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martes, 21 de octubre de 2025

FRAGMENTOS DE LIBRETAS (4)

 

Razonamiento deductivo

 

La confidencia es estado de máxima confianza y mínima seguridad. Un dúo hipersensible en cabal equilibrio. En cuanto el fiel de esa balanza se des­pista, aunque sea mínimamente, la confidencia pierde gas y la justificación misma de su existencia. Es un fiel muy suspicaz, cualquier mal viento, simple soplo o desvariado chisme puede ponerla en entredicho, y no es el entredicho lugar de confidencias que se precien de tales. Pero mientras ese fiel se mantenga fiel a su punto de equilibrio absoluto, el flujo confidencial permanecerá inmune.

Sin embargo, el problema (si es que se le puede llamar así, aunque creo que sí) no está en la posibilidad de que se produzca el desequilibrio, sino en la aparición de la confidencia misma, en los procesos paramentales que la gene­ran, en las urgencias psicoinconfesables que llevan a una persona a desnudar ante otra sus neuronas más íntimas. Y no es fácil, ¿eh? Digo yo que no debe de ser fácil. Porque ni siquiera es como confesar los pecados al cura, qué va, aunque esa sea su obsesión: que le desnudes el alma, dice el tío. Y encima, ya se sabe, empiezas por el alma y terminas en..., y con la sotana del cura aban­donada sobre el Libro de los Jueces.

No, la confidencia tiene otro estatus, tal nivel que se me antoja superior al amor. Mira que es digno y ennoblece el amor al ser humano; pues, aun así, la confidencia lo supera y sobredimensiona, hasta situarse en el máximo grado de intimidad. Llevado al extremo, el súmmum de la relación humana sería la suma de amor y confidencia, resultaría un estado supernatural, pretercultural, la rehoschepudre (es decir, la rehostia, la releche, de puta madre).

En realidad, ahora que lo pienso, la confidencia tiene mucho que ver con la acracia. Podríamos decir que la confidencia es a la relación entre dos (por­que, claro, entre tres ya ni hablamos) lo que la acracia a la relación sociopolí­tica. Esta última considera innecesarias las leyes, y la confidencia surge desde la ausencia de condicionamientos psicoculturales (quizás esté arriesgando mu­cho en mis presupuestos, pero es que estoy en plan confidencias). Aunque hay una diferencia fundamental entre ambas: la acracia es una aspiración, la confi­dencia una imperfección.

Una imperfección más, tampoco hay que alarmarse. Su semillero, su germen, se encuentra en las inseguridades que acucian al ser humano, que en un mo­mento dado lo llevan a la necesidad, la gran necesidad, de depositarlas fuera de sí, que otro las analice y administre y resuelva, o que las comparta sin más. Si en ese estado de necesidad cuenta con la persona adecuada para confiar, se produce la confidencia, la confluencia astral. Ya sé, los físico-químicos lo explicarían de otra manera, también los bucaneros de la prensa rosa.

Una tracción físico-química, o rosa, que puede sobrevenir, o llegar a secas, en cualquier momento, situación o equinoccio de nuestra vida. Pero hay, eso, equinoccios en que somos más propensos, tanto a la necesidad de confiar como a disponer del confidente idóneo. Cada cual tiene su propia experiencia al respecto. Imposible y, por tanto, inútil fijar edades y circunstancias.

Aunque, en general, salvo réplica en contrario de psicólogos y derivados, me da que este fenómeno estacional suele asomar sigiloso —a saber por qué pura casualidad— cuando la imaginación, o la reflexión, nos despabila sensaciones o mundos entrevistos por las cerraduras, y porfiamos, feroces y feraces, para trasmudarlos a realidad. Hasta que irrumpe el choque, el parón, la miseria de tus castillos. Desconcierto, incertidumbre, pero si un guiño del entorno te devuelve la fe, la confidencia está servida.

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