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jueves, 8 de agosto de 2013

BITÁCORA DE ESTÍO (3)

 PRELIMINARES DE AGENCIA

    - Sí, un crucero, perfecto, ¿pero cuál?, ¿y para qué fecha? -la chica de la agencia pregunta con amabilidad reposada y postiza. 
    Reprimo un ligero desconcierto, porque la propaganda ya la traía de casa y se la había puesto encima de la mesa. Aunque lo de la fecha, pase.
   - Agosto, claro –respondo escueto.
   - Bien, señor. Espere un segundito, por favor.
   Abre la revista objeto de mi deseo, se pone a rastrear hojas y hojas, con mirada experta. A salto de página, dobla un pico, anota en papel aparte, me concede una sonrisa profesional y sigue. En algún momento intento frenarle la eficiencia desmedida y carraspeo un inciso:
   - Con que compruebe si el que le he dicho, en agosto…
   Ni caso. Permanece concentrada en su trajín de páginas.
   Hasta que al cabo de cinco minutitos largos, me levanta toda la mirada y asegura, no sé si con satisfacción o recelo:
   - Creo que tengo lo que busca.
   - Dígame –sigo en plan lacónico.
   Mi pregunta parece que le suena a banderazo de salida. Porque inmediatamente despliega un torrente de bondades, ventajas, excelencias, comodidades, revelaciones, desahogos, garantías, diversiones, pronósticos, incluso augurios, de mi crucero favorito, el que ya le llevaba elegido.
   Sí, he mantenido el tipo y soportado sus desbordes con rostro de turista fascinado (cuestión de mi sistema inmunológico). Y después he vuelto a la casilla de salida:
   - Ya le he dicho antes que era el que me interesaba. ¿Pero en agosto?
   No me responde inmediatamente, claro. Pone cara de, qué sé yo, de despiste o algo así, y se acelera a la mesa desmadejando papeles, hasta que se detiene en uno, hace como que lee con atención y nerviosea una respuesta:
   - Ah, sí, era su preferido… je, je.
   Consulta hacia otro lado de la mesa y añade un aleluya:
   - ¡Sí, en agosto! ¡Por supuesto!
   La sonrisa le ha llegado hasta los bordes de su melenita bermeja de rizos revueltos y juguetones. Mientras la mía queda en rictus de conmiseración.
   Silencio neto y cruce de miradas de interrogación. Hasta que ella rompe la tregua con otro “un segundito”, gira hacia el ordenador y se pone a fustigarlo con el ratón. Al cabo, anuncia:
   - Aquí está.
   - ¿Sí?
  - La fecha, el itinerario, las condiciones, todo. Salida de Barcelona –está embalada-, escalas en Villefranche, Livorno, Civitavecchia…
   De pronto, para en seco, mascullea la lectura de la pantalla y me pregunta:
   - ¿Cuántas personas serían?
   - Supongo que las que quepan en el barco, ¿no?
   - Je, je. Es usted… Le pregunto si iría acompañado o…
   - No –atajo.
   - De modo que un camarote sólo para usted, ¿verdad?
   - Efectivamente.
   A partir de aquí interpretamos un diálogo tipo test, en el que se fueron precisando fechas, escalas, tipo de camarote, características del barco y sus servicios, forma de pago y otros etcéteras. Hasta que ella, semblante de profesión, plantea:
   - ¿Qué le parece?
   Permanezco un momento como pensativo, pero en realidad ando distraído en las volutas inquietas de su cabello. Me traiciona un amago de ternura, pero no consigo apearme del tono circunspecto, y respondo:
   - Muy bien.
   - Entonces, si le parece...
   - Hacemos la reserva.
   - ¿Ya? –las pupilas dilatadas.
   - Claro –los párpados firmes.
   - Perfecto, genial –rostro de euforia reprimida.
   Desde este instante iba y venía de la pantalla del ordenador a mis datos. Atención de doble eje que confluyó en la tecla imprimir.
  Cuando se levantó camino de la impresora confirmé mis presagios, su talle no desmerecía, jo, ni su culo.
   Después me vi obligado a prescindir de quimeras. Había plantado ante mis narices una resma de folios para firmar.
   No me fastidió tanto la cantidad de rúbricas necesarias, como la sensación de corderito abducido por el tintineo de la esquila. La chica de la agencia, bic en ristre, iba marcando resuelta con equis imperiosa dónde firmar, aquí, y aquí, y… donde pone cliente. Debía de formar parte de su manual de atención al público. Así que, como me agobiaba con tanta precisión, me permití una bordería:
   - Sí, claro, ya lo deduje hace tiempo: cliente es igual a equis.
   Lo reconozco, tuvo reflejos:
   - Perdone, señor. Era por facilitarle… -vocecita apagada y bolígrafo en retroceso.
   Le concedí un gesto de comprensión y seguí firmando, ya sin su seguro de asistencia. Hasta el final.
   - Listo –declaré con soplo reconfortante.
   La chica me miró con rostro curtido en impertinencias. Se permitió uno de esos segunditos suyos. Y luego preguntó con cortesía técnica:
   - Antes de confirmar la reserva, ¿no va a leer las condiciones?
No respondí enseguida. Esos mechones confusos, que intuyo convulsos, el marco de su sonrisa perdida, el recuerdo de su talle sutil y de su... Me reprocho alguna obscenidad latente, ahuyento delirios, bajo a los folios y barajo con desgana el reguero de firmas.
   - Confío en su información.
  Qué menos que compensar mis insolencias, perpetradas seguramente más de pensamiento que de obra. Y además, cualquiera afronta esos contratos con letra de fuente hormiga y tamaño ocho, o menos, que dejan en entredicho la pericia de tu oculista.
   Poco más reseñable hasta la despedida. Si acaso, que, como tuvo que levantarse para ir a la impresora, la imaginación se me fue tras sus tacones, sutilezas arriba, hasta… hasta que volvió.
   Entrega de documentos, intercambio de agradecimientos, que lo pase bien y saludos cordiales.
   Cuando salí de allí, llevaba el crucero en la imaginación y en la tarjeta de crédito.

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