que no evolutivos— del ser humano, no viene marcado por la caída de hojas del calendario, evidencia de cotejo tan archimanoseado como perogrullo. Pero esta travesía tampoco aparece rotulada por anuncios o avisos exógenos, no, no son señales de tráfico que te advierten a trescientos metros una rotonda, reduce a setenta, ahora a cien metros, reduce a sesenta, a cuarenta, aquí está la rotonda, ceda el paso. No. Ni siquiera sirve el codazo de espabila que ya tienes edad.
El tránsito, único, específico, intransferible, con turbinas propias por muy homologables que vengan de fábrica, se produce con la decisión exclusiva de incorporarse a la rotonda. Y es entonces cuando, al girar y girar por ella en busca de la salida, sin apenas advertirlo se perciben ya las turbulencias de la adolescencia.
Por eso, el adolescente activo, el que ejerce de adolescente, fluctúa por un campo de amores, ambiciones y sospechas, siempre en trance de definición, asteroide impertinente que acucia y rebeldea con sus centelleos metafísicos y epidérmicos.
Emoción, seguridad, cariño, piel, solidaridad, posesión, bondad, rendición, poder, soledad, músculo, verdad… (añádase listado de cuantas páginas sean necesarias) y sus antónimos, amasijo de hilos aún sin desovillar.
Años de titubeos con decisiones sublimadas todas ellas, hasta en los batacazos.
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